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La juventud bajo sospecha

Por: Guillermo Segovia. Columnista Pares.


Uno de los sectores poblacionales más afectados por la pandemia del Covid 19 en el mundo y en Colombia, si no el que más, es la juventud. Los jóvenes se quedaron sin empleo o no pudieron conseguirlo, los que estudian en universidades privadas llevan meses aislados en sus cuartos pegados a un computador, los de universidades públicas desertaron o hacen lo que pueden para cursar sus semestres con la incertidumbre de continuar, los de educación básica no se hallan en el encierro y la desesperación de su padres por el teletrabajo. El futuro es incierto. Hay desesperanza y angustia.


En parte, agudizadas, las mismas razones que durante casi una década los han mantenido activos y movilizados luchando por el derecho a la educación, única esperanza de ascenso en un país donde solo cuentan el padrinazgo político o nacer instalado en los estratos de arriba. “La verdad es que casi todas las historias de estos jóvenes son duras. Prácticamente ninguno la ha tenido fácil en la vida. La mayoría de ellos ha tenido que hacer esfuerzos enormes para estudiar”, relata Sandra Borda en un aparte de su sentida crónica sobre las razones del movimiento estudiantil y su consigna “A parar para avanzar”.


En los gobiernos de Santos y Duque, una juventud universitaria llena de entusiasmo, ganas, conciencia crítica y afán de salir adelante, a través de marchas y paros innovadores en consignas y símbolos, logró, tras desdén y evasivas, compromisos gubernamentales para que la educación superior pública no desaparezca, cumplidos a medias, que habrían tardado décadas si no se hubiera dado esa presión tan sensible, que se ganó la solidaridad de la mayor parte de la sociedad colombiana.


El momento estelar de ese proceso fue el paro del 21 de noviembre y la movilización que desató hasta mediados de diciembre de 2019. La pandemia se encargó, para alivio del establecimiento, de contener, por un tiempo y no del todo, ese viento renovador que sacude el país. Su voz de protesta, sin embargo, se hizo sentir en cuarentena al advertir los abusos gubernamentales con las facultades excepcionales y, a pesar de la propaganda estigmatizadora, que quiere convertir en acción terrorista una insurrección ciudadana contra el abuso, el 9 de septiembre y días siguientes, tras el asesinato policial del ciudadano Javier Ordóñez en Bogotá.


Por todo esto era de esperarse una decisión audaz del gobierno, que más allá de los afanes populistas electoreros de prometerle a los jóvenes que les paguen por ir a practicar o que no se les pida experiencia, planteara una política pública de juventud dirigida a garantizarle el derecho a la educación, a la vida, empleabilidad digna, acceso a la cultura y a las nuevas tecnologías y garantías para el ejercicio del derecho a la participación en su amplia acepción constitucional. Todo ello con mayor énfasis en la juventud del sector rural, las mujeres y las minorías étnicas y de género. ¡Pero no!


Como concesión de navidad a los jóvenes colombianos, la Presidencia de la República recibirá hasta el 24 de diciembre observaciones al proyecto de decreto “Por el cual se crea el Programa Presidencial para la Prevención del Terrorismo en el Departamento Administrativo de la Presidencia de la República”, mediante el cual, la pomposa Consejería Presidencial para la Seguridad Nacional se agencia oficio y le da tarea a su congénere la Consejería Presidencial para las Comunicaciones, en la Estrategia para la Prevención de la Radicalización o Extremismo Violento orientada a “desincentivar el odio y el uso de la violencia, o cualquier medio para generar zozobra y terror en la población.”

En una visión prepotente, antidemocrática, paternalista, macartista, discriminadora, generalizadora, prejuiciada y despreciativa el proyecto de decreto plantea que “Las acciones de sensibilización y pedagogía… Estarán dirigidas a todos los sectores de la sociedad, con especial atención a la población joven, escolar, universitaria o aquella que se identifique como vulnerable ante procesos de radicalización violenta o reclutamiento ilícito.”

La lucha antiterrorista, con la amplitud que quiera aplicar el gobierno a la acepción, es tarea de los organismos de investigación criminal del Estado, a través de sus estrategias de inteligencia, represión y control del delito. La efectividad de la política criminal antiterrorista la evidencia la claridad conceptual del fenómeno y la infalibilidad en la ubicación de focos y actores específicos. Englobar riesgos en sectores poblaciones es un absoluto exabrupto característico del fascismo. Algo así como presumir que todos los adultos mayores por su inconformidad con el confinamiento son potencialmente criminales o los judíos son culpables.


Los consejeros presidenciales han determinado que la población estudiantil joven de Colombia la constituyen un montón de tarados incapaces de autonomía, susceptibles de manipulación, ajenos al discernimiento, cuyas posiciones críticas son fruto de su incapacidad y minusvalía, sospechosos de actos criminales, que los convierten en interdictos que demandan el tutelaje de un gobierno, que debe rodearlos de las cercas que impidan su “radicalización violenta”. Son potencialmente terroristas. Un razonamiento teóricamente vergonzoso, errado, arcaico y peligroso.


Según el proyecto: “La estrategia es un instrumento que promueve la paz, el fortalecimiento de los principios democráticos, los fundamentos del Estado social de derecho y el respeto a los derechos humanos mediante el fortalecimiento de estrategias de comunicación, campañas pedagógicas y de sensibilización pública.”


