Por: Guillermo Linero
Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda
Viajando en el Trasmilenio escuché a una señora decirle a un joven que pedía monedas: “¿y para cuándo eso de vivir sabroso?”. Se lo dijo con burlesca acidez, cansada ella misma de su propia pobreza y motivada por el contraste entre el discurso de tristes miserias de aquel joven y el estampado de su camiseta, que llevaba el rostro sonriente de Francia Márquez y —como un chispazo parrandero— la frase: “¡A vivir sabroso!”.
Lo que por mi parte observé en dicha escena cotidiana fue cómo el contenido promisorio de aquella frase había despertado esperanzas de gozo en la población y esperanza en el nuevo gobierno. Se develaba también que la gente, afectada por la frase “vivir sabroso”, se ha creado el imaginario de una posible vida –digámoslo en concordancia con el término sabroso– sazonada, llena de matices y, por supuesto, una experiencia de vida no solamente grata al sentido del gusto, sino también a los demás sentidos.
En fin, la población común y corriente se aferró ilusoriamente a la opción de una vida deliciosa, deleitable al ánimo. Una vida con mucho salero, amena, entretenida y divertida. Se imaginaron, quizás muertos de la risa, en medio de la música y del baile. Se imaginaron una vida melodiosa, no una vida quejosa como la estampa del Trasmilenio. En fin, visualizaron una vida sin molestias y sin esfuerzos.
Coyunturalmente, a los opositores del gobierno de la inclusión, tal imaginario social les ha resultado propicio para decir que tras la mentada frase hay una descarada estrategia que busca vivir a costa del trabajo ajeno. Y tienen razón, si así fuera, si ese fuera el cielo prometido; pero la vicepresidenta Francia Márquez lo que ha explicado de su frase eslogan es que vivir sabroso: “se refiere a vivir sin miedo –es decir, dejar de ser perseguidos por su condición de líderes sociales, por pertenecer a minorías étnicas, por reclamar tierras que les pertenecen, o simplemente por pensar distinto a los poderosos–, se refiere a vivir en dignidad –es decir, con respeto por los valores de las comunidades y de los individuos, sin humillar ni degradar a nadie–, se refiere a vivir con garantías de derechos –es decir, ejerciendo la ciudadanía bajo el amparo de los derechos fundamentales consignados en la Constitución Política–”.
De tal suerte, la esencia del eslogan de la vicepresidenta no es el derroche de la libertaria “social bacanería”, sino simplemente el equilibrio de los asuntos de la vida. Si nos esforzamos es para conseguir un beneficio, no es para seguir esforzándonos como nos ha ocurrido en el país de las inequidades. No obstante, vivir sabroso es una ocurrencia de la civilización social.
Desde la polis de los griegos y desde la cívis de los romanos, hasta nuestro concepto actual de estados nacionales, vivir sabroso ha sido un propósito colectivo. La palabra que mejor define a este concepto es sin duda la palabra felicidad. La felicidad, como los filósofos la expresan, como un estado de plenitud de la esencia. Y por supuesto, el horizonte hacia el cual apunta la vida humana.
La felicidad es muy concreta, porque significa tener algo. La propiedad, la posesión de bienes, pero también lo que pocos observan desde esa dimensión de ambiciones materiales: la felicidad en razón de poseer conocimientos y virtudes. Con todo, aun siendo la felicidad, a la cual nos referimos, una fiesta y placer de orden social, esta es también un estado subjetivo, y conseguirla no depende de las decisiones individuales. Para poder vivir sabroso hay que contar con que nos lo permitan los demás.
Paradójicamente, siendo la felicidad un estado subjetivo –algo muy personal–, se moldea de acuerdo a la estructura sicológica, a los modos y maneras de pensar y de actuar de una época y de una sociedad entera, y lo hace con las características morales, religiosas y sociales que el medio social precisamente imprime en cada individuo.
La felicidad y el goce se pueden plantear para todos como cuando se invita a una fiesta privada o pública, como cuando se convoca a un matrimonio o a una feria de pueblo. Hay un punto de partida y es la voluntad de conseguir la felicidad para todos los reunidos; pero sabemos que en la fiesta también están participando personas al margen de tal beneficio; porque, siendo los atendidos, no se encuentran emocionalmente dispuestos, o porque se encuentran allí especialmente para que la fiesta ocurra. Bien porque disponen los manteles, porque desde temprano alistan y preparan los alimentos o porque pican el hielo y sirven los tragos.
Curiosamente, dentro del pensamiento filosófico de Aristóteles, la felicidad se entiende como aquella emoción que surge de la realización activa del hombre, la que proviene de su trabajo tanto como de su razón. La felicidad de quien ve el producto de lo que ha realizado, igual como lo ve el músico que trabajando para que ocurra la fiesta ajena, de pronto se abstrae buenamente viendo bailar a los invitados.
Lo cierto es que la felicidad no debe considerarse como una forma de vida. Hemos escogido, por ejemplo, al presidente Petro y a la vicepresidente Francia Márquez por la promesa de fomentar y participar de una sociedad dispuesta a la producción y a conseguirlo en paz. De hecho, el propósito de una paz para todos y el ambiente que tal promesa despliega, es abono para la consecución de la felicidad alcanzable. La felicidad ocasionada por ver a los campesinos de vuelta a sus tierras y trabajándolas sin patrones malsanos, sin terratenientes déspotas, sin presiones paramilitares o guerrilleriles, y con la asistencia –no la persecución ni el despojo– del Gobierno y las fuerzas militares.
Esa es la felicidad que en términos de organización social hemos añorado los colombianos. No la felicidad sobrenatural, fomentada desde Santo Tomás y San Agustín, que la concibieron perteneciente a la visión de Dios, y como tal trasmitida solo por Revelación. No esa felicidad, ni la del filósofo Kant –que la independizaba del entendimiento–, sino la de Francia Márquez que consiste en tener un trabajo, vivir sin ser perseguido, crecer en conocimiento y hacer parte de una sociedad civilizada, productiva y sensible.
*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.
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