top of page

La empresa que mató a cincuenta mil indígenas colombianos en pleno siglo XX

Por: Iván Gallo


Foto tomada de: Portafolio


Aún hoy existe un desprecio absoluto hacia las tribus indígenas del Amazonas. La periodista Eliane Blum cuenta que, hasta hace unos años, los grandes señores del Brasil arrojaban desde los aviones ropa y juguetes infectados de viruela para exterminar tribus y quedarse con sus tierras. Porque el Amazonas está más amenazado que nunca. Se estima que cerca del 47% ya está intervenido por el hombre. El ataque al pulmón del mundo arrancó en 1881, al menos en Colombia. Fue la fiebre por el líquido que contenía un árbol bautizado como Hevea lo que trajo a los primeros hombres de empresa. Los echados pa’lante.


El líquido que contenía el Hevea era el caucho, y de caucho estaba hecha la Revolución Industrial. Las llantas de los vehículos, de las bicicletas, de algunas casas, el mundo se movía gracias al caucho. Las grandes potencias querían plástico. Lo necesitaban. La demanda era altísima y un empresario y senador peruano, Julio César Arana, lo escuchó. El Amazonas ya había sentido el bramido de la bestia con la explotación de quina de mediados del siglo XIX pero nadie estaba preparado para lo que vendría con el caucho.


El epicentro fue la localidad de La Chorrera, al pie del rio Igaraparanay. En este lugar, hace 120 años, en plena explosión cauchera, habitaban sesenta mil personas. Hoy, apenas llegan a cuatro mil. El lugar donde sucedió todo se llamó la Casa Arana. Su belleza confunde al que la visita. No hay que dejarse engañar por sus formas exuberantes. Acá todavía se escucha la agonía del esclavo, porque en eso se convirtieron los indígenas que la habitaron, en esclavos.


Los indígenas creyeron que eso era el progreso. Perder su libertad a cambio de un paraíso que nunca existió. Arana contrató a capataces poderosos, despiadados y contó además con el apoyo del ejército peruano. La casa arrancó operaciones en 1901. Les exigían a los indios una cuota mínima del líquido que botaban los árboles. Nunca era suficiente. Desprotegidos les soltaban machetazos, les quitaban orejas, los encerraban en cuartos minúsculos hasta que morían de desesperación. De física desesperación.


Los rumores de que acá se mataba indígenas a mansalva llegaron hasta Bogotá. Al entonces presidente de Colombia, Rafael Reyes, le pareció un detalle menor. Lo que le impresionó fue la organización que tuvo Arana para conectar una red de caminos y sacar la materia prima. Nadie contó los árboles que este hombre asesinó. Muchos años después alguien muy parecido a él, Jair Bolsonaro, taló dos mil millones de árboles en su cuatrenio. A él le parecía un muy buen negocio que las empresas de los países industrializados vinieran a “violar” la selva brasilera. La Casa Arana prosperó hasta convertirse en una empresa poderosa, la Peruvian Amazon Company. Un ingeniero norteamericano, llamado Walter Hardenburg, presenció el infierno y denunció todo en un artículo publicado en un periódico llamado The Truth. El cónsul inglés en Perú Roger Casement, quien hizo una inspección al lugar publicó un informe llamado El paraíso del diablo. Sin embargo la denuncia más poderosa y que más ha perdurado en el tiempo la escribió un huilense.


José Eustasio Rivera vivía en Nueva York cuando publicó La vorágine. Al ser impuesta en el colegio como lectura obligatoria la prohíben. Pocas veces se ha escrito una aventura más potente y también más infernal como ésta odisea que cumple 100 años. La fiebre que da perderse en la selva está descrita como uno de los círculos del infierno de Dante, hombres que le disparan a simios imaginarios colgado de árboles de 20 metros, hormigas que arrasan todo a su paso y que hacen temblar la tierra antes de ir a morir al río, el calor, la sed, las sanguijuelas de las aguas estancadas. Pero entre todos los horrores que azotan al protagonista de la historia, Arturo Cova, y a sus acompañantes, ninguno es peor que el que desata Arana con su empresa.


No fueron las denuncias sobre el exterminio de los indígenas sino el crack de Nueva York lo que acabó con la Casa Arana en 1932. Su creador, Julio César Arana del Águila, murió a los noventa años lejos del oprobio. Fue enterrado con los honores de un padre fundador. En Iquitos aún se le recuerda con respeto. Al fin y al cabo ¿Qué son cincuenta mil indios asesinados si lograste formar una empresa tan próspera como Peruvian Amazon Company? El exterminio cultural y físico, nunca se ha detenido en el Amazonas.

bottom of page