Por: Guillermo Segovia Mora
Abogado y politólogo
En su discurso triunfal del 19 de junio, Gustavo Petro fue diáfano en comunicar propósitos al país, uno de ellos, la paz total. Un tema lleno de complejidades, pero al que le ha dedicado muchos momentos de pensamiento y reflexión tras tantos años en esa búsqueda, y siendo testigo del fracaso, pues la paz siempre es parcial porque se excluyen actores de la violencia que el termómetro moral de la opinión reprueba, por un lado y, por el otro, por el dilema de hasta dónde llegar en concesiones para atraer esos factores de anormalidad, desde una posición ética y humanista, sin que se entiendan como una claudicación inmoral. En la sociedad colombiana es imperativo el Artículo 21 de la Constitución del 91: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
La paz es compromiso de vieja data del presidente entrante. Al tiempo que contribuyó como congresista en la defensa de los derechos humanos y a la denuncia, castigo y desmantelamiento del paramilitarismo, ha sido un apasionado promotor de la paz, la misma que le permitió a él abandonar la insurgencia para potenciarse como líder político. Su concepción rebasa la visión limitada de silenciamiento de las armas y se dirige hacia la corrección en la sociedad de los factores que generan violencia y la capacidad de aquella de transformarse sobre la base del perdón y la reconciliación (“una paz grande”).
Así lo planteó, hace algunos años, en un seminario sobre cultura política y perdón en la Universidad del Rosario, en el que ya se insinuaban algunas de estas propuestas y conceptos, no obstante algunos consideren, desde su perenne inquina y afán de distorsionar propósitos, que se trata de elaboraciones recientes. “En cada relación humana hay una relación de poder que finalmente podemos transformar si la concebimos, al mismo tiempo, como una relación de fuerza y una forma de comunicación. Quizás esa sea también la forma de concebir un perdón automático y solidario.”
Petro tomó la decisión de afrontar el asunto a fondo. Para lograr el objetivo, no anduvo con rodeos y lo dejó claro. Los nombramientos de Álvaro Leyva como ministro de relaciones exteriores; del valiente, coherente e intransigente abogado Iván Velásquez Gómez, paladín contra el paramilitarismo, al frente del Ministerio de Defensa; y del defensor de derechos humanos, Danilo Rueda, como alto consejero presidencial para la paz, son decisiones afines con sus objetivos: una fuerza pública leal a los mandatos constitucionales, honesta, garante de los derechos humanos y del ciudadano, y una sociedad dispuesta a convivir en la diferencia, a superar la criminalidad, a replantear conceptos anacrónicos, a ofrecer oportunidades, y a perdonar.
La supuesta resistencia en las Fuerzas Armadas hacia Iván Velásquez, proyectada por el uribismo, es un asunto superable; su honestidad, valentía y profesionalismo, sotto voce le granjearán reconocimiento. Velásquez es un hombre serio, comprometido, leal y cumplirá propósitos reformistas demandados con urgencia como el mejoramiento de condiciones de servicio, mecanismos de ascenso, erradicación de la corrupción, respeto de los derechos humanos, separación de la policía, presencia territorial legítima y cambio doctrinal para el posconflicto. Alegar por parte de una parlamentaria del Centro Democrático que ese nombramiento pone en peligro su vida, es una afirmación provocadora, insana, desobligante y contraria a sus deberes constitucionales y legales.
En la Fuerza Pública ha hecho carrera, en la relación de mando, la costumbre del manejo a conveniencia de lealtades perversas y a ver como enemigo a todo el que disienta del establecimiento, herencia de la doctrina de seguridad nacional que hay que replantear, con los derechos de la ciudadanía como deber misional. Esto ha quedado en evidencia en las comparecencias ante la JEP de mandos militares, tan temida y que tanto trató de obstaculizar el uribismo. Habrá cambios. Es sabido, la tropa sigue órdenes, asimila el ejemplo y emula. Velásquez es un gran jurista, humanista, comprensivo y de principios. La tropa respeta a los civiles respetables. Lo respetarán. En él los propósitos de paz tienen un aliado.
Lo tiene Danilo Rueda, consejero de paz, quien ha sido un obstinado luchador por los derechos humanos, el medio ambiente, la comunicación popular y la participación ciudadana. Va a pie, en cicla, en bus, a caballo o chalupa a donde sea, si de proteger a una comunidad o una vida se trata. Con modestia cuenta haberle arrebatado tantos muertos al designio de los violentos, conoce los territorios, las comunidades y los conflictos. El canciller Álvaro Leyva es fundamental en la tarea, lleva décadas como agente oficioso de la paz, tendiendo puentes, abriendo puertas, explorando caminos. Está ejerciendo para realizar la convicción de su vida: vamos por la paz total, hablemos con todos y, si se puede, arreglamos con todos por el bien de Colombia, con el apoyo de la comunidad internacional.
