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El odio, la venganza, la verdad y el perdón

Por: Guillermo Linero Montes


Tanto en los años de Nelson Mandela en África, como en el presente de nuestro país, las víctimas del conflicto político -aquellos a quienes les arrebataron las tierras, les secuestraron sus familiares, les asesinaron sus padres y sus hijos, y les violaron sus mujeres- esa sociedad desplazada a la cual se le aúpa, casi con sorna, por ser resiliente, nunca se le ocurrió, ni a los africanos víctimas del apartheid ni tampoco a los colombianos víctimas de la violencia, tomar partido por la venganza.


Cosa distinta ocurre con la tradición de los verdaderos enemigos de la paz, los directos causantes de los males en Colombia, porque siempre han justificado sus maldades enarbolando la venganza como un derecho natural. Mientras que a las víctimas -casi siempre agredidas por razones tan injustificadas como inciertas- no les interesa la venganza, sino el conocimiento de la verdad.


Al parecer, la verdad está tan ligada a la esencia de los seres humanos, que vivir sin ella es un insoportable desasosiego. Una suerte de nerviosa inquietud, comparable al misterio de la existencia: “de dónde venimos”, “quiénes somos” y “para dónde vamos”. De tal suerte, ante la angustia de no tener respuestas acerca de las razones por las que fueron desaparecidos sus seres queridos, y cuando estos aparecen muertos, es natural que en calidad de dolientes expresen su interés por saber qué les ocurrió durante su ausencia.


Esa necesidad de conocer los detalles de los hechos –algo que podría verse como la pretensión de agregarle más horror al horror- lo expresan como una necesidad vital por conocer la verdad. Muchas madres que hacen parte de las víctimas del conflicto en Colombia, cuando reciben la noticia de que fueron hallados los restos mortales de sus hijos -de quienes ya intuían su muerte- manifiestan experimentar un alivio espiritual, porque tal hecho fundado en una verdad tangible les da al menos un respiro para sentarse a esperar su propia muerte. Con todo, lo cierto es que, sin resiliencia ni nada parecido, muchas de esas madres, habiendo perdido a sus seres queridos en circunstancias atroces e injustas, ya no quisieran alentar nada que signifique vida.

Si bien la resiliencia es un esfuerzo benévolo de las ONGs, lo cierto es que también constituye una estrategia malévola de los gobiernos que atenúan sus barbaridades con remedios placebos. La realidad es que nadie, luego de haber sido maltratado tan hondamente, vuelve a ser el mismo, ni lo mismo. No obstante, toda esa numerosa población de víctimas, se ha bebido la hiel del odio y no ha pensado ni piensa nunca en la venganza, porque de haberlo hecho, el país sería hoy una escombrera gigantesca.


De hecho, si como resultado del odio y la venganza ha quedado el país como ha quedado, no vale la pena imaginarse cómo quedaría si las víctimas decidieran actuar con la misma ceguera que los promotores de la guerra, quienes justifican sus impulsos animales porque les mataron al tío o al papá.


Esa noble actitud de las víctimas de preferir la verdad antes que la venganza, podría interpretarse como un perdón; sin embargo, basta pensarlo racionalmente para saber que el perdón sólo surge cuando ha desaparecido absolutamente el recuerdo de lo vivido amargamente, cuando sobre ese recuerdo se ha posesionado el olvido y cuando los hechos atroces se han reducido a datos en la memoria histórica. El odio y la venganza como herencias no duran menos de tres generaciones, de no ser así, ya los suramericanos, por ejemplo, habríamos aplastado a España por lo que hicieron los conquistadores a nuestros antepasados.


El odio y la venganza, siendo emociones humanísimas las padecen todas las personas; pero no todas son capaces de controlarlas, pues estas suelen activarse con inmediatez de resorte. El perdón en cambio se forja lentamente y suele concretarse cuando ya se ha agotado el dolor y se ha desdibujado lo que atizaba al odio y a la venganza. De hecho, la gran confusión que tiene el país ante la hipótesis de que pueda perdonarse a los corruptos, así como se ha perdonado a muchos criminales, se debe a que estos en la viva realidad de sus acciones, aunque presos, están disfrutando el botín de sus pilatunas, y si algo demuestran es su distanciamiento de la verdad y del arrepentimiento; es decir, no hay todavía espacio para la justificación del perdón.


Pienso ahora en la iglesia y en sus peticiones de perdón, porque siempre las han manifestado muchos años después de cometidos sus actos de barbarie. Por ejemplo, se tardó 400 años para pedir perdón por quemar vivo al filósofo y teólogo Giordano Bruno y pese a ello piden a las sociedades que perdonen a sus victimarios en tiempo presente, es decir, justo cuando son imperdonables. No en vano, los más duros críticos de la iglesia, les cuestionan su promoción del perdón, diciendo que lo hace más con la intención de proteger a los victimarios -de corriente sus mejores benefactores y aliados- que con el fin de cristianizar aliviando el dolor de las víctimas.


Sea como fuere, el perdón no ha tenido que legislarse porque no implica obligación y es un derecho intrínseco a cada quien, como desafortunadamente también lo es el odio. Pero contra lo que sí es posible hacer algo es contra la venganza. No en vano el sistema normativo del Derecho existe para que esta no exista. Al principio de las sociedades la venganza estaba naturalmente legitimada; no tenía límites, ni dejaba espacio para la mínima defensa.


Con el establecimiento del Derecho como mecanismo de protección del bien jurídico general, empezaron a corregirse muchas conductas de excesos unipersonales. El ejemplo más ilustrativo y originario de esa transformación es sin duda el abandono de la ley del Talión que castigaba al agresor con daños idénticos a los que hubiera ocasionado: “ojo por ojo, diente por diente”. Una ley malsana, finalmente sepultada por una benévola que las remplazaría: me refiero a la ley poetelia papiria del año 326 a.C., que prohibió el nexum, una forma de contrato en la cual el incumplimiento por las deudas podría afectar tanto a las personas como a su patrimonio.


Del mismo modo, el encarcelamiento a quienes han atentado contra el llamado bien jurídico, es una proyección de seguridad de ida y vuelta: se encierra a quien delinquió para que no vuelva hacerlo y allí debería tenérsele hasta su rehabilitación; pero, en efecto lógico, el encarcelamiento también sirve para proteger al causante del daño, de la ira y deseos de venganza de quienes fueron o se sienten afectados por sus acciones.


De modo que lo primero parecido al perdón fueron esas dos realidades, la de no agredir personalmente al culpable y la de rehabilitarlo para que no incurra en el mismo error. Ahora bien, pensar en beneficios que descuenten las penas y los castigos a desobedientes de la ley, no solo va en contra del fin teleológico y preventivo del Derecho (como es dar la lección) sino también va en contra de la naturaleza del mismo perdón, que no puede reducirse a una forma jurídica politizada.


Esto último lo explicó muy bien el filósofo Derrida –sin duda el pensador más autorizado en el debate sobre este tema- cuando al referirse a los acuerdos de paz entre Japón y Corea del Sur, advirtió que “cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque esta sea noble y espiritual (liberación o redención, reconciliación o salvación), cada vez que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, sicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro, ni lo es su concepto. El perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante1”.

Lo anterior, desde luego, visto en el contexto de las sociedades y de sus sistemas de Derecho, porque por fuera de estos las víctimas, muy a menudo, deciden unipersonalmente perdonar; aunque no para bonificar al victimario, sino para aliviarse a sí mismas, pues el odio es una constante auto-inquisitiva.


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