Por: Jorge Andrés Hernández, Coordinador de la Línea Democracia y Gobernabilidad
Álvaro Uribe Vélez es la figura capital de la vida política colombiana contemporánea. Los unos lo idolatran, como si fuera un Mesías. Los otros lo odian visceralmente, como la más fidedigna representación del autoritarismo de derecha. Cambió la dinámica de la política colombiana en el siglo XXI. Cuando se lanzó a la Presidencia de la República en 2002, las elecciones habían sido siempre una competencia exclusiva entre liberales y conservadores, salvo el desafío planteado por el general Rojas Pinilla en 1970, que fue necesario detener con un fraude electoral. En 2002 Uribe pulverizó la histórica hegemonía bipartidista liberal-conservadora y, desde entonces, las elecciones son una competencia entre el uribismo y el antiuribismo. 2018 no es una excepción.
Su éxito se explica en buena parte por su liderazgo carismático (legitimidad en términos de Weber), una gran capacidad para interpretar a las mayorías del pueblo colombiano. Un devoto católico que, como en la tradición de esa religión, cuida más las formas, el ritual y el performance que la sustancia de la doctrina. Por eso puede aparecer en eucaristías y ritos evangélicos pero, al mismo tiempo, no inmutarse ante los múltiples casos de corrupción y desafío a la justicia de miembros de su partido. Tampoco parece que exista un dilema moral interno porque haya tenido nexos con el Cartel de Medellín y con los paramilitares de las AUC. En eso es fiel a la tradición católica de su pueblo: el sicario paisa rezaba a la Virgen de María Auxiliadora antes de ultimar a la víctima, los conservadores llevaban en hombros imágenes de Cristo Rey antes de masacrar liberales en los años 40 y los paramilitares de las AUC estaban convencidos de realizar una misión divina cuando eliminaban poblaciones que consideraban entregadas al paganismo ateo de los comunistas de las FARC.
El liderazgo carismático de Uribe le permite ser ante su pueblo una figura con poderes sobrenaturales para combatir a “los enemigos de Dios” (paganos, comunistas, ateos), quienes intentan destrozar el más sagrado valor de la tradición colombiana: el orden social jerárquico, en el que unos nacieron para mandar, otros para obedecer. Al fin y al cabo, Dios creó el mundo con jerarquías y no corresponde al ser humano cuestionar el diseño del Creador. Esa mezcla de cruzado con poderes de otro mundo, pero al mismo tiempo macho fuerte, pendenciero y mal hablado seduce a su pueblo y lo hace ser uno de los suyos. Paradójicamente, en la escala moral de su pueblo, los desafíos a las jerarquías sociales impulsados por el narcotráfico, el contrabando y la ilegalidad son bendecidos pues, a diferencia de los izquierdistas, aquellos no cuestionan el orden estructural social. Solo piden un lugar en el proceso de ascenso social y sumarse a la defensa del orden ampliado.
En 2002 Uribe logró construir un relato político con tintes apocalípticos: los enemigos de Dios y de “la colombianidad” (las FARC) estaban cerca de las ciudades, a punto de tomarse el poder. El país se encontraba en el abismo, al borde de la destrucción como mítica nación católica y respetuosa del orden social. Sin embargo, en un escenario que se asemejaba a la terrible profecía de San Juan en el Apocalipsis, cuando lloverían fuegos y centellas sobre la faz de la tierra, existía una luz al final del túnel. En la escatología cristiana, el advenimiento del fin del mundo anuncia el retorno de un Mesías, de un salvador. Uribe logró interpretar ese sentimiento de muchos sectores sociales y le dio concreción política. Encarnó esa necesidad de un Mesías ante el desafío planteado por las guerrillas. Supo entender que éste no es un país laico ni secularizado, como afirman muchos intelectuales que habitan un gueto social alejado de las grandes masas. Al fin y al cabo, el 97% de los colombianos creen en un dios y son más los que creen en el origen del hombre conforme al Génesis que en la científica y fría teoría evolucionista (Encuestra Polimétrica Cifras y Conceptos 2017). Ese es el pueblo de Uribe.
Desde entonces, Uribe logra movilizar cada cierto tiempo a su pueblo. Ha logrado crear el partido más significativo a la derecha del espectro político colombiano, pero tiene la notable habilidad eufemística para denominarlo un partido de centro. Así ha logrado construir un partido del que es propietario, líder espiritual y eterno (a la Kim Jong Un), y logra movilizar personas de todos los estratos sociales como de ideologías muy diversas. Allí converge la derecha dura, muchos renegados de la izquierda (sobre todo maoístas), católicos, evangélicos, neonazis, centristas, reaccionarios y el collage más ambiguo de la sociedad colombiana. Es una masa leal de simpatizantes que reafirma una y otra vez su adhesión al caudillo, cuando le atacan y parecen tenerlo cercado judicialmente. Para muchos es un enigma, pero se trata de una adoración (etimológicamente un amor sin crítica), una lealtad que no se somete a las razones ni al debate. Porque cuando se trata de “la salvación de la nación” existe espacio para todo, menos para la duda.
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