La pandemia se encargó, para alivio del establecimiento, de contener, por un tiempo y no del todo, ese viento renovador que sacude el país. Su voz de protesta, sin embargo, se hizo sentir en cuarentena al advertir los abusos gubernamentales con las facultades excepcionales y, a pesar de la propaganda estigmatizadora, que quiere convertir en acción terrorista una insurrección ciudadana contra el abuso, el 9 de septiembre y días siguientes, tras el asesinato policial del ciudadano Javier Ordóñez en Bogotá. Imagen: Pares.

Entonces, aparte de que la misma misión reclaman todas las agencias del gobierno, cómo es posible que se enmarque en una “estrategia para la Prevención de la Radicalización o Extremismo Violento” de claro corte contrainsurgente, que, entre líneas deja percibir que asume la movilización social como una acción de promoción del terrorismo. ¿Hacia dónde más se van a dirigir las acciones de comunicación en ese contexto si no a estigmatizar la protesta ciudadana en la que se cuelan minorías radicalizadas que sirven de pretexto a esta propuesta presuntuosa e innecesaria?


Si de incentivar la democracia y la paz se trata, conceptual e institucionalmente, esos objetivos van de la mano con el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, surgido de los Acuerdos de Paz de La Habana, están consagrados en la Constitución Nacional y son parte sustancial de la institucionalidad en la Colombia de hoy. Una estrategia de comunicación de respaldo sería loable y merecidamente aplaudida. Inadmisible, desde luego, para buena parte el gobierno, que ve en las negociaciones de paz una concesión al terrorismo. De ese tamaño es el contrasentido.


En una reedición de los postulados de la criminal doctrina de seguridad nacional de los años 70 del siglo pasado, que promovió en control castrense de la sociedad para advertirla del enemigo interno (llámese hoy descontento, inconformidad, oposición, altenatividad).


La comunicación estratégica en materia de prevención de la radicalización o extremismo violento, tendrá una vocación pedagógica orientada a adoctrinar a los jóvenes en la anticipación de conductas tan ambiguas como “cualquier vinculación de los ciudadanos con intenciones terroristas”, “prevenir o mitigar los efectos del miedo social -a propósito, nada esclarecen aún las autoridades de la noche de temor con la que se intentó frustrar el paro del 21N- o “generar conciencia en las nuevas generaciones sobre la inadmisibilidad de la violencia”. Todo lo cual, en su conjunto, muestra un total desenfoque de criterio, desconocimiento de contexto y visión integral del universo juvenil y un presuntuoso afán de figurar y tener oficio.»


Los propósitos perseguidos demostrarían que la política y los planes decenales de educación, derivados de los consensos universales sobre los objetivos de la educación para el desarrollo social, la superación de desigualdades, la convivencia y el ejercicio de los derechos de la niñez y la juventud, manifiestos en los enfoques de capacidades y competencias, donde ciudadanía, democracia y paz son los ideales, han sido un fracaso. Peor aún, son los responsables de “incentivar la radicalización violenta”, conclusión que va de la mano con los señalamientos de la derecha contra el magisterio, la educación crítica y la libertad de cátedra. Situación que los consejeros se proponen conjurar.


La criminalización de la juventud por prejuicio, derivada de la incomprensión de las posturas cada vez más informadas y críticas de los y las jóvenes, al ampliarse la cobertura y niveles educativos y la masificación de la redes sociales, y su decisión de “tomar la calle” para exigir derechos y protestar por diversas razones, ha llevado a abusos tales que, como lo estableció una investigación del Politécnico Grancolombiano, con datos de la propia Fiscalía, entre 2000 y 2018 -con énfasis en el período de la “Seguridad Democrática” de Álvaro Uribe- , diez mil 471 jóvenes, entre 15 y 25 años de edad y la mayoría de universidades públicas, fueron vinculados a expedientes por terrorismo y rebelión. Imagen: Pares.

Apenas en el 40% de los casos se abrió investigación y solo el 5% (853) fueron imputados formalmente. Anomalía que se corrobora de tanto en cuanto con episodios como los ‘falsos positivos judiciales’ contra Mateo Gutiérrez o los inculpados por el atentado en el Centro Andino, violatorios de derechos fundamentales y del debido proceso. El prejuicio de los fiscales, ejército y policía es evidente, hace poco en una acta de imputación un fiscal plasmó como antecedente de una joven su pertenencia a la Universidad Nacional. Esas actuaciones constituyen “una tipología de persecución a los estudiantes”, concluye el informe que será presentado a la Comisión de la Verdad.

Una iniciativa por el estilo del comentado proyecto, colada en el artículo 24 de la recién aprobada Ley de Seguridad Global en Francia, promovida por el gobierno para hacer frente al terrorismo fundamentalista -criminales acciones aisladas de alto impacto social- , desató airadas jornadas de protesta hasta su supresión, pues pretendía penalizar la divulgación de abusos policiales a través de las redes sociales, lo que además fue rechazado en el país y por organismos internacionales por constituir una violación a la libertad de expresión y una inadmisible censura a un medio de control de los desafueros de la autoridad. En el momento y el espíritu de ese estatuto pareciera inspirarse de manera equívoca el proyecto de la consejería de seguridad del presidente Duque.


Ante la reacción ciudadana, los cuestionamientos de la opinión y las manifestaciones que derivaron en violentos enfrentamientos ante desmanes de la policía, el presidente Macron, al informar el retiro del problemático artículo, visiblemente abochornado e irritado dejó en evidencia a su Ministro del Interior: «La situación en la que usted me ha colocado habría podido evitarse». Ojalá aquí se evite.


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