Patrimonio de la ciudad de Bogotá
- María del Rosario Laverde
- hace 1 día
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Por: María del Rosario Laverde

Serían un poco más de las siete de la mañana cuando mi hermano fue empujado contra la pared del baño por una ráfaga de viento inexplicable, yo, desde mi cama lo vi caer. Segundos después, ambos sentimos a mi madre correr asustada preguntándose, igual que nosotros, qué era ese sonido infernal que venía de afuera, teníamos la certeza de que si abríamos la cortina, veríamos desde nuestra ventana, que daba al parque del barrio, un avión caído en mitad de la cancha, pero no fue así: los vidrios de todos los apartamentos de Colseguros cayeron durante varios minutos empujados por la onda explosiva de la bomba del DAS, aquel memorable ataque perpetrado por Pablo Escobar. Durante algo más de un año debimos acostumbrarnos a oír el martilleo de los empleados de las vidrieras que se dedicaron a reconstruir las ventanas de los más de 500 apartamentos del barrio.
Siempre quise conocer el mundo, pero pocas veces consideré irme de Colseguros, me encantaba la idea de volver porque eran pocos los lugares que me daban la sensación de hogar que sentía aquí, desde donde escribo estas líneas. Y aunque me fui por más de veinte años, la vida me trajo de vuelta.
Personajes como Jaime Pardo Leal o mi padre, Hugo Laverde, le imprimieron a Colseguros una personalidad mítica que lo acompaña aún. El lugar, construido en los años sesenta, es un referente patrimonial de la ciudad, pariente cercano de Usatama y el Centro Nariño. Quienes crecimos acá hacemos parte de una fraternidad invisible que nos conecta de por vida.
El sonido del tren de las cinco de la tarde, y el de la fábrica Andina, y su olor, que aún se asoman en un edificio fantasma que se resiste a ser devorado por la memoria, son nítidos recuerdos con los que se convive a gusto.
Durante mi adolescencia, el fenómeno Cedritos hizo que los padres de muchos de mis amigos más cercanos eligieran subir de estrato, viviendo en el norte, y fueran dejando atrás la vida paradisiaca que habíamos compartido, cortando de raíz algunas amistades que se suponían eternas. Aunque debo decir que yo era más espectadora que partícipe de aquella vida y Colseguros me gusta más hoy, que se ha convertido en un lugar habitado sobre todo por desempleados como yo, adultos mayores y perros. Hoy, que para los que se fueron y para algunos nuevos habitantes o visitantes, el verde de este lugar, el tamaño de los apartamentos, comparado con las cajas de fósforos tan populares, y la ubicación en la ciudad, no tienen igual.
Recuerdo a Colseguros sin rejas, regentado por padres que no ponían en duda la seguridad de sus hijos, hijos con varias mamás y varios apartamentos, siempre de puertas abiertas. Recuerdo a Rafa, nuestro primer muerto de la violencia; el horror.
Recuerdo a mi padre, abriendo sus brazos desde la esquina, inclinando sus rodillas, para que yo lograra alcanzar su grandeza y él pudiera levantarme por los aires al llegar de trabajar. Esperarlo era la felicidad materializada.
Su pérdida, y la de mi familia entera, son los ladrillos que sostienen el edificio que soy y el edificio que habito.
El plus de Colseguros hoy es un mall construido a pocos metros suyo, con todos los servicios que alguien puede necesitar, excepto una librería, carencia lamentable, pero no le quita que nosotros, los que volvimos para quedarnos, no tenemos que exponernos al caos vehicular de la ciudad porque aquí tenemos todo; bueno, casi todo.

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