Por: Laura Bonilla, Subdirectora de Paz y Reconciliación
Lo peor que le puede suceder a un líder es cuando la mayor parte de su equipo permanece en silencio. Es como si le pusieran una venda en los ojos. Nadie es infalible y, aunque el ego pese, uno siempre necesita que alguien le señale las cosas que no está haciendo bien. Escuchar y tomar decisiones es, tal vez, una de las tareas más difíciles de la humanidad.
El gabinete presidencial está en tensión. Las cosas no avanzan al ritmo que el presidente desea. A él no le gusta que lo tilden de mal ejecutor, especialmente después de un año y medio de gobierno, tiempo en el que soñaba con cambios mucho más contundentes. Además, en Colombia, las expectativas sobre los mandatarios son desmedidas. Es cierto que el presidencialismo es fuerte, pero está muy lejos de ser todopoderoso. En su frustración, llama la atención de su gabinete y prioriza a aquellos que lo defienden a toda costa, como el canciller Leyva o Daniel Rojas de la SAE. Sin embargo, Gustavo Petro no es un líder centrado en el cómo se hacen las cosas, y en un momento de paranoia generalizada, poca gente siente confianza para avanzar con el plan de gobierno.
Aunque hay promesas que se han cumplido, otras van muy retrasadas. Aquellos que critican la baja ejecución en agricultura deberían revisar nuevamente las cifras, ya que no es verdad que tenga un mal desempeño. Incluso, a pesar de las trabas burocráticas, se ha avanzado más en un año y medio que en los ocho años anteriores. La prueba está en que, incluso con un aumento en el precio de la gasolina, los alimentos tienden a la baja y la inflación da un respiro. Este alivio es crucial para que el presidente pueda brindar tranquilidad. La macroeconomía va por buen camino, y Colombia se mantiene estable.
Entre las promesas retrasadas se encuentran, por supuesto, las reformas y algunos programas que podrían haberse ejecutado mejor o, al menos, con mayor celeridad. La paranoia que rodea al gobierno le impide ver que, muchas veces, puede aumentar su base de aliados entre funcionarios, líderes de opinión y organizaciones populares que llevan décadas esperando atención. No sería complicado poner en marcha el Fondo Colombia en Paz, que registra una de las peores ejecuciones gubernamentales, y así proporcionar alivio inmediato a las comunidades afectadas por la guerra y la violencia organizada. Lo mismo se podría hacer para revitalizar la dignidad de la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos, tan necesaria hoy en día para proporcionar tranquilidad y una línea política clara para la disminución de los indicadores de violencia.
La posición del presidente no es fácil porque tiene razón. El Ministerio Público, que debería estar orientado a la provisión de justicia y a la protección de los Derechos Humanos, se ha convertido en el refugio de clientelistas que no lograron negociar con el gobierno nacional, lleno de burocracia ineficiente y ejecutando diligentemente el presupuesto de inversión en contratos de prestación de servicios, al mismo tiempo que ejercen su poder como operadores políticos. Francisco Barbosa, Margarita Cabello y Carlos Camargo están hoy muy lejos de su rol original.
El problema del presidente no es tener la razón. Es evidente que ningún mandatario, ni siquiera el expresidente Uribe, ha estado bajo una atención tan intensa. Sin embargo, la paranoia lo lleva por un camino que él conoce bien y que no produce resultados positivos. Cuando hay silencio y uno siente que todos le dan la razón, es necesario desconfiar de inmediato, porque se corre el riesgo de conducir un coche de fórmula 1 con los oídos y los ojos tapados. El llamado del presidente es necesario para preservar la institucionalidad, pero en esto necesita mucha gente y el enroque no es una buena estrategia.
Quiero aprovechar este último párrafo para despedirme con amor de mis colegas y de Oscar Sevillano, mi editor en Confidencial Colombia, quien generosamente me ha abierto sus puertas. Continuaré con mi espacio de opinión y análisis en mi casa, Pares. Esperen novedades muy pronto.
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