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Petro por Petro

Por: Guillermo Segovia

Politólogo, abogado y periodista


La fila para entrar a la Librería Lerner del centro de Bogotá, para la firma del libro autobiográfico de Gustavo Petro, fue nutrida e inusual -el libro, fruto de largas conversaciones con Hollman Morris, ya va por su segunda edición-, no obstante, en los medios masivos, el registro sobre las memorias del candidato puntero en la competencia por la Presidencia de Colombia en 2022 ha sido displicente. Salvo la entrevista de Julio Sánchez en La W, han pasado de agache en comentar los recuerdos personales del posible gobernante del país en el próximo cuatrienio.


¿Por qué tanta indiferencia? De primera, porque al establecimiento para nada le interesa apuntalarlo, pero, hilando más fino, además, porque una parábola vital de ese vuelo, por sí sola, convoca a la rebeldía, a la resistencia, a que hay que hacer algo, al cambio. Desde niño, según su relato, Petro se ha dedicado a cuestionar al régimen imperante, incluso con las armas: en el M19 fue un agitador, un organizador, un miliciano de base. En Zipaquirá, en la adolescencia, fue concejal, personero y promotor de una invasión para dar vivienda a gente en la pobreza. Estuvo preso, sufrió tortura y persecución. Vivió unos años como un “revolucionario profesional”.


Si guardó armas sustraídas del Cantón Norte, si estudió en el mismo colegio en que lo hizo García Márquez -afirmaciones que desmienten, apresurados, algunos de sus cuestionadores- son adornos que no empañan su relato. Más problemáticas son sus afirmaciones sobre Carlos Pizarro, una leyenda dentro del M19 y víctima de uno de los crímenes más canallas de la caverna. Petro lo cuestiona por militarista, emocional y, tal vez en una equívoca redacción, deja entrever una supuesta rivalidad -afirmación ególatra según exmilitantes que no lo pasan-. Él sostiene que, debido a su trabajo en el Tolima en los años 80, tejió una red de relaciones y vio una oportunidad para la paz. Idea de la que convenció a Pizarro en un momento en que este orientaba al M19 hacia una ofensiva militar. Si fue así, es un mérito.


Sus malquerientes de la orilla contraria dicen que cada párrafo de la autobiografía “Una vida, muchas vida” es la confirmación del peligro que representa por haber pasado la mayor parte de sus años subvirtiendo. Algunos de los exmiembros del M19, ahora en el uribismo-duquismo, y militantes de algún sector de izquierda y “centro” aprovechan para tildarlo de oportunista. Petro recuerda que un integrante de la guardia indígena nasa, al saber que como guerrillero había caminado de noche por los páramos del Cauca, le dijo que “era allí de donde había nacido la resistencia que había demostrado durante toda mi vida, y me pidió que llenara de muchos venados mi corazón, pues los venados tenían el espíritu de la alegría, de la fiesta y de la búsqueda permanente del amor”


A veces, Petro da la sensación de insistir en la vanidad de que le reconozcan que es un intelectual -y se esfuerza por serlo-, pecado venial en un país en el que los ricos exhiben riquezas hechas con dolo y muchos se apuran pergaminos para que los perdone el establecimiento. También se vanagloria, con razón, de su facilidad de palabra, inspirada, dice, en el discurso emociónate y cálido de Andrés Almarales y Alfonso Jacquin, dos de los mandos del M19 ejecutados en el asalto al Palacio de Justicia, cuya retoma sangrienta por el Ejército sostiene que fue promovida por el narcotráfico debido a intereses comunes.


Lo que queda en evidencia, en el discurrir por lo que lleva de vida, es que Petro es un político en el sentido más alto de la política -un animal político- y, a la vez, un revolucionario. Como dice, reclamó cuando sus compañeros priorizaban las armas por encima de las ideas. Privilegiaba el trabajo de masas a los tiros, los tiros a las claudicaciones, y la paz a la guerra sin posibilidades. Por todos los medios, ha tratado de estar en los escenarios donde se denuncia, se debate y se define el país para incidir. Algunos le achacan que es un ambicioso que quiere ser presidente. Por supuesto, la lucha por el poder es la esencia de la política. ¿O para qué tanta lucha?


