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A un año de El Tandil

Por: Diego Alejandro Restrepo y Zabier Hernández, investigadores de la Línea Conflicto, Paz y Postconflicto.


“A las 10: 15 a.m. empezaron las ráfagas de fusil y metralla. Los campesinos entraron en pánico y se escuchaba en medio de la balacera: “paren el fuego, somos campesinos””, relato de la masacre.

Impacto de metralleta, El Tandil, 2017. Fotografía: Zabier Hernández.

En la mañana del 5 de octubre de 2017 los campesinos cocaleros de la vereda El Tandil, ubicada dentro del Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera, en Tumaco, se disponían a protestar debido a la erradicación forzada emprendida por la Policía Antinarcóticos, cuya base se encontraba en la parte alta de la montaña. Su propósito, según versiones locales, era realizar un cerco civil humanitario como protesta frente a la erradicación de coca cuando ya se habían realizado acuerdos voluntarios para la sustitución de cultivos en el marco de la implementación del PNIS.

Sobre las 9:00 a.m., los campesinos se acercaron más a la base de la Policía, sus líderes solicitaban una mesa de diálogo para facilitar alternativas frente a la problemática. Sin embargo, nadie de la institución respondió a la petición del grupo de cultivadores. Mientras eso sucedía, cientos de ellos esperaban en la parte baja de la montaña. “A las 10: 15 a.m. empezaron las ráfagas de fusil y metralla. Los campesinos entraron en pánico y se escuchaba en medio de la balacera: “paren el fuego, somos campesinos””.

Árboles cortados, El Tandil, 2017. Fotografía: Zabier Hernández.

Producto de la angustia y la desesperación, huyeron montaña abajo mientras se escuchaban los impactos de las balas en los árboles y los gritos de las personas que caían heridas y muertas en estos confusos hechos. Los campesinos asesinados en esta masacre fueron Aldemar Gil Guachetá, de 25 años; Diego Escobar Dorado, de 31 años; Nelson Chacuendo Calambas, de 29 años; Janier Usperto Cortés Mairongo, de 26 años; Jaimen Guanga Pai, de 45 años; Alfonso Taicús Taicús de 32 años e Iván Darío Muñoz Echavarría, de 39 años. Otras 23 personas resultaron heridas.

Iván Darío Muñoz Echavarría había llegado desde el municipio de Valparaíso, departamento del Caquetá, desde hacía 10 años. El 5 de octubre fue uno de los que se acercó a la base de la Policía antinarcóticos buscando el diálogo y recibió los primeros impactos de bala de fusil, que lo tuvieron 17 días en cuidados intensivos en el hospital departamental de Pasto, hasta que, finalmente, murió el 22 de octubre del mismo año.

Iván Darío Muñoz, tomada de redes sociales

El pueblo Awá también vivió la tragedia en carne propia, Jaime Guanga Pai, del Resguardo Indígena Awá de Gran Rosario, y Alfonso Taicus Guanga, del Resguardo Indígena Awá Quejuambi Feliciana, vivían cerca del sector donde se desarrolló la masacre y ese día se habían sumado a las protestas contra la Policía. Según la Asociación de Autoridades Tradicionales y Cabildos Indígenas Awá – UNIPA, ellos «hacen parte de las más de 350 víctimas que en los últimos 15 años ha dejado esta guerra, la cual parece no tener fin. Hoy quedan dos mujeres viudas, niñas y niños huérfanos que son estudiantes de los centros educativos Awá Quejuambí Feliciana».

Versiones encontradas

Según las versiones de lo sucedido aportadas por el Ministro de Defensa de ese entonces, Luis Carlos Villegas, los policías antinarcóticos fueron atacados con “tatucos” (cilindros bomba artesanales) por hombres de ‘Guacho’, quien hasta el momento era una persona desconocida para la opinión pública, de este modo, la Policía abrió fuego para defenderse del hostigamiento. La misma fuente afirmó que los campesinos habían salido a protestar instigados por el Frente Óliver Sinisterra, al mando de Guacho, con el propósito de impedir el avance de la erradicación forzada.

Por su parte, los campesinos aseguran que la Policía antinarcóticos disparó contra ellos cuando estaban desarmados y que, en el lugar de los hechos, no explotaron bombas ni tampoco hubo fuego cruzado, es decir, que la masacre había sido perpetrada por hombres de la fuerza pública.

Si bien el discurso del Ministerio de Defensa giró en torno a la culpabilidad del grupo armado de ‘Guacho’ que derivó en la militarización de Tumaco, la Fiscalía inició investigaciones de manera lenta y reservada que poco a poco le daban más fuerza a la versión de los campesinos cocaleros. De hecho, 100 policías fueron relevados de sus puestos y 14 miembros del Ejército fueron retirados de sus cargos. En el mes de diciembre de 2017, la Fiscalía llamó a imputación de cargos a Javier Enrique Soto García, en ese momento comandante Núcleo Delta de la Policía Nacional, y a Jorge Niño León, entonces comandante del pelotón Dinamarca I del Ejército Nacional, adscrito al Batallón Pichincha de la tercera Brigada.

Transcurrido un año de la tragedia, aún la Fiscalía no ha presentado ante la opinión pública los resultados de su investigación. Las promesas de acciones realizadas por distintos sectores de la institucionalidad, como es el caso del entonces vicepresidente de Colombia, Óscar Naranjo, y el Ministro Villegas no tuvieron eco en la población tumaqueña. La situación del puerto no se ha transformado de manera sensible, al contrario, su militarización profundizó la crisis de legitimidad de la fuerza pública frente a las comunidades y agudizó las tensiones armadas, especialmente en la zona rural.

Grupos armados ilegales

A la compleja situación de legitimidad de la fuerza pública de Tumaco, se le suma la proliferación de grupos armados ilegales. Para el momento de la masacre, el municipio contaba con alrededor de ocho actores armados ilegales en zona rural, tal y como se ve en el mapa de hace un año. Algunos grupos ya tenían presencia en el territorio y se fortalecieron después de la salida de las FARC, otros empezaron a configurarse con excombatientes de los extintos frentes de la guerrilla que operaron en la zona. Así las cosas, la disputa por hacerse a toda la cadena de producción y distribución de la cocaína trajo consigo una oleada de violencia a toda la Costa Pacífica nariñense.

Hoy la situación de seguridad ha cambiado. En la cabecera municipal de Tumaco el Clan del Golfo y Gente de Orden han logrado capturar la criminalidad en favor de sus intereses. En la zona rural de Tumaco el Frente Óliver Sinisterra y Guerrillas Unidas del Pacífico han logrado hacerse al control de territorios, economías ilegales y rutas, y también dieron inicio a una confrontación por la hegemonía de las rentas.

El Ejército ha realizado distintas operaciones en la Costa Pacífica nariñense, como la baja de alias ‘David’, cabecilla de Guerrillas Unidas del Pacífico y, según sus versiones, también hirieron a ‘Guacho’, lo cual tuvo gran impacto mediático, pero nunca apareció su cuerpo ni una fuente adicional al Ejército que pudiera constatar la información. Sin embargo, las múltiples incursiones armadas de la fuerza pública no han transformado la situación de zozobra de las comunidades ni los grandes problemas de fondo que padece el municipio, es más, habiendo una crisis de legitimidad de las instituciones policiales y militares, éstas se leen como un actor más del conflicto debido a los ataques constantes a la población civil.

En resumen, ha pasado ya un año de la masacre del Tandil y el Estado ha realizado compromisos con la población tumaqueña que ha incumplido de manera sistemática, entre ellos, los retrasos en pagos y asesorías técnicas del PNIS con el propósito de sustituir la coca, sin contar que los raspachines no han sido tenidos en cuenta. La Fiscalía, por su parte, o no ha tenido interés en investigar o los resultados que tiene van en contravía de la institucionalidad. Es difícil de creer que un pueblo que ha sido olvidado y constantemente victimizado sea también víctima de una Policía al servicio de intereses ajenos a las comunidades, más complejo aun cuando son estas las instituciones encargadas de “velar por la seguridad de los ciudadanos”.

A un año de la masacre, la violencia Estatal en respuesta de la violencia que, al parecer él mismo provocó, no ha tenido ningún impacto en la seguridad de los tumaqueños, al contrario, se agudizan las tensiones entre comunidades y fuerza pública por acciones tan absurdas como la aspersión aérea con drones. Es necesario replantear las estrategias del Estado en el territorio que deriven en una presencia social que pueda, en medio de la diversidad, articularse a los procesos locales y buscar vías de desarrollo desde las trayectorias de sus comunidades. Tumaco no necesita más violencia, necesita agua potable, necesita servicio de energía de calidad y no mediada por carteles políticos, necesita salud, educación y oportunidades para los y las jóvenes. Recordamos a los campesinos víctimas de la masacre de El Tandil y esperamos que la Fiscalía y el Estado también lo hagan.

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