La crueldad de Martín Sombra con Íngrid Betancourt mientras fue su carcelero
- Redacción Pares
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Por: Redacción Pares

Llevaba unos días hospitalizado en el hospital del Tunal, al sur de la ciudad de Bogotá, y pocas personas lo sabían. Se llamaba Elí Mejía Mendoza, pero le decían “Martín Sombra”. ¿Recuerdan las imágenes de los secuestrados pudriéndose en la selva a comienzos de este siglo? El autor intelectual de esta barbarie era el Mono Jojoy, pero el autor material fue Martín Sombra. Hasta para los más veteranos guerrilleros de las Farc, era demasiado cruel.
Él fue uno de los comandantes de esa guerrilla cuya libertad generó más indignación entre las personas que estaban en contra de los acuerdos de paz con las FARC. Se había entregado en el 2008 y quería colaborar en la JEP. Pero en el año 2020, fue detenido en el barrio Molinos, acusado de haber secuestrado al ganadero Samuel Estupiñán en 2017. Otra de sus acciones, en donde mostró su crueldad, fue en la masacre de Mapiripán, que históricamente se les atribuyó a los paramilitares, pero, en realidad, se habría tratado de un ataque por parte de 150 hombres que estaban al mando de Sombra.
Sin embargo, a este comandante se le conoció, sobre todo, por haber sido el carcelero de Íngrid Betancourt. Esta fue su historia:
La primera vez que Ely Mejía Mendoza mató a una persona, tenía diez años. Vivía con su familia en Herrera, su pueblo, el cual era asolado por Golo, un bandolero temible. Era negro y medía casi dos metros. En sus asesinatos era violento y se solazaba cortando orejas, las asaba y las atesoraba como joyas.
Todo esto fue así, hasta que el negro comenzó a meterse con los suyos. Y un día no titubeó, citó a Golo cerca de una cascada. Desde detrás de una roca, el pequeño Ely le apuntó a la cabeza con una escopeta y disparó. Golo cayó al suelo sin emitir una sola queja de dolor. Desde esa época, a Ely le pusieron Sombra, Martín Sombra.
Con ese nombre lo conoció Manuel Marulanda Vélez, el único hombre por el que ha llorado, al que quiso, según dice, más que a su papá. Durante 40 años estuvo cerca suyo en las Farc, le rendía cuentas. De Sombra se sabe por los relatos, llenos de dolor, de Íngrid Betancourt en cautiverio, los cuales recuerda en sus memorias No hay silencio que no termine, y de su propia voz por las entrevistas que le dio al programa La Noche de NTN 24 cuando estaba detenido en La Picota.
De Martín Sombra se supo cuando el 1 de septiembre de 2003 recibió por orden de Manuel Marulanda y de la mano del comandante del Bloque Sur, Joaquín Gómez, a los secuestrados más valiosos para las Farc: Íngrid Betancourt, Luis Eladio Pérez, el general Mendieta, Clara Rojas y el grueso de políticos. Debía cuidarlos.
Había demostrado su tenacidad en la selva: escapó sin rasguño a cuarenta operaciones del Ejército; sobrevivió a los bombardeos más terroríficos de la Fuerza Aérea sobre el Bloque Oriental, como fueron los de Yarumo, Cárcel Segura, Arenales, La Bula, Aguas Muertas y La Virgen. Don Manuel confiaba en él en un momento crítico de la guerra, cuando tenían a las fuerzas militares encima por órdenes del presidente Álvaro Uribe Vélez.
A Íngrid Betancourt le impresionó de Sombra, a quien conoció al lado de un gran río, sus brazos cortos, su barriga prominente y “sus manos de carnicero”. Vivía rodeado de mujeres, mucho más jóvenes que él. Al principio era atento, comedido, casi que amable. Luego su crueldad se volvió incontenible. Era como el monstruo de la noche.
Un día se le dio por darle una serenata a Íngrid y a Clara Rojas, a quienes en ese entonces mantenía juntas. Se rasuró la barba crecida, se quitó el camuflado y se vistió con una camisa caqui de botones templados, a punto de estallar. Era su traje de gala.
Ordenó traer unos cilindros de gas para que se sentaran los secuestrados. Lo acompañaba alias Milton, uno de sus guerrilleros de confianza a quien le ordenó empezarla a tocar. El muchacho, alto, huesudo, lo hacía bien, así el miedo se le notara en la palidez en la cara.
Sombra lo siguió en una de esas carrileras revolucionarias, mal construidas y torpes con las que querían emular a la nueva trova cubana. Sin sentido del ritmo su voz ahuyentaba incluso a las criaturas del bosque. Sin embargo, cuando Milton terminó su recital la reacción fue otra, recibió unos aplausos que desataron la furia de Sombra.
Era temible, en palabras de Íngrid en su libro No hay silencio que no termine: “Detrás del ogro que le producía miedo a todo el mundo, descubría a un hombre que me inspiraba compasión, tal vez porque era incapaz de tomarlo en serio. No podía tenerlo miedo ni mucho menos odiarlo. Claro, comprendía que este hombre era capaz de una gran maldad, pero esa maldad era su escudo. Era malo para que no lo creyeran un imbécil”.
Despiadado. De hecho, fue suya la idea de las jaulas de alambres de púas, a donde fueron confinados decenas de policías y militares secuestrados, cuyas imágenes recordaban los campos de Treblinka y Auschwitz.
Al mes de estar bajo poder de Sombra, el Mono Jojoy en persona le entregó la joya de la corona: los norteamericanos Thomas Howes, Keith Stansell y Marc Gonsalves.
No obstante, el cerco de Uribe los fue asfixiando. Los seis meses de caminata los fueron agotando: un niño, Emanuel, llorando; Íngrid enferma de una crisis hepática cargada en una hamaca; el odio concentrado de 150 guerrilleros obligados a cuidar a unos secuestrados inermes a quienes no podían dejar morir y mucho menos recatar por unos militares que cerraban el cerco en su recorrido hacia Chiribiquete, la reserva natural enclavada entre Vaupés y Putumayo. Era noviembre de 2004.
Sombra siguió en el monte hasta mediados de 2008. Lo detuvieron en una salida a Saboyá en Boyacá en la mitad del segundo gobierno de Álvaro Uribe. Permaneció nueve años preso. Traicionó a la guerrilla en la que permaneció 41 años. Delató y contó secretos de guerra que las autoridades guardan. No solo se acogió a la Justicia Especial para la Paz (el tribunal de la JEP), sino que se declaró víctima de la guerrilla y así salió libre en el 2017. Fue preso en el 2020 y luego volvió a salir libre. Hoy su vida se apagó en el hospital del Tunal. Para haber tenido una vida tan agitada tuvo una muerte demasiado tranquila.