Sería conveniente que la extrema derecha, empeñada en despotricar de las ideas de la gente nombrada por Petro o elegida con su apoyo, repare sobre su concepción de seguridad y guerra antisubversiva, el informe de la Comisión de la Verdad es apabullante y sobrecogedor, las cifras son aberrantes, empezando por los “falsos positivos” de la era Uribe, cuyas confesiones ante la JEP causan horror y dolor. Es palmaria la involución de Duque en materia de protección y seguridad, corroborada por el reciente y preocupante informe de la Cruz Roja Internacional que denuncia el agravamiento de la situación de derechos humanos, porque se distrajo tratando de satisfacer el militarismo neurótico del uribismo fanático y de su propio ego.
La frase efectista de que “la paz total es el aniquilamiento del enemigo”, disparada por una líder del Centro Democrático para contestar a la propuesta de paz del próximo gobierno, no hace sino atizar una concepción guerrerista ya probada y fracasada en terror, muertos, desinstitucionalización y deslegitimación del Estado.
La contraparte en la propuesta de una paz total tiene diversos rostros y, de tal forma, es compleja de tratar. Con el ELN se avanzó en el gobierno Santos y, se supone, en las demandas socioeconómicas; un grupo más cercano a las propuestas del gobierno entrante, atraído por la posibilidad de tener un lugar en el nuevo escenario político, renunciando a hacer daño. Habrá una mesa de diálogo, dado que tiene un estatus político en reconocimiento de su origen y los postulados de su accionar, avanzada con la agenda y protocolos establecidos en los diálogos de Ecuador, con Cuba y Noruega como garantes. Su reivindicación de que las conversaciones se den de cara a la sociedad civil parece satisfecha con los diálogos regionales que adelantará el gobierno.
En una hábil pirueta argumentativa, la oposición de derecha afirma que en la medida en que el ELN se postula de izquierda y el gobierno es afín a esa corriente, deja de tener un carácter político y, si no abandona las armas, debe ser combatido sin opción a una salida negociada. Evita, eso sí, explicar por qué, tras cuatro años en el poder intentando reducir a esa guerrilla y de haber intentado desbaratar lo avanzado por el gobierno Santos, esta se ha fortalecido. Es evidente que cuenta con potencial militar y social en las áreas donde opera y su desmovilización contribuiría de manera poderosa a deslegitimar para siempre las armas como opción política.
También están los frentes de las FARC adversos a la negociación y al Acuerdo de La Habana que, en la medida que han evidenciado su involucramiento en el narcotráfico y actividades delincuenciales, y por no haber participado de los diálogos, reivindicando razones fundacionales y la precariedad de lo acordado, redujeron las posibilidades de una salida mediante negociaciones con demandas de su parte y la opción sería el sometimiento en un marco de justicia favorable a cambio de contribuir a desactivar escenarios y factores de criminalidad.
Similar es el caso de los líderes y base guerrillera agrupados en lo que autodenominaron “Nueva Marquetalia”, es decir, los que renunciaron o disintieron de los acuerdos justificándose en el incumplimiento de lo convenido por parte del gobierno, lo que no es una coartada —cerca de 300 firmantes asesinados y puntos de los acuerdos sin desarrollarse o desvirtuados— pero no ameritan ante la opinión un nuevo intento sobre los criterios de favorabilidad iniciales, precisamente porque no sería justo con quienes han sido leales al pacto a pesar de su costo en vidas y dificultades de reintegración a la sociedad. En estos casos es posible un replanteamiento de la legislación para, de contarse con el concurso de estos grupos, ofrecer alternativas de desmovilización y penas alternativas.
De otro carácter es la búsqueda de una salida a las organizaciones delincuenciales ligadas al narcotráfico, en buena parte renovadas expresiones del antiguo paramilitarismo, en parte desmontado por los “Acuerdos de Ralito” del gobierno Uribe, que tuvieron materialización legal de favorabilidades en la “Ley de Justicia y Paz”, con un deficitario balance respecto de los compromisos de verdad, justicia y reparación por parte de los desmovilizados. En el afán de entonces de otorgar condición de beligerancia a las “autodefensas”, considerando motivaciones políticas, el consejero de paz de entonces, hoy en el exterior haciéndole el quite a la justicia, llegó a afirmar que se desarmaban porque ya habían cumplido su “papel histórico”, el que hoy se desnuda en la JEP y la Comisión de la Verdad como un ominoso desangre, martirio y desahucio de cientos de poblaciones marginadas.
Los denominados “Clan del Golfo” o “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”, “Los carrapos” y otras agrupaciones delincuenciales, al parecer estarían interesadas en alternativas de sometimiento condicionado, lo que implica la revisión de instrumentos legales como la “Ley de Orden Público” para hacer viable esa posibilidad con rebaja de penas a cambio del desmonte de estructuras y compromiso de no reincidencia.
En esa perspectiva resulta incomprensible el atroz “Plan pistola” desatado contra la policía, en el que el “Clan del golfo” —al que han estado vinculados miembros de la fuerza pública— ha asesinado una treintena de policiales. Aberrante y contraproducente si se trata, como argumenta la oposición, de un envalentonamiento para posicionarse ante un diálogo, pero, a la vez, justificatorio de la necesidad del mismo. Quienes rechazan la posibilidad se niegan a reconocer que el gobierno Duque, a pesar de algunas amplificadas capturas, fue incapaz de someter a estas bandas que, inclusive, paralizaron varios departamentos en ausencia o desentendimiento de la Fuerza Pública.
Controvertir la opción de un desmonte pacífico de estas bandas con el argumento de que mientras no haya una solución global a la problemática del narcotráfico será un esfuerzo estéril, pues siempre habrá reciclaje o surgirán nuevas organizaciones y liderazgos, es negarle al país la posibilidad de atenuar uno de los mayores factores de violencia e ilegalidad en los territorios. No se trata de favorecer por empatía a explotadores del negocio ilícito, como con mezquindad insinúan, sino dar salida a uno de los actores de esa problemática, aminorar la criminalidad y la muerte en las regiones, sanear la economía.
Por otra parte, el gobierno prepara una reforma a las estructuras institucionales para replantear el tratamiento del narcotráfico en el sentido de considerar la situación de las 300 mil familias dedicadas a cultivos ilícitos como un asunto de carácter social para descriminalizarlos y ofrecer alternativas socioeconómicas con planes sostenibles y sustentables de sustitución voluntaria a cultivos de carácter legal, renuncia a la aspersión de glifosato y excarcelación de campesinos condenados por esta causa. El consumo de psicoactivos también implica una regulación más acorde con la progresiva liberalización acerca del tema.
El propósito de paz y de hacer de Colombia una potencia mundial de la vida, como las posibles negociaciones y sometimientos con grupos al margen de la ley, requieren la reorientación de las políticas antinarcóticos, criminal, penitenciaria, penal y de seguridad ciudadana del país, en la medida que de ellas depende el enfoque y asunción de las problemáticas. Se impone una visión criminológica crítica y social, medidas de excarcelación y una opción carcelaria desde un propósito de dignificación y resocialización, regular el consumo de alucinógenos y darle tratamiento de salud pública, descriminalizar y despenalizar conductas asociadas a causales sociales del delito. Reformas que se deben afrontar desde el Ministerio de Justicia, otra instancia básica en una política de paz integral. La posibilidad de que la penalista y exfiscal Martha Lucía Zamora desempeñe ese cargo, es una buena noticia dado su perfil progresista en estos temas.
La denominación de paz total tal vez no sea comprendida, suena un tanto utópica en la medida en que el conflicto es esencial a la vida social y siempre habrá algunos que trasciendan las vías de la concordia y, de otra parte, la criminalidad es reducible, pero ninguna sociedad ha podido erradicarla. Tal vez sería mejor hablar de paz posible, pero llamarla así denota cierta incapacidad, poca ambición y aceptación anticipada de imposibles.
Al parecer el concepto de Paz Total hace relación a que tendrá como punto de partida, como lo han dicho el canciller Leyva y el consejero Rueda, un llamado a todas las fuerzas comprometidas hoy en actividades subversivas y delincuenciales, y la manifestación de estas de estar dispuestas a buscar salidas al cese de sus actividades y reintegración a la sociedad.
También implica que, a diferencia del pasado, si bien hay responsables institucionales en el Gobierno Nacional, el escenario de negociación serán los territorios y mesas de diálogo regionales con activa participación de la sociedad para incidir en la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, con priorización de alternativas a los factores socioeconómicos que determinan la violencia y el crimen, de tal forma que los actores armados y las comunidades que justifican sus actividades al margen de la ley en causas de carácter social, se avengan a un proceso de abandono de las mismas a cambio de favorabilidades legales.
Lo cierto es que el presidente Petro se ha propuesto y propone un objetivo grande y se la va a jugar por lograrlo, por el imperativo moral de la paz que postulaba Kant, razón por la que la gente de este país, acostumbrada a sufrir los dolores y a padecer las heridas, impasible frente a sus males, debe ser su cómplice y aliada. Por lo menos ese debe ser el anhelo de quienes, más allá de sus posiciones políticas, acompañan el sueño de que cese el derramamiento de sangre como pie de página de nuestra historia.
La autoridad moral y legal de Gustavo Petro para liderar cualquier iniciativa de arreglo para la convivencia que implique concesiones desde el Estado está avalada, dada la actual incapacidad institucional de controlar diversos factores de lo que el presidente ha denominado multicrimen, y la necesidad del país de trazar un nuevo rumbo. Lo propuso en campaña al electorado, se impuso en las elecciones y legitimó su mandato con apoyos mayoritarios posteriores. Petro fue insurgente, firmante leal a un acuerdo de paz; su talante democrático y pacifista es incuestionable, promovió la constituyente, es un superviviente y es el presidente. Es el momento de buscar la mayor paz posible o languidecer como nación en una guerra eterna.
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