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  • Foto del escritorRedacción Pares

Mecanismos de engaño y verdad

Por: Ramón Jimeno Abogado de la Universidad de Los Andes, periodista, analista, guionista, productor de cine y televisión.


Un análisis a raíz de las comparecencias públicas, ante la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV) de Colombia, del expresidente Álvaro Uribe, del excomandante paramilitar Salvatore Mancuso y del excomandante de las FARC-EP Rodrigo Londoño.


Quienes ostentan poder se consideran dueños del futuro y a través de sus acciones buscan definirlo. Al mismo tiempo suelen caer en la tentación de creerse dueños del pasado y tratan de moldearlo a su gusto[1]. Esto fue lo que ocurrió durante las comparecencias de Uribe, Mancuso y Londoño ante la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV). Los tres excomandantes dejaron clara su intención de controlar el relato público al buscar que su visión se percibiera como la verdadera. El rol pasivo de los comisionados, a pesar de la amplia información que han recopilado, les permitió a los comparecientes desconocer sus responsabilidades.


Los ejercicios de diversos analistas han desmaquillado la pretensión de los excomandantes. María Emma Wills mostró el absurdo de poner a su disposición los micrófonos a los actores sin contrapeso alguno y sin que las víctimas tuvieran voz; José Fernando Isaza hizo una analogía entre la familia del paramilitar Castaño y la del expresidente Uribe que evidencia cómo los dos relatos son calcados; otros analistas han expuesto la inconveniencia y el riesgo que corre la CEV al convertir la búsqueda de la verdad en un espectáculo público dominado por los protagonistas, sin que el rol de los comisionados para esclarecer la verdad se perciba.


Es oportuno retomar la tesis de la politóloga Hannah Arendt, quien puso en muchos de sus textos el engaño que necesita el poder para gobernar y sus dificultades para enfrentar la verdad. Las versiones de los excomandantes confirman esa realidad y que la verdad es indefinible, lejana, esquiva. De manera que cuando llegue el momento de ajustar las instituciones colombianas para que no se repita el conflicto, la tarea será difícil si no se producen los reconocimientos para reparar lo reparable y castigar lo imperdonable.


Los testimonios de los tres actores, por supuesto, son importantes por su contenido de veracidad, pero la justicia transicional debe ayudar a conciliar los crímenes con la reparación y el castigo. La CEV tiene el rol de equilibrar las voces, de incluir los reclamos de las víctimas, de contra argumentar y exponer sus hallazgos, y aún puede asumirlo.


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La forma como los tres actores desean que se perciban los daños colaterales es un ejemplo de su intención publicitaria. Los tres los justifican con frases grandilocuentes que camuflan la voluntad que los llevó a ordenar, tolerar o incentivar las graves violaciones a los derechos humanos. Decir que la guerra es así, o que fue la dinámica de guerra, o que no se enteraron, no es creíble. Es una forma de eludir la explicación con un lenguaje retórico, fluido, tan conmovedor como perturbador. Conmueve por su performance como víctimas y perturba por esta misma razón.


Uribe, jefe la institucionalidad y de las Fuerzas Militares durante ocho años, dio a entender que el gobernante puede causar daños colaterales al desplegar sus políticas. Exterminar a las FARC, que amenazaban la supervivencia del país, era esencial, requería todo su esfuerzo y él creía en sus tropas, en su moral, en su rectitud. Frente al paramilitarismo, se jacta de haberlo desmovilizado y se presenta como el solucionador del problema. Sin embargo, elude reconocer que su pensamiento es afín a la doctrina paramilitar que consideró una forma eficiente para luchar contra las FARC. De manera que los daños colaterales que produjo esa política son lamentables, pero él no asume responsabilidad alguna en su implementación e impulso. Tampoco habló sobre el papel de los narcotraficantes y cómo, mientras por un lado fumigaba los cultivos campesinos de coca protegidos por las FARC, por el otro aceptaba la financiación de los capos a los paramilitares.


Rodrigo Londoño (‘Timochenko’), que formó parte de la insurrección armada durante cuatro décadas, sostiene que se vinculó a la subversión por las injusticias sociales y para establecer un nuevo orden social y económico. Los abusos del Estado y la violencia de los años cincuenta son sus motivaciones. Pero es ligero en la explicación de la degradación de las FARC, en la instauración de sus prácticas violatorias de los derechos humanos y en el fracaso de su lucha. Reconoce que el espíritu revolucionario se desdibujó, pero lo justifica en la dinámica de guerra y en la necesidad de golpear al enemigo. Frente al narcotráfico, recuerda su sorpresa al visitar un frente descompuesto donde descubrieron la dimensión del problema, mientras que todo el país lo reconocía sin necesidad de visitar sus campamentos.


Mancuso, que formó parte de las élites económicas de la costa caribe antes de cofundar el paramilitarismo, profundizó algo en las alianzas y complicidades institucionales que les permitieron avanzar. Reconoció las violaciones a los derechos humanos que cometieron, pero no explicó por qué asesinaban campesinos por el hecho de transportar alimentos. Su objetivo era erradicar a la guerrilla, establecer la seguridad y llevar bienestar a la población bajo un modelo capitalista que el Estado había sido incapaz de consolidar. Reconoció que contaron con recursos del narcotráfico y aportes empresariales, pero se quedó corto al explicar bajo qué doctrina es válido usar la violencia contra civiles, con apoyos estatales y de los narcos, y sin norma alguna que los constriña.


¿Eran daños colaterales derivados de la guerra? ¿O más bien esos daños eran parte de la estrategia que asumieron para imponer su dominio? ¿Los daños fueron circunstanciales o estaban previstos? ¿Los nazis llegaron a la solución final porque no sabían qué hacer con los prisioneros o hicieron prisioneros para aplicar la solución final?


Al buscar que sus relatos sean conmovedores, los tres excomandantes apelaron a las emociones con argumentos para generar empatía. La CEV puso a su disposición los canales de comunicación, que les permitieron vender sus puntos de vista sin confrontación o corroboración alguna. Fue una gran oportunidad para posicionar sus versiones como verdaderas, al punto que Uribe, a pesar de desconocer el carácter institucional de la CEV, decidió aprovechar el escenario para moldear el pasado a su gusto.


El trabajo verificador lo hará la CEV después con un riesgo: cuando entregue su informe, las versiones de los excomandantes ya habrán echado raíces en el corazón de los civiles. Será fácil desconocer las verdades del informe porque es normal rechazar verdades que sorprenden, que remueven los cimientos éticos o morales de las personas, porque las confronta y compromete con una realidad indeseable en la que –por ejemplo– sus héroes se convierten en villanos. Nadie quiere sentirse cómplice pasivo o aceptar que vive en una sociedad gobernada por criminales. Lo humano es acoger tesis que se acomoden a lo que cada persona prefiere pensar que ocurrió: el relato de las buenas intenciones, los daños colaterales, las omisiones involuntarias son fáciles de aceptar, aunque sean engaños.


Muchos ciudadanos –dirigentes y empresarios– apoyaron el accionar de las fuerzas irregulares y las actuaciones ilegítimas de la fuerza pública. La antigua revista Semana realizó un estudio en los años de Uribe en el que se reveló que -para sorpresa general- los paramilitares recibían un amplio respaldo de la sociedad. Eran la solución al tema guerrillero. Al igual que muchos campesinos sin tierra y líderes urbanos comunistas, apoyaron el accionar de las FARC. El relativo éxito electoral de la Unión Patriótica –un movimiento surgido de otro proceso de paz con las FARC en los ochenta– demostró su ascendente apoyo popular. Por último, hay que registrar la condescendencia social con los reiterados abusos de los militares contra los civiles que llegó a su clímax con la masacre de magistrados y civiles en el Palacio de Justicia en 1985. El apoyo ciudadano, implícito y explícito, al uso abusivo de la fuerza pública contra los civiles y a la impunidad frente a estos crímenes de Estado, fue un respaldo a esas actuaciones.


De manera que el apoyo a los bandos irregulares y a los excesos de la fuerza pública es más extenso de lo que se quisiera aceptar. Compromete a quienes creyeron que eran modalidades incómodas pero necesarias para acabar con la guerrilla o con la injusticia. Después de convalidar esos caminos, a la ciudadanía le cuesta trabajo aceptar que las graves violaciones a los derechos humanos se lograron también gracias a su apoyo. Es más conveniente para su salud mental. Aceptar una verdad que destruye la estructura de creencias sobre la cual se funciona es difícil. El ser humano prefiere creer la versión que le conviene.


Sobre esta premisa se basan las versiones de los tres excomandantes. Entonces los daños son colaterales y no parte de una estrategia destinada a crear terror, dominar y erradicar al enemigo. Al ciudadano le hacen creer que era necesario hacer lo que se hizo, recurriendo al engaño colectivo. Una gran parte de la sociedad creyó que los paramilitares eran una solución acertada; al igual que creyeron que los excesos de los militares eran necesarios y que, si los sancionaban, los militares no combatirían; igual que a los seguidores de las FARC les vendieron la idea de que su degradación era inevitable ante la escalada de las fuerzas del Estado.


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El mecanismo del engaño funciona por la confiabilidad de las versiones de los tres excomandantes. Su mayor conocimiento de los episodios, las decisiones y los hechos les permite asumir una voz superior, omnisciente. En realidad, esta característica debía hacer poco confiable sus testimonios. El esfuerzo de los tres por represar tantas verdades que hacen falta era necesario para que la sociedad conozca lo que va a perdonar, a acepta, a conciliar. Frente a quienes estaban informados por la infinidad de estudios, documentos, informes, análisis, investigaciones, testimonios y noticias que a lo largo de las décadas se han elaborado, incluyendo la recopilación documental del equipo de Memoria Histórica que lideró Gonzalo Sánchez, saben que hubo pocas revelaciones.


Las audiencias carecen de las herramientas metodológicas, de la información y del contexto para diferenciar cuando el protagonista omite, manipula o miente. Todo lo que dicen puede ser verdad, porque el ciudadano está predispuesto a creer lo que sus antiguos héroes dicen porque así reafirman su posición. Esto explica que los tres protagonistas prepararan muy bien sