Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.
Si el Presidente de la República, irrespetando la independencia y autonomía de poderes del Estado de Derecho, establece plazos, apura decisiones y fija conclusiones a cualquiera de las demás jurisdicciones del poder judicial, la reacción de juristas, políticos, opinadores y medios sería de repudio a esa intromisión autoritaria.
En las últimas semanas, mientras sus correligionarios se dedicaban a desbarrar de la Comisión de la Verdad, el Presidente Iván Duque ejerció abusivas presiones contra de Justicia Especial para la Paz, envueltas en el vendedor reclamo de celeridad en los procesos, urgencia de la verdad, combate al crimen y reparación de las víctimas, propósitos en los que, desde luego, los colombianos estamos de acuerdo, pero que en el caso de la JEP no dependen del voluntarismo de los magistrados, sino que deben ser el resultado de preceptos y garantías constitucionales, su marco legal y el debido proceso. Pocos lo cuestionaron.
Jugada artera la del presidente. En una reunión con las altas cortes, datar la fecha de creación de la JEP dos años antes de su puesta en funcionamiento para dejar en el aire la sensación de ineficiencia mientras el senador y cabeza del Centro Democrático, Álvaro Uribe y sus seguidores fustigan los costos de la entidad y escarban coincidencias para denostar de los magistrados por afinidades ideológicas y parcialidad desconociendo adrede que la justicia transicional opera dentro un estricto marco legal y un estatuto procedimental que fue sancionado por el mismo gobierno Duque en julio del año pasado, luego de un tozudo intento de reforma.
Como no podía dejar pasar inadvertido el innoble sablazo, la presidenta de la JEP corrigió la imprecisión (apenas han transcurrido 2 años de los 15 previstos en la ley), señaló la coincidencia en los objetivos pero dejó en claro que serán los magistrados quienes en su actuar ganen legitimidad y credibilidad.
El asunto no paró ahí. En otro acto protocolario en homenaje a los militares de la “Operación Jaque”, Duque, desbordando los límites constitucionales, de nuevo en estilo fullero, reclamando a las Farc pero puyando a la JEP y a la Comisión de la Verdad, advirtió “no tenemos paciencia eterna para la verdad”, llamado que pretende ignorar que el reclutamiento de menores, el secuestro y el narcotráfico son delitos que en virtud del Acuerdo de Paz con las Farc, en la medida en que hayan sido cometidos por actores del conflicto y en razón de este -lo que deberá demostrarse- estarán sometidos a la jurisdicción de paz y al estatuto procesal que la rige.
Es decir, que los comparecientes, como en cualquier proceso judicial, sólo serán responsables en el momento en que se produzcan las sentencias de la JEP. Demandarle a esta pronunciamientos anticipados es conminarla a prejuzgar, en la más agresiva intromisión en sus fueros.
Otra cosa es cómo afrontan los mandos de las Farc y su tropa desmovilizada el compromiso adquirido en los acuerdos, de verdad, justicia, reparación y no repetición. Por las cuestionadas declaraciones de la senadora Sandra Ramírez, quien en un hecho político significativo fue designada segunda vicepresidente de la corporación para el período iniciado el 20 de julio, y por el presidente del Partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, Rodrigo Londoño, su posición parece ser negar o defender el secuestro, el tráfico de ilíctos y el reclutamiento de menores como actos de guerra o conexos.
Si bien la notoriedad pública de algunos de esas violaciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario las hace indudable objeto de la censura social y su negación contra evidente lleva un costo para la exguerrilla, será la JEP la que impondrá las sanciones pertinentes dependiendo, de ser comprobadas, de si el reconocimiento fue oportuno, tardío o negado, caso en el cual se contempla una pena efectiva en establecimiento carcelario de hasta 20 años.
Es claro que para el uribismo, uno de los aspectos más repudiados de los acuerdos de paz es la concepción de justicia transicional que orientó la creación del Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y Garantía de No Repetición en la medida en que equiparó los actores para su comparecencia ante la JEP -no obstante algunas modificaciones de último momento por presión de militares y la derecha- frente a sus responsabilidades en la violación de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario.
Desde la negación del conflicto y la calificación de la insurgencia como terrorista, solo cabía el exterminio de esta y los tribunales de los vencedores para los sobrevivientes como únicos responsables.
El Estado excluiría así de responsabilidad a miembros de las Fuerzas Militares, funcionarios, y terceros civiles auspiciadores y ejecutores de la violencia -probada en otros escenarios judiciales como la justicia penal ordinaria, la Corte Suprema de Justicia para los aforados y Justicia y Paz para los desmovilizados del paramilitarismo-, cerraría de esa manera las puertas al esclarecimiento de la verdad de la guerra en su conjunto y la reduciría a desmanes individuales, casos en los cuales por vía de intentos legales o judiciales buscaría excarcelar o exculpar a los responsables. Se extendería así un manto de silencio sobre las conductas de actores fundamentales del conflicto y el terror de las últimas décadas.
La JEP es un obstáculo a esas pretensiones en la medida en que ofrece a los ya condenados por otras jurisdicciones y a quienes aún no se han sometido, la posibilidad de obtener una sanción menor a la de la justicia ordinaria a cambio del reconocimiento de los crímenes, el contexto y las responsabilidades y una acción reparadora en beneficio comunitario y acciones simbólicas de arrepentimiento.
Para intentar quebrar ese atractivo los adversarios de los acuerdos de paz exponen el pueril argumento del honor militar, como si los comparecientes fueran militares inocentes, y han intentado que sean juzgados en tribunales separados buscando controlar sus confesiones, que poco a poco han develado responsabilidades institucionales, como en el caso de los “falsos positivos”.
La tarea que tiene en sus manos la Jurisdicción Especial para la Paz es compleja y ardua. A la fecha, casi 10 mil guerrilleros desmovilizados, más de 2 mil 600 miembros de la Fuerza Pública y un centenar de agentes del Estado se han sometido a la jurisdicción que dilucida siete macro casos: retención ilegal de personas por las Farc, situación de Ricaurte, Barbacoas y Tumaco (Nariño), muertes presentadas como bajas por agentes del Estado, Urabá, Norte del Cauca y Sur del Valle, victimización de la Unión Patriótica y Reclutamiento y utilización de niños y niñas en el conflicto armado, caso este último en que acaba de llamar a comparecer al alto mando de las Farc.
Las razones de fondo de la incansable cruzada del uribismo contra las instituciones del SVJRNR son, por una parte, impedir que militares comparecientes involucren altos mandos, funcionarios del Estado y empresarios en la trama de horror que se vivió en Colombia por más de medio siglo.
Por la otra, deslegitimar su papel, por lo que aparte de descalificarla por innecesaria y derrochadora, pretenden contraponer en la opinión las sanciones establecidas para los comparecientes con denuncias mediáticas efectistas sobre la gravedad de las conductas, descontextualizando el propósito de la justicia transicional.
Así, siempre quedará la sensación de injusticia y parcialidad. Mezquindad total que contrasta con el alto reconocimiento internacional de la JEP como modelo de justicia transicional en conflictos internos, en un mundo que demanda más acuerdos y menos guerras.
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