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García Márquez en París: una temporada en el infierno

Por: Iván Gallo


Foto tomada de: CaracolRadio


Contaba Gabo que una vez, de lejos, en una tarde lluviosa de primavera, alcanzó a ver a Ernest Hemingway caminando en París. En ese momento, 1957, Gabo pasaba sus horas más bajas. El periódico en el que trabajaba, El Espectador, había cerrado en Colombia por orden de un dictador. Se había quedado aislado en la ciudad donde todos los jóvenes llegan con la esperanza de convertirse en escritor. Uno de sus ídolos literarios era Ernest Hemingway. De él había aprendido técnicas que le sirvieron toda la vida. Una de ellas era no detener el trabajo diario hasta saber cómo se debe continuar al otro día. Y que toda novela terminada dejaba de tener importancia “Era un león muerto”. Lo que no había aprendido era lo duro que era París. Cuando se quedó sin un franco, Gabo vivió de la buena voluntad de sus amigos. Pero de eso ya lo hablaremos. Ahora, contemos uno de sus pocos momentos felices en esa ciudad.


Gabo sabía que uno de los cafés favoritos de Hemingway – a quien llamaba Papa- era la Closerie des lilas. Allí se apostó y una tarde lo vio de lejos, se destacaba con su 1.83 metros de estatura y su barba blanca. Gabo quedó paralizado, como un adolescente hoy en día viendo caminar a Taylor Swift y tan sólo atinó a gritarle con todas las fuerzas “¡Maestro!” y el autor de Adiós a las armas respondió “Adiós” y así termina uno de los pocos momentos de alegría que había tenido Gabo en la ciudad de los escritores.


Gabo había llegado a París después de haber convencido a Guillermo Cano para que le permitiera hacer una estadía en Europa y enviar noticias desde allá. Estuvo en Roma, en donde conoció a Cesare Zavattini, el guionista que se inventó el neorrealismo con joyas como Ladrón de bicicletas, sobre la que García Márquez había escrito alborozado. Allí también conoció a dos amigos de toda la vida, el argentino Fernando Birri y el fotógrafo Guillermo Angulo, quien hoy tiene una vida apacible en su orquidiócesis en Choachí. De Roma pasó a París y uno de sus contactos en la ciudad era Plinio Apuleyo Mendoza. Tenían una amistad incipiente. Se habían conocido años atrás en Bogotá y el de Aracataca no había dejado su mejor imagen. Mendoza lo consideraba pedante, acartonado, demasiado pegado de sí mismo. Un escritor, para no sucumbir, debe tenerse la fe del boxeador. En París cambió la energía. Pasaban tardes juntos. En una de ellas pasaron por un puesto de periódicos y vieron un titular. El general Rojas Pinilla, entonces dueño y señor de Colombia, había ordenado el cierre de El Espectador. Gabo no le dio importancia a la noticia, como si no supieran que los cheques dejarían de llegar. Y los cheques dejaron de llegar.


Su único consuelo fue haber conocido a una aspirante a actriz, la española Tachia Quintanar. En Colombia lo esperaba ya Mercedes Barcha, pero Gabito tenía 30 años y estaba solo. Y Tachia era todo lo que anhelaba un joven novelista. Vivieron horas amargas. El amor sin dinero es más difícil. Hubo un embarazo, una pérdida, un rompimiento. Gabo perdía las fuerzas. Tenía amigos colombianos que de vez en cuando lo invitaban a fiestas copiosas. El pintor German Vieco vivía una realidad completamente diferente en París. Pero nunca le pidió un peso hasta que la cuenta del hotel de Flandre se desbordó y Vieco le tuvo que firmar un cheque.


La situación se extendió más de un año. Desde Colombia Cepeda Samudio y los muchachos de La Cueva, le enviaron una postal. Tenía unas palmeras, el sol, y el invierno endurecía aún más los corazones de los parisinos. Gabo tenía hambre y la postal decía, socarrona, “Tú mamando frío y nosotros chupando ron”. Gabo estalló, en vez de enviar dinero, pensó. Arrugó la postal. La tiró a la basura. Un par de horas tocan la puerta, era la portera, traía otro cable. “Como eres bruto debes saber que hay 100 dólares entre la postal”. Desesperado Gabo bajó los seis pisos sin ascensor, buscó donde se arremolinaba la basura ya al borde de la congelación y cuando perdía la esperanza encontró la postal.


Gabo estaba en una situación muy parecida a la que estuvo su abuelo el coronel Nicolás Márquez años después de la Guerra de los mil días, cuando esperó durante años la pensión que le tenía que entregar el gobierno. Él esperaba en la buhardilla del Hotel de Flandre, a diario, que algo lo salvara. Lo único que llegó fue una idea, la de escribir El coronel no tiene quien le escriba. Si uno necesita entender la desesperación de García Márquez en sus años parisinos la encuentra en ese viejo coronel, aferrado a no vender lo único que tiene, un gallo de pelea herencia de su hijo, que era el único sostén del militar y su esposa, y a quien mataron tan joven. Cuando lo terminó y la envió a las editoriales no la encontraron tan genial como el autor creía. Había que esperar. La gloria llegaría una década después con la historia de los Buendía y México. Pero ese es otro capítulo.


Gabo pudo devolverse a Colombia. Sus amigos le consiguieron un pasaje de regreso pero él lo canjeó por francos. Quería intentarlo en Francia pero los dos años que estuvo, soportando el frío, el hambre y una deuda en un hotel que crecía con los días, hicieran que el rechazo que tuvieron novelas suyas escritas en ese periodo, como La mala hora y El coronel, le dolieran como una puñalada en el corazón. Después vendría su aventura con Plinio por los países de la Cortina de Hierro, su regreso a Colombia, su ida a México y la gloria con Cien años que le quitó la máscara de farsante a todos los editores latinoamericanos: Gabo siempre fue Cervantes y nadie se dio cuenta.


Pero eso, eso es otra vida y no nos corresponde relatarlo en este relato corto. Gabo y París siempre tuvieron una relación complicada a pesar de que cuando la fama y el dinero bajaron del cielo compró un piso allá. Cien años no deslumbró a los franceses como sucedería en otros países. La razón que encontró García Márquez ante este desdén fue que a los franceses se los había tirado descartes y su pensamiento lógico, pensar que habían sido tan felices cuando creían en su realidad pantagruélica, en el universo desbordado de Rebelais.


Igual los franceses creyeron pagar una deuda con Gabo cuando bautizaron una plaza con su nombre en el Barrio Latino, cerca a donde vivió sus penurias, pero ya era tarde. Todos ya estábamos muertos. 

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