Daniel Samper Pizano, el último de los mohicanos
- Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones
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Por: Iván Gallo Coordinador de Comunicaciones

En la pasada Feria del Libro, cada vez que aparecía Mario Mendoza, una turba de fanáticos lo seguía. La mayoría eran jóvenes. Personajes como Mendoza —a pesar de lo que digan sus detractores— son fundamentales para crear nuevos lectores. Sin nuevos lectores, la literatura muere. En mi época de niño, el tipo que más vendía libros en Colombia no era Gabriel García Márquez, se llamaba Daniel Samper Pizano y, lo mejor, es que hacía reír. Era el creador y libretista de un programa de televisión que tenía como 50 puntos de rating —en 1986 eran solo dos canales— y se llamaba Dejémonos de vainas. Desde esa época conocemos a su hijo Daniel, quien es hoy uno de los cultores del humor político nacional, ya que uno de los personajes era su alter ego, el fastidioso e hiperactivo Ramocito.
Tiempo después supe que Daniel Samper Pizano era mucho más que un humorista, fue uno de los tipos que creó el periodismo investigativo en Colombia. A mediados de los sesenta, a los Santos les dio un ataque de sensatez, se pusieron serios y nombraron a tres muchachos para hacer una de las mejores salas de investigación que tuvo el periódico: Enrique Santos Calderón, Luis Carlos Galán y Daniel Samper. Revolucionaron el periodismo. Venían con todo el impulso de las revistas gringas que leían en donde Hunter Thompson, Guy Talese, Norman Mailer y toda la santa lista brillaban.
Samper, como tantos otros que dijeron la verdad, se tuvo que ir del paí: se radicó en España. A las nuevas generaciones les debe parecer un poco retardatario que sea amante del toreo, pero es que este muchacho está a punto de cumplir 80 años y un poco de contexto no nos vendría mal a la hora de abordar la vida de una persona. Alguna vez escribió que una de sus primeras aspiraciones había sido la de ser torero. De niño soñaba vestirse con traje de luces y enfrentar, más que a un toro, a una multitud. De niño, sus ídolos eran los ídolos de todos los niños: Manolete, Dominguín, la misma gente que inmortalizó Ernest Hemingway en obras maestras como Muerte en la tarde. A Samper nunca le ha dado miedo decir que pertenece a esa generación que no se preguntaba mucho por la suerte del toro. Eso sí, Samper no es un idiota como Calamaro, capaz de cancelar a una multitud porque no está de acuerdo con algo que, estéticamente, simple y llanamente es una tradición que se muere y esto no es ninguna tragedia, sino que es el devenir de la historia.
Samper es mucho más que eso. Fue el creador de la Unidad Investigativa de El Tiempo, revolucionó la televisión colombiana; fue, al lado del Klim, uno de los padres del humor político; fue el hombre que hizo que a los colombianos nos encantara Les Luthiers; así como a Billy Preston lo consideraron el quinto Beatle, el fue tratado como un Luthiers más; es amigo y biógrafo de Serrat; le encantan las causas perdidas, por eso es hincha del Santa Fe; es un defensor a ultranza del idioma, por eso lo nombraron en 2004 miembro de la Academia Colombiana de la Lengua; es un vallenatólogo consagrado, sobre esta pasión, su amigo Santos Calderón afirma lo siguiente: “Es un vallenatólogo, canta y toca guitarra –explica Santos Calderón–. Buen bailarín. Yo soy más vallenatómano: apasionado no tanto por estudiarlo, pero a ambos ‘el acordeón nos arruga el corazón’; autor de cuarenta libros, y a sus 80 años no está dispuesto a parar ni a ceder.
Samper tiene el privilegio de que cada ocho días su columna en Los Danieles se hace tendencia nacional. En un país en donde cada vez se desprecia más lo viejo, Samper Pizano es todavía lo que está pasando. A veces hay que reconocer a los grandes, a los pioneros, y vemos tan vital a este taurino que además recita poesías, que le podemos perdonar todo porque no solo nos enseñó a leer, nos dio la pasión por las columnas, sino que nos puso a reír, infatigables, en la primera fila de la iglesia de Les Luthiers. Sin Samper Pizano es imposible explicar el periodismo, el entretenimiento, la cultura colombiana en el siglo XX.