Por: Luis Eduardo Celis. Columnista Pares.
Acabamos de cumplir 201 años de vida republicana y el próximo año cumplirá 30 años la Constitución Política, que trae el mandato de un Estado Social y de Derecho. En estos 201 años no hemos logrado aún ser una república integrada en la medida que falta mucho Estado y mucha ciudadanía, y aunque la Constitución del 91 fue un gran avance en la construcción de un orden institucional de la democracia, aún falta mucho para hacerlo realidad en el 100% del territorio y en el conjunto de la sociedad colombiana.
Tenemos muchos rezagos en todos los órdenes: una riqueza que se concentra de manera grotesca, unas prácticas de exclusión en todas las dimensiones: racismo, clasismo, una cultura patriarcal, una depredación de la naturaleza, unos ejercicios de la política, cruzados por mafias, violencias, corrupciones, un saqueo de los recursos públicos, un descrédito frente a las instituciones estatales y una cuestionada clase política. Todo esto en medio de una sociedad donde los derechos no son derechos, sino mercancías en compraventa.
Estos enormes desafíos se dan en una sociedad que ha vivido unas dinámicas de violencia aún no superadas. Violencias que han infringido profundos desgarros y una barbarie no lo suficientemente comprendida en sus motivaciones, sus protagonistas, sus lógicas. Todo ello hace que la dura mano de las violencias, desarrolladas por defensores y retadores de un orden social, sea una pesada carga que hay que aliviar en un proceso de justicia, de reparaciones, de construcción de verdades, de garantías de que esto no volverá a ocurrir. Todos estos enormes desafíos están en curso en la sociedad colombiana.
Las élites políticas que han gobernado este país, y donde recaen las mayores responsabilidades del estado actual de la nación, tienen dos variantes: hay una élite de mayor tradición que desde el siglo XIX construyó dos identidades políticas que emularon durante ciento cincuenta años de manera exclusiva, y cerraron el espacio de participación y representación política a terceras fuerzas. Desde mediados de los años 50 del siglo pasado, hicieron una manguala para controlar el poder y eso fue más que evidente y aberrante en el periodo del Frente Nacional. Ese bipartidismo tuvo, y aún tiene, sus responsabilidades en los múltiples ciclos de violencia. Allí están las viejas élites.
Y hay unas nuevas élites amalgamadas con la tradición bipartidista, pero diferenciadas en los últimos 18 años. Esas nuevas élites son el producto de seis décadas de narcotráfico ya que no hay dinámica económica sin representación política, y si la vieja élite política está ligada al café y al desarrollo de tres décadas de industrialización y de un desarrollo económico que en alguna medida se ha beneficiado de los capitales narco, en los últimos años hemos tenido un proceso de diferenciación de estas dos poderosas élites políticas. Esto ha quedado más que evidente en la dura pelea entre los expresidentes Santos y Uribe, que pueden ser las cabezas más notorias de estas dos élites.
Hay una tercera élite política que se viene conformando en el último medio siglo, y es una élite que representa los intereses y las lógicas de los que nunca han tenido el poder en el país, los populares, donde están las grandes mayorías del país nacional que llamaba Gaitán. Allí están los desheredados de derechos, el mundo campesino, indígena, afros, las barriadas, los jóvenes sin educación ni trabajo, las clases trabajadoras vapuleadas, el referente político de esta nueva élite es Gustavo Petro, que en las pasadas elecciones logró el 44% de los votos, cifra nunca antes alcanzada por un representante del discurso popular y de rupturas.
Hay en curso una dura confrontación entre estas élites. La republicana que representó hasta los años 30 la modernización del país y se la jugó por el acuerdo de paz con las FARC con el propósito de cerrar esta larga confrontación y darle nuevas posibilidades a la economía. El presidente Santos siempre fue claro: “Esta paz es un buen negocio” y por supuesto se le abona su compromiso ético con la vida y con cerrar “La fábrica de víctimas”, como bien lo señaló la candidata presidencial Clara López Obregón en la contienda del 2016.
A este propósito de paz se ha opuesto el uribismo, una fuerza social y política beneficiaria directa de estas seis décadas de violencia. En esa orilla están los despojadores, los que han negociado con mafias y paras, como bien quedó demostrado en el proceso de la parapolítica; allí están los que le huyen al reconocimiento de responsabilidades en la amplia barbarie, los que se sitúan en un pedestal de inocencia y legalidad, siendo que sus manos están llenas de sangre inocente y se niegan a un ápice de reconocimiento, en tanto los otros responsables de barbaries y sangre, las FARC, están compareciendo ante un tribunal de justicia y reconociendo sus responsabilidades.
Vivimos un periodo político donde los viejos poderes, responsables de muchas de nuestras carencias y déficits de democracia, se debaten entre el silencio y grandes operaciones de impunidad, a la par que hay dinámicas de acción desde el mismo Estado, donde el sistema judicial debe afrontar su tarea de judicializar a los responsables de crímenes e ilegalidad. La punta de ese iceberg es el proceso judicial en el que está incurso el expresidente Álvaro Uribe, cabeza y líder de los que se niegan a asumir cualquier responsabilidad de unas violencias que los involucran, ya veremos cómo evoluciona este proceso.
Si queremos avanzar en convivencia, derechos, asumir los desafíos ya mencionados, hay que derrotar al uribismo, lo cual implica una alianza entre la élite republicana de vieja data y las nuevas élites populares; tarea difícil, que tendrá en las elecciones del 2022, un nuevo desafío y oportunidad.
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