Foto Prensa JMS
Quiero pedir la comprensión de mis lectores. Esta no es una columna. Es un manojo de sentimientos. Este jueves me encontré con el general Jorge Enrique Mora Rangel y lo abracé y no pude evitar el llanto. Quería agradecerle lo que está haciendo por la paz de Colombia, quería decirle que el honor de representar a un país en la búsqueda de la reconciliación no es menor al sacrificio de haberlo representado en la guerra.
No pude. Pero él sintió mi corazón y oyó una por una las palabras que tenía en el alma.
El domingo cuando el presidente Santos dijo que el 15 de junio el país escogería entre la paz y la guerra desfilaron en mi memoria uno por uno mis amigos muertos en esta larga y dolorosa confrontación. Me ocurre a menudo. No he podido nunca evitar la pesadumbre de mirar sus ojos y escuchar sus voces en mis noches de soledad. Es un lugar de la memoria al que vuelvo siempre que escucho a alguien que puede decidir de verdad sobre la paz o la guerra. Oigo su voz y recuerdo las voces queridas que deambulan en mi historia profunda. Es un lugar al que vuelvo cuando abrazo a mi hijo Fernando que es hijo de sangre de mi mejor amigo que murió en la guerrilla cuando apenas salíamos de la adolescencia.
Por esos recuerdos, por esas angustias, no tengo nunca un dilema, nunca una duda, cuando se trata de escoger entre quien quiere firmar una paz generosa y quien busca la destrucción o la rendición de las guerrillas.
Fue eso y solo eso lo que impidió que acompañara al doctor Álvaro Uribe Vélez en las elecciones de 2002. Nos encontramos en el Hotel Rosales Plaza de Bogotá para hablar de la situación del país. Estaba en una crisis pavorosa el proceso de paz que adelantaba Andrés Pastrana con las Farc y Uribe abogaba por acabar con esas negociaciones. Me pidió que le ayudara en su campaña presidencial y yo, que tenía una gratitud inmensa con él porque había contribuido mucho con la reinserción de mis compañeros en Antioquia, tuve que decirle que no podía hacerlo porque no compartía su pensamiento sobre el conflicto colombiano.
En el año 2012 cuando el presidente Santos anunció que había culminado la etapa exploratoria con las Farc y empezaban las negociaciones de paz en La Habana sentí una alegría inmensa. Ese año mes por mes las Farc estaban realizando un promedio de 200 acciones y le estaban produciendo a la fuerza pública 180 bajas entre muertos y heridos. Las Farc tenían otra vez la iniciativa en algunas zonas del país y el conflicto con la carga atroz de desplazados, de civiles asesinados, de poblaciones enteras vulneradas, empezaba a tomar una fuerza inusitada. Ese año estábamos culminando el informe general del Grupo de Memoria Histórica en cabeza de Gonzalo Sánchez y habíamos llegado a la cifra de 220.000 muertos y 6.000.000 de víctimas. No tuve la menor duda. Tenía que acompañar al presidente en sus esfuerzos de paz desde mis columnas y desde mi condición de investigador social.
Esta semana he oído al senador Jorge Enrique Robledo del Polo Democrático y a otros amigos de la izquierda decir que es lo mismo votar por Santos que por Zuluaga. Dicen que no comparten las ideas y los planes económicos y sociales de Santos. Dicen que el clientelismo y la corrupción son iguales en uno y otro lado. Dicen que no van a perder su independencia o su condición de opositores. Son argumentos importantes.
Pero, no sin rubor, quiero hablar de mi experiencia. Mi apoyo a quienes se comprometen con la paz no ha significado nunca declinar la crítica o perder la independencia. Mis críticas a las inequidades sociales y mi batalla contra la corrupción y la parapolítica han sido tan férreas que he debido soportar dos exilios y la amenaza permanente de sectores políticos aliados de la ilegalidad. No he cedido.
Durante estos dos años Uribe y el ahora candidato Zuluaga han hablado en contra de las negociaciones con las Farc y han hecho todo para acabarlas. Es eso lo que me empuja a votar por Juan Manuel Santos. Lo hago con el mismo sentimiento que me llevó a abrazar al general Mora, con el mismo sentimiento con que he estrechado la mano del presidente Santos a lo largo de estos dos años en los que, contra viento y marea, ha mantenido la mesa de La Habana.
Columna de opinión tomada de Semana.com
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