Por: Guillermo Linero Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.
Ahora que Colombia atraviesa una violenta situación social —por estricta responsabilidad de un gobierno más malsano que mediocre, y más para el hampa que para las personas—, me ha llamado la atención la singular tarea, casi siempre desprevenida, de reportar en imágenes y videos los hechos sociales cruentos, reportajes de guerra y levantamientos sociales. Hechos que sin estos registros pasarían sólo bajo el prisma de los informadores oficiales; es decir, por el filtro de quienes precisamente borran la historia porque para estas personas representa una tula cargada con sus rabos de paja y con sus antecedentes sanguinarios.
Esos registros —los de espontáneos particulares— por fortuna han dado a conocer al mundo todo lo contrario a lo que los medios oficiales propagan. En unánime percepción, estos medios comprometidos con el establecimiento han privilegiado la difusión de fotos y videos con vándalos asaltando supermercados, y no las miles de fotos y videos con jóvenes siendo víctimas de violencia (en muchas ocasiones homicida) por parte de policías y civiles, o mejor, por serviles que en nombre del uribismo se suman, “en apoyo a la policía”, disparando contra jóvenes en estado de indefensión; y —¡vaya valores!— hasta disparando contra personas de las comunidades indígenas que, desarmadas, reclaman sus derechos.
Lo cierto es que el mundo no estaría enterado de nada de esto de no ser por la rapidez, la multiplicidad de puntos de vista y la eficacia de estos nuevos fotoperiodistas eventuales. Ciudadanos y ciudadanas comunes y corrientes que, de pronto, sin que lo hubieran previsto, resultan testigos de primera mano de un hecho social anómalo como, por ejemplo, un salvaje abuso contra los derechos humanos.
En fin, registros de personas que se encontraron con la oportunidad de tomar una foto y la tomaron. Una realidad muy distinta a la de quien se dispone a salir tras la caza de un momento noticioso y con la sola responsabilidad de ser profesional de la ciencia de la fotografía, pues lo demás lo deja en manos de los redactores (encargados del relato de los hechos sociales y hasta de las decisiones de hacia dónde apuntar los teleobjetivos de sus fotógrafos acreditados).
Algo muy distinto a lo que les ocurre a estos nuevos fotoperiodistas espontáneos y anónimos, porque teniendo nombre y haciendo parte de la ciudadanía no tienen responsabilidad ante ninguna empresa, ante ningún jefe, ni ante las autoridades del Estado; porque son dueños y dueñas de su propia experiencia y de la posibilidad de registrarla e informar sobre ella —si así lo quisieran— como lo hacen vía redes sociales en una suerte de reporterismo gratuito, exclusivo e instantáneo. Por eso, llamar ante la justicia a quienes, sin ser fotoperiodistas con acreditación, propagan imágenes de hechos violentos es un acto de crasa ignorancia o de total ausencia del sentido común.
Esta proliferación de imágenes que desplazan las de los reporteros de medios oficiales y oficialistas ha provocado las críticas de quienes ven allí, en el aporte de estos nuevos y casuales reporteros y reporteras, la muerte del periodismo antes que su renacimiento. En efecto, soportan sus argumentaciones en que esta modalidad de la documentación en caliente se salta las mínimas normas y exigencias técnicas que se han conservado desde cuando se dio inició al uso de imágenes fotográficas para apoyar noticias de hechos ocurridos al aire libre (hacia el año 1887, en ocasión de la invención del flash que lo posibilitaba).
Y aducen, también, que estas personas que hacen de fotoperiodistas difícilmente pueden cumplir con los mínimos principios del oficio —al decir suyo: la actualidad, la objetividad, la narrativa y la estética—, como si sus tomas en caliente, siempre registradas con datos de fecha y hora, carecieran de actualidad. Involucran el término “actualidad” como sinónimo de relevante. Pero, quién dice, por ejemplo, que las fotos tomadas en las marchas no son de actualidad o que no están debidamente ilustradas en su atroz relevancia.
Cuando estos críticos se refieren al principio de la objetividad, por ejemplo, descuentan que las y los nuevos fotoperiodistas, precisamente por todo lo anterior, producen indefectiblemente imágenes fiables, es decir, cargadas de objetividad; y que si bien sus fotografías o tomas de video no son cuidadosas porque son repentinas y ocurren en caliente, nadie puede negar que representan con fidelidad los eventos que propagan y respecto a los cuales —como es posible a partir de cualquier imagen visualizable— podemos interpretar temas y contenidos.
Se les critica a los nuevos fotoperiodistas de celulares por falta de narrativa. En ese sentido, se argumenta que, siendo las suyas fotografías tomadas por el impulso de la espontaneidad —o de la oportunidad, mejor—, estas no están acompañadas de otros elementos informativos que las puedan convertir en un hecho periodístico comunicable. Pero, precisamente, las imágenes —casuales o cerebrales— cuando son buenas imágenes, tienen por característica indefectible hablarle a quien las observa y contar lo que registran. Y, por supuesto, si bien no pueden reemplazar al redactor periodista que apoya a las y los fotógrafos, sí pueden suplirlo cuando las fotografías incluyen una secuencia o construyen un video.
En cuanto al hecho estético, pareciera ser este el argumento más poderoso de los críticos al nuevo fotoperiodismo, ya que refiere el rigor estético con respecto al trabajo científico del fotógrafo y a sus preconocimientos acerca del funcionamiento de la luz, del encuadre, del fondo, la forma, la perspectiva, y de todo cuanto implica la composición plástica. Mientras que estos nuevos fotógrafos no tienen ni tiempo ni experiencia para hacerlo, siendo fotógrafos desprevenidos, pero, ¡ah, sorpresa!, sí lo hacen los aparatos por ellos. ¿O acaso alguien descree que la tecnología de los celulares de hoy no es de una alta eficiencia en términos de dispositivos y registros audiovisuales?
Por último, aunque no sea un principio (porque los fotógrafos tradicionales se ocupan básicamente de lo técnico, los nuevos fotoperiodistas cumplen también con la ética periodística en cuanto a que propagan sólo aquellas imágenes o videos de los cuales, por ser de su autoría, les consta su veracidad. Otra cosa es que haya malvados —que los ha habido siempre y los habrá— que utilizan estos mecanismos para hacer también reportajes periodísticos basados en fake news.
Estos últimos son otro asunto y tienen que ver más con la incultura ciudadana y con la justicia penal que con la existencia de fotógrafos espontáneos; fotoperiodistas que lo son porque se vieron, de pronto, en medio de una oportunidad o, simplemente, y lo que es más valioso aún, porque se vieron forzados por una necesidad, como un mecanismo de protección ciudadana.
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