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El día más triste para María José Pizarro

Por: Redacción Pares


Foto tomada de: Biblioteca virtual - Banrepcultural



El 26 de abril de 1990 María José se levantó preocupada. No, no era ningún presentimiento sobre el peligro que podría correr su papá, Carlos Pizarro Leongómez, uno de los hombres más amenazados del país. Su preocupación era concreta: tenía un examen de matemáticas y no se sentía lo suficientemente preparada. Tenía al frente la hoja en blanco. No hay nada más angustiante -y vergonzoso-  para un alumno de 7 de bachillerato que no tener nada que responder ante un examen. Los minutos se pasan lentos, todo se pone pesado. ¿Y si estuviera en otro lugar? ¿Y si una mano la llevara a otros espacios? ¿Y si el tiempo se detuviera?


El rector del colegio entra al salón de clases. “Estoy buscando a María José Pizarro”. La niña se estremeció al escuchar su nombre. Nadie sabía que llevaba ese apellido. En ese momento en Colombia pocas personas eran más famosas que Carlos Pizarro, su padre. Nació en el seno de una familia con firmes convicciones conservadores, cuando pertenecer a un partido político en Colombia era tan importante como el sexo. Pocos sabían que el consumado rebelde era hijo de un vicealmirante de la marina. Estudió derecho en la Universidad Nacional y ahí conoce a diferentes personajes de la política. Vale la pena aclarar que Pizarro era tan convincente que uno de sus primeros discípulos en su juventud fue José Obdulio Gaviria, el primero hermano de Pablo Escobar que se convertiría con los años en el más fervoroso de los uribistas a quien bien le valdría ese viejo dicho de ser más papista que el papa. Pero, cuando era joven, fue un fervoroso marxista y creía que Pizarro iba a liberarnos del yugo del imperialismo y toda esa jerga que usaban los universitarios en los setenta.


Pizarro, con 21 años, ya era miembro de las Juventudes Comunistas y al poco tiempo se enrola en las FARC. No se había dado cuenta de lo aburrido que estaba entre el dogma stalinista del secretariado hasta que conoció al joven samario Jaime Bateman. Si uno se pone a ver los preceptos del Pacto Histórico tendría que encontrar un antecedente de lo que terminaría siendo el Pacto Histórico en la propuesta de Bateman de hacer un “Sancocho Nacional”. Esa idea para los viejos comandantes de las FARC sonaba a sacrilegio. El clima se volvió irrespirable para Bateman en esa guerrilla así que el 11 de septiembre de 1973, el fatídico día en el que las bombas de Pinochet hicieron estallar el palacio de la Moneda en Chile, Bateman deserta y lo acompaña una camada de muchachos que sienten que llevan puesta una camisa de hierro dentro de esa organización. Los muchachos que lo acompañan son, Álvaro Fayad, asesinado en 1986, Luis Otero Cifuentes, quien moriría el 7 de noviembre de 1985 después de dirigir la toma del palacio de Justicia, Iván Marino Ospina, abaleado inclementemente por el ejército en Cali el 28 de agosto de 1985. Su hijo, quien fuera con el tiempo alcalde de esa ciudad, lo vería morir. Vera Grave, quien aún sigue activa y viene cumpliendo un papel preponderante en este gobierno en la mesa de negociación con el ELN y Carlos Pizarro. Bateman arrancaba de las FARC la semilla de lo que después sería el M-19, la guerrilla más creativa, poética y urbana que se dio jamás en Latinoamérica.


Poco antes de irrumpir con ataques a la fuerza pública que se parecían más a performance artísticos que a acciones armadas, empezaron a salir en diarios como El Tiempo, de amplia circulación nacional, anuncios como “¿Parásitos? Espere M-19” Eran tan efectivos los mensajes en su intención de llamar la atención que muchos se preguntaban si se trataba de un purgante, de una cura para la caspa. Pronto supieron, con el robo de la espada de Bolívar en Bogotá, de qué se trataba el M-19. Estos muchachos que salieron de las FARC con Bateman tenían algo en común: su fervor anapista. Estaban desengañados porque, después de haberle hecho campaña al general Rojas Pinilla en las elecciones de 1970, un 19 de abril de ese año, día de las elecciones, el establecimiento, encarnado en Misael Pastrana Borrero, le hizo un fraude monumental a Rojas. Ese desencanto produjo al M.


Vinieron los golpes: La toma a la embajada de la República Dominicana, tratar de atracar con el buque el Karina en la costa colombiana para desembarcar un armamento y, sin duda, uno de los más espectaculares, el robo de 5.000 armas del Ejército Nacional en el Cantón Norte. Ocurrió un 31 de diciembre de 1978, mientras toda Colombia se elevaba con los vapores del alcohol se desarrollaba lo que se denominó como Operación Ballena Azul. Es que a Bateman y a Pizarro les parecía que el Cantón tenía esa forma y como eran poetas veían imágenes en lugares insospechados. En el operativo Pizarro recibió un disparo en una pierna.


Fue una burla tremenda al Ejército y al gobierno de Julio César Turbay Ayala. Entre 1978 y 1982, sus años de presidente, los oficiales se robustecieron tomaron no sólo importancia sino muchas veces decisiones. Fue una persecución feroz. Justo en esos años, empezando la década, el M-19 empieza a tomar malas decisiones, como ganarse un enemigo indeseable, el Cartel de Medellín. El secuestro de Martha Nieves Ochoa, hermana del clan narco de Medellín, une a todos los mafiosos, temerosos de que las guerrillas los fueran a tomar con la voracidad con la que succiona un ternero la teta de su madre. Así que crean el MAS, Muerte a Secuestradores.


Usando también la propaganda como aliado, anuncian la creación de este grupo tirando volantes desde una avioneta mientras se desarrollaba el partido América-Cali. En ese momento Ramón Isaza armaba sus autodefensas del Magdalena. Había arrancado el paramilitarismo, otra de las cabezas que tuvo el monstruo de la violencia en Colombia.


A Pizarro y a otros 150 guerrilleros -entre los que se contaba Gustavo Petro- fueron llevados a las Caballerizas del norte de Bogotá y fue detenido y torturado. Turbay, con su estatuto antiterrorista, podría sobrepasarse de esa manera. No sólo llevaron militantes del M-19, sino también a profesores, intelectuales, escritores que no tenían mucho que ver con la guerra pero que cometían el pecado de pensar diferente. La llegada de Belisario Betancur, un conservador con ínfulas progresistas, le dio una amnistía a los guerrilleros, se pusieron a conversar por primera vez con las FARC, el M-19 y eso que se llamó en algún momento la Coordinadora Nacional Guerrillera, que agrupaba a las guerrillas más populosas del país. Los militares veían con malos ojos estos acuerdos y necesitaban una excusa para desestabilizar. El M-19, en una de las acciones más estúpidas militarmente hablando, cayeron en la trampa y se tomaron el Palacio de Justicia en noviembre de 1985. Hay pruebas de que el ejército sabía el día, la hora en que se lo tomarían y los dejaron hacerlo para rodearlos y darles duro y de paso quitarse de encima a los 11 magistrados más honorables que ha tenido la Corte Suprema de Justicia en su historia. Era increíble que se tomaran el Palacio sin tener preparado un plan de fuga. La retoma fue uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia y mostró la ferocidad que podrían tener oficiales como Plazas Vega o Arias Cabrales. La verdad sobre lo que pasó la noche del 7 de noviembre de 1985 se la llevó a la tumba Belisario Betancur, pero no hay dudas de que durante 48 horas, los que mandaron en este país fueron los generales.


El M-19 quedó debilitado después de que saliera más su objetivo más ambicioso y, por convencimiento de algunos de sus dirigentes, como Antonio Navarro Wolff y el propio Pizarro, empiezan a acercarse en 1987 al entonces presidente, el liberal y cucuteño Virgilio Barco Vargas. Colombia en ese momento se desangraba. A las guerrillas se sumaba la guerra que habían impuesto al estado los carteles de la droga para cambiar la constitución y evitar ser extraditados. Los carros bomba, las matanzas, pasaron del campo a las ciudades. Barco sabía que desmovilizar al M-19 era apagar uno de los tantos leños prendidos que habían en el país.


La idea fue secuestrar al político Álvaro Gómez Hurtado, miembro de la realeza conservadora, hijo del más influyente de los senadores de ese partido, Laureano Gómez. El secuestro captó la atención internacional. Al dejarlo libre en un barrio al sur de Bogotá, Álvaro Gómez tenía en su poder las once propuestas que le hacía el grupo guerrillero al gobierno Barco entre los que se contaba la creación de una Asamblea Nacional Constituyente. La imagen de Pizarro envolviendo su pistola en la bandera de Colombia quedaría grabada en la memoria. Era un gesto que invitaba a la esperanza.


María José, nacida en 1978, el mismo año en el que se robaron las armas en el Cantón Norte, creció entre campamentos guerrilleros, en campamentos en el monte en donde su padre se escondía del cerco que el ejército había impuesto sobre él y en cárceles. Cuando Carlos Pizarro vio los peligros que corría Maria José, la mandó al exilio junto con su mamá y así estuvieron, entre Ecuador, Nicaragua y Francia. En el fragor de la guerra de los años ochenta, su padre fue una imagen que se iba borrando en su consciencia. Los mensajes eran cada vez más raros y si se enteraba de sus paso era por los periódicos, por la radio. Al principio ella quería alejarse de la política. Estudió artes plásticas. Todos los recuerdos de su infancia fueron su vertiente creativa. Los que conocen su arte consideran que pudo llegar a ser una buena artista. Cuando su papá envolvió la pistola con la bandera de Colombia y la entregó ella regresó al país.


Ese 26 de abril de 1990 María José tenía 12 años y cuando el rector nombró su nombre verdadero ante el salón de clases, ella sintió que un abismo se la tragaba. Ella estudiaba con su prima Alejandra y era la única persona que lo sabía. El profesor le respondió al rector “Acá no hay ninguna María José Pizarro, acá hay una María José Barón”. Pero María José alza la mano y el rector, con la mirada nublada, la invita a acompañarlo a la rectoría. Aún en su memoria retumban sus pasos por el pasillo silencioso, pensando en las eventualidades que habrían podido ocurrir para que el rector mismo fuera a buscarla y con su propio nombre.


Al entrar a la rectoría estaban su mamá y Carmen Lidia, la esposa de Álvaro Fayad. Ambas estaban llorando. Entonces supo que algo grave había pasado. Su papá acababa de morir mientras viajaba en un avión hacia Barranquilla. Había abrazado la causa de la paz y se había lanzado a la loca aventura de ser candidato presidencial. En el caso de lograr la victoria sería el primer guerrillero en conseguir, por vía democrática, el poder en Colombia. La gente lo quería. Le decían el comandante papito. Claro, la pinta lo ayudaba. Desarrolló una estrategia de comunicaciones muy efectiva y la gente por primera vez podría confiar en un comandante guerrillero para darle su voto a la presidencia.


Pero no, Carlos Castaño tenía otros planes. En un avión un sicario abrió fuego y Pizarro murió. Por eso, para los que estuvieron en la Plaza de Bolívar el 7 de agosto del 2022 y vieron cómo Maria José, con los ojos rotos, le entregó la banda presidencial al compañero de lucha de su padre, Gustavo Petro Urrego y vio entre la multitud, la bandera del M-19, supo que Pizarro estaba vivo, que todo había valido la muerte, hasta el sacrificio de perder a lo que más amaba a los 12 años.

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