Por:Laura Bonilla
Cuando Antanas Mockus ganó la alcaldía por primera vez en 1995, lo acusaron de antipolítico y de romper con la tradición burocrática de liberales y conservadores que habían gobernado Bogotá desde siempre. Gracias a que efectivamente lo hizo, su gestión fue una de las alcaldías que más permanece en la memoria de la ciudad como referente de que la política y la ética, por primera vez en Colombia, pudieron ir de la mano. Bogotá no fue la misma. Se mejoró y amplió la planta de personal. Se redujo la contratación por prestación de servicios y se le permitió a profesionales idóneos e interesados en el servicio público llegar por mérito al Estado. Eso no es lo habitual.
La semana pasada estalló una de tantas polémicas en redes sociales ante los nuevos nombramientos de gobierno: Gustavo Bolívar en el DPS, Diego Cancino viceministro del interior y Carlos Carrillo en la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo. En el DNP hizo lo que prácticamente todos los gobiernos han hecho: nombró a un político, en este caso a uno de su coalición: Alexander López. Muchas voces se han quejado de que con estos nombramientos Petro está acabando con la tecnocracia, pero esta frase tiene muchos matices. Es cierto que prácticamente todos los anteriores directores del DNP han sido economistas, pero también es verdad que figuras como Simón Gaviria o María Mercedes Cuéllar no tenían una carrera previa meritoria que les permitiera llegar a esa posición con experiencia. Es más, la mayoría de los hijos de familias políticas, liberales y conservadoras, tuvieron la oportunidad de saltar de la maestría al viceministerio sin haber hecho el más mínimo esfuerzo por conseguirlo. Nadie acusó a sus gobiernos de acabar con la tecnocracia.
Con los nombramientos de Petro tengo muchas reservas. No creo que Carlos Carrillo haya hecho mérito alguno más que ser petrista de corazón y hacer escándalos en el Concejo de Bogotá. Puro estilo y redes sociales. Nada de fondo, ni como político, ni como técnico. Por el contrario, creo que Diego Cancino puede ser un viceministro interesante. A Gustavo Bolívar no le reclamo su escaso paso por el congreso ni su lealtad al presidente (todos los anteriores la han tenido) sino su idea fija de “gobernar con los amigos”. Cuando uno está en un cargo público y todos sus subalternos le dicen que sí todo el tiempo, es porque hay algo muy mal con la gestión. Gustavo Bolívar no tiene, a mi juicio, la capacidad de decidir quién hace un buen trabajo y quién no a la hora de poner a funcionar un departamento vital que Petro ha desperdiciado y que debiera ser el corazón de su gestión. Mala idea. De Alexander López supongo que, por su propia experiencia, tenderá a hacer una gestión más moderada. Veremos.
Pero lo que me produce bastante disgusto es que la élite política, esa misma que pone a sus hijos de viceministros sin pasar por ningún filtro y que se ha negado a ampliar el servicio público y que les ha dado a los congresistas el control del empleo público.
Esa élite política que creó el Estado que tenemos hoy, con más sombras que luces y un problema muy extendido de corrupción, sea precisamente la que señale que se acabó la tecnocracia. La burocracia que ha llegado al Estado por concurso de méritos es completamente minoritaria. No alcanza siquiera al 20% del personal contratado. Una vergüenza. Lo que sucede es que, por muchos años, los funcionarios que entraban se quedaban porque de una u otra forma pertenecían al mismo grupo que estaba en el poder. Circulaban en los mismos círculos de recomendación. Era perfectamente previsible que, en un país con una alternancia política tan precaria, el gobierno del cambio llegara a cambiar la gente. Lo que es cuestionable a todas luces es que las élites políticas precedentes ni siquiera fueron capaces de proteger su propia burocracia con trabajo decente y estable. ¿Querían tecnocracia? Bien hubieran podido nombrar plantas de personal.
Para mí, la idea que han planteado de mantener una administración pública pequeña y llena de órdenes de prestación de servicios es completamente incompatible con una democracia que tenga alternancia y funcionalidad. Si el 80% del Estado son contratos temporales, es perfectamente lógico que, si un gobierno cambia de signo político, todas esas personas, programas, esfuerzos y memoria se cambien por los nuevos. Y no hay Estado que funcione si hay que reemplazarlo cada cuatro años. Así que, en Colombia, país de delfines y de herencias políticas, es muy difícil soportar ese argumento en algo más que no sea un profundo desprecio por quienes no han pertenecido a ciertos grupos políticos – y de clase – que han controlado la burocracia durante años. Finalmente, a Miguel Uribe nunca lo criticaron por inexperto cuando asumió, con una muy mediocre gestión de concejal, la secretaría de gobierno de Bogotá, y nadie sospechó de los jóvenes Nule cuando saltaron de cero a 100 en la contratación pública. A ambos los llamaron unos jóvenes prometedores.
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