No es para enriquecerse como hacen y han hecho quienes gobiernan, ni para pasar de agache, sino para representar a los que no tienen voz, denunciar las bellaquerías y los crímenes de las mafias y sus anclajes en el Estado, y proponer las que, desde su punto de vista, son las alternativas para sacar a Colombia de las masacres, el apocamiento, la desigualdad, el saqueo, la discriminación y el atraso. Aun si, como lo repite en distintas páginas, el escenario sea un Congreso fachada que, en sus mayorías, representa los más oscuros intereses, a los terratenientes y al gran capital, y un remedo de democracia que hace rato exige inyección de pueblo para ser real.


Si bien Petro reivindica el componente social de la Constitución de 1991, proceso en el que el M19 desmovilizado tuvo un papel determinante, pero en el que él personalmente no tuvo mayor incidencia, cuestiona que el movimiento, liderado por Antonio Navarro, hubiera realizado concesiones (que a la larga lo acabaron) y terminara cooptado al punto de aceptarle un ministerio al Gobierno de Gaviria que, por debajo de la mesa, impuso una agenda neoliberal tras la fachada social de la carta de derechos, y blindó de cualquier reforma a las instituciones militares.


Se estrenó como un polemista aplaudido en el Congreso, pero, en su sentir, sin peso en el país, y por eso inició sus esfuerzos por gobernar con un gran fracaso en su primer intento por llegar la Alcaldía de Bogotá. Tras amenazas y ser nombrado en la diplomacia por el Gobierno para ponerlo a salvo, en Bruselas, en una embajada regentada por un criminal, clandestinamente cooperó para denunciar al embajador cuestionado (su jefe) en Europa. En la Universidad de Lovaina se adentró en temas que luego serían clave en su pensamiento sobre el futuro de Colombia.


Tiempo después, regresó a su obsesión: la política de a pie y con la gente. Logró una curul en el Congreso y fama en lo que es diestro: el debate y la denuncia. Desnudó los arreglos de las familias oligárquicas de Bogotá para enriquecerse apropiando tierras en el norte, los negociados del Gobierno Pastrana con el Banco del Pacífico y la alianza de terratenientes, narcotraficantes y fuerzas armadas del Estado para dar patente al paramilitarismo.


Con la contundencia de sus acusaciones, la evidencia de las pruebas exhibidas y la valentía de los señalamientos, se ganó el respeto de buena parte del país (de la que no cohonesta ni justifica), y contribuyó a darle soporte a las investigaciones y condenas de la Corte Suprema de Justicia contra un buen número de congresistas miembros de la alianza narcoparamilitar. Se metió a la boca del lobo visitando a Carlos Castaño, quien confrontado lo dejó salir ileso. Según cuenta, por los debates sobre el paramilitarismo iban a asesinarlo, y afirma, sin duda, que la intermediación del demócrata Edward Kennedy, ante Álvaro Uribe, para que lo protegiera, salvó su vida, así algún sector de la izquierda lo haya tachado de vendido.


Advertidos de que sus propuestas programáticas implicaban cambios a las reglas de juego impuestas en el manejo de la ciudad por quienes la han usufructuado como bien privado, medios y opinadores voceros de esos intereses, que le concedían aplausos por su valentía en confrontar y coadyuvar a limpiar la mancha del paramilitarismo, se encargaron de ambientar la oposición a su ejercicio como alcalde Mayor de Bogotá, cargo al que llegó en 2012 con un tercio de la votación y con un programa que, apenas unos cuantos años atrás, habría sido objeto de risas o escarnio, pero que para el momento era revolucionario.


Una cosa es el debate parlamentario y las propuestas legislativas -sometidas a la controversia, en la siempre desfavorable votación ante el peso de los intereses- y otra gobernar, le insistían para cuestionar sus primeras medidas de desprivatización y fortalecimiento de empresas públicas, garantía de derechos sociales y adaptación al cambio climático. Para ejecutar se necesitan “gerentes”, decían, en defensa de sus intereses, los representantes de grandes negociantes, encubriendo que esos “técnicos” asumen decisiones que, al fin y al cabo, son políticas.


En el libro, Petro presenta un balance de la “Bogotá Humana” que puede ser objeto de cuestionamiento estadístico y fáctico de sus adversarios, pero no le podrán negar que generó un inflexión en la concepción de ciudad, relación con el ambiente, la naturaleza y los animales, desarrollo en torno al agua, transporte sustentable, protección de la Sabana y la Reserva van der Hammen (evitando la expansión constructivista y procurando la densificación), reconocimiento de las minorías y de derechos humanos, superación de las desigualdades y defensa de lo público. La reducción de la pobreza y el ensanchamiento de la clase media fue notorio, y por eso le reclama a esta que, en votaciones posteriores, se haya inclinado a la derecha.


En una trapisonda politiquera, tras montarle una crisis de salubridad a raíz de su decisión de asumir por el Estado el servicio de recolección de basuras en Bogotá, el entonces procurador General lo destituyó en un amañado y torvo proceso disciplinario. En forma inédita, en sucesivas manifestaciones en la Plaza de Bolívar, la ciudadanía -“las nuevas ciudadanías”- se hicieron sentir dándole su respaldo. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) cuestionó la facultad del procurador de destituir funcionarios electos, e impartió medidas cautelares a favor del alcalde que, junto con decisiones de los tribunales nacionales, garantizaron su retorno al Palacio Liévano para la ira de los adversarios de su gestión.


Petro es explícito en su reclamo por la actitud del expresidente Juan Manuel Santos, con cuyo Gobierno estaba aliado en la búsqueda de un acuerdo con las FARC, de no haber acatado las medidas ordenadas por la CIDH y, por el contrario, haber designado apresurado su reemplazo. Dolido por ese episodio, confiesa que tuvo la idea inaudita de entablar charlas con el uribismo y que gracias a Iván Cepeda reflexionó en favor de la paz. Urgido de respaldo político para su reelección, Santos acudió a Petro, quien accedió a un pacto programático y puso a su gente a hacer campaña para garantizar la continuidad de las negociaciones con la guerrilla.


Santos firmó los acuerdos de La Habana e hizo público, junto al alcalde, el compromiso de la nación con la construcción de la primera línea del Metro de Bogotá, el cual deshonró, una vez elegido alcalde, Enrique Peñalosa, quien convino echar para atrás lo avanzado por Petro e iniciar un amañado proceso de aprobación de la construcción de un polémico metro elevado en la ciudad. En sentir de Petro, la “patraseada” de Santos, facilitada por la obsesión de Peñalosa de borrar sus huellas, era de esperarse porque la clase política no le habría perdonado haberle entapetado el camino a la Casa de Nariño. El mal está hecho.


En 2018, en una coyuntura dramática para el país, pues se ostentaba un Acuerdo de paz que no favorecía al que lo defendiera (porque la derecha lo convirtió en estigma y asunto espurio tras la victoria del No en el plebiscito), ante el temor del cambio comportado por Petro y su propuesta de “Colombia Humana”, muchos de quienes apoyaron la paz, a la hora de los hornos, pasaron al bando contrario. El porfiado, el odiado, el indeseado Petro pasó a la segunda vuelta colmando plazas y, entonces, se juntaron todos los de siempre y se ausentaron muchos de los llamados alternativos con el prurito de la polarización, para impedir que ocupara el Palacio de Nariño como presidente de la República.


En esas anda otra vez. Lidera todas las encuestas, convoca grandes manifestaciones, los medios no lo pueden ignorar, censura con autoridad masacres y corrupción, tiene propuestas reformistas y audaces, y promueve un Pacto Histórico para la transformación del país. Un país hastiado del mal gobierno y del uribismo parece hacerle el guiño para que una propuesta diferente, progresista e inédita gobierne a Colombia. Advertidos de esa posibilidad, de nuevo, los detentadores del poder intentan impedirlo (denuncias falsas urdidas en los centros de operaciones de la ultraderecha internacional, supresión de la Ley de Garantías para financiar un fraude a gran escala, y lo que falta). Él resiste.

 

* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.


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