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Foto del escritorGuillermo Linero

Petro y los riesgos del populismo y la popularidad

Por: Guillermo Linero

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda


Trascurrido apenas un mes del inicio de su gobierno, el presidente Gustavo Petro ha conservado el carisma que tuvo como candidato y, como aseguran las últimas noticias, su popularidad incluso se ha maximizado. Según una encuesta contratada por la Revista Semana, hoy ya casi alcanza el 70% de aceptación ciudadana. De hecho, las plazas que visita en calidad de mandatario se llenan tanto o más que las visitadas en sus rondas de candidato. El clamor popular a su favor es profuso y, sin pretender demeritar a sus contradictores –que tienen derecho a ser respetados y protegidos–, este clamor presencial contrasta con la falta de representación popular de la oposición.

Los plantones organizados por contados líderes antagónicos al presidente, con la intención de iniciar una campaña de férrea vigilancia a su gobierno, no han trascendido en términos de argumentación crítica y de presencia ciudadana. Incluso, nada sabríamos de ellos de no ser por el poder y las influencias políticas que sus promotores tienen sobre los medios de comunicación privados, o mejor, sobre los “medios oficiales” como fueron nombrados hasta el gobierno de Duque.

Tales escaramuzas de indignación social por las transformaciones que empieza a realizar el nuevo gobierno, hablan por sí solas. Durante la administración del expresidente Duque, por ejemplo, las marchas de protesta las organizaba el mismo pueblo y a los líderes de la oposición –que se mantenían al margen– el Gobierno y los gobiernistas los acusaban de esas espontáneas manifestaciones de protesta social. Hoy se ve todo lo contrario, los líderes de la oposición piden a gritos la presencia del pueblo en las calles y la respuesta ya se repite: nadie les obedece y nadie los oye: se les asordinó el megáfono.

En tal suerte, no es descabellado concluir que la apatía de la masa electoral de la oposición es muestra de cómo en las elecciones presidenciales contra Petro votaron, por su propia voluntad, muy pocos ciudadanos; y quienes así lo hicieron fue por conminados o aborregados. Recordemos las plazas llenas de gente aburrida e incómoda en las campañas de su oponente Federico Gutiérrez y la decisión de no exponerse a ellas de su rival definitivo Rodolfo Hernández.

De ahí que sea difícil señalar que el triunfo de Petro haya sido producto del populismo –que es una tendencia en la que los políticos suman adeptos en campaña –siempre promoviendo con demagogia “la defensa de los intereses y aspiraciones del pueblo”– pero los pierden rápidamente cuando muestran su modo de gobernar.

De manera que el efecto contrario, que hoy beneficia al presidente Petro, es signo de inconfundible popularidad, aunque esta esté igualmente fundada en la bandera de los populistas: “la defensa de los intereses y aspiraciones del pueblo”. De hecho, una cosa es la demagogia (el populismo) y otra la exposición de verdades (la popularidad). Dos cosas tan distintas como discriminadas por sociólogos, politólogos, sicólogos y hasta por neuro científicos.

Populismo y popularidad, dos conceptos cuasi-valentes en su morfología, pero muy distintos en su trasunto. El papa Francisco –porque nadie como los papas se ha movido parejo en ambos hemisferios– los precisa subrayando que el populismo “expresa la habilidad de alguien para instrumentalizar al pueblo” y que popular “es quien logra interpretar el sentir de un pueblo”.

Con todo, indistintamente si se trata de populismo o de popularidad de los gobernantes, muchos entendidos advierten en ambas realidades serios riesgos para la democracia –que paradójicamente se funda en la representación popular–, porque cuando un gobernante “populista” cuenta con el respaldo de su pueblo suele tornarse en dictador e impone con represión sus ideas; y cuando un gobernante cuenta con amplio respaldo “popular”, puede abusar del poder y hacerlo con vastas licencias otorgadas por esa misma gente que le aclama. En tal contexto interpretativo, y sabiendo de su talante forjado frente a los colombianos por más de 20 años, el presidente Petro podría llegar a ser un gobernante de realizaciones gracias al respaldo popular, y si no abusara del poder –que a mi juicio es una opción muy lejana–, pasaría a la historia, efectivamente, como el mejor presidente que hayamos tenido hasta este primer cuarto del siglo XXI. Ese es el único riesgo visualizable en un presidente que ha demostrado en tampoco tiempo de su gobierno que es más dado a interpretar el sentir del pueblo para promoverlo que engañarlo insensiblemente para instrumentalizarlo.

En tal suerte, no es descabellado, ni apresurado, apostarle a que el presidente Petro, al terminar su mandato, será reconocido como el mejor gobernante de la historia nuestra. Pienso ahora, por ejemplo, en el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt, considerado como el mejor presidente de la historia de los Estados Unidos, pues el presidente Petro parece contar con un contexto político muy semejante al del presidente americano.

El presidente Roosevelt alcanzó una alta popularidad desde el comienzo de su gobierno: “En sus 30 primeros días, hizo más por proporcionar libertad a los americanos que cualquier presidente desde que Thomas Jefferson derogó las Leyes de Extranjería y Sedición”. La popularidad del presidente Petro es palmaria, y semejante, a la del presidente americano: tiene también sus bases en la libertad.

Luego de una serie de gobiernos en los que el pueblo si bien no tenía las manos amarradas, sí las tenía vacías –que es la peor manera de no ser libres–, hoy, en los primeros 30 días del gobierno del presidente Petro, se avizora también la concreción de una libertad con manos provistas de medios de producción y en contra de la esclavitud de la inequidad, con manos vacías.

Si el presidente Roosevelt en la década de 1930 concibió un pacto económico-social, conocido como el "New Deal", y una reforma al sistema bancario, gracias a los cuales logró la recuperación económica de los EE.UU, Petro, gracias al Pacto Histórico, ha soportado su programa de gobierno en una reforma tributaria con la cual espera recuperar la economía del país que recibió del expresidente Duque, valga decirlo, más saqueada que mal administrada.

Finalmente, de lo realizado por el presidente Roosevelt sin duda lo más trascendente fue su prudencia militar, al negarse hasta el último momento a que los soldados de su nación combatieran y murieran en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial. Por su parte, el presidente Petro ha hecho lo propio, no sólo desmontando el servicio militar obligatorio, no sólo desligando a los policías auxiliares de las zonas y operaciones de riesgo, sino promoviendo la paz total.

Si al presidente Roosevelt se le hubiera ocurrido la paz total, hoy no habría en los Estados Unidos colegiales armados, ni persecución a negros y migrantes; tal y como esperamos que en Colombia, al terminar el mandato de Gustavo Petro, no haya bandas criminales, disidencias armadas ni guerrillas; tampoco persecución a negros e indígenas, y mucho menos políticos corruptos o niños y mujeres maltratadas.

*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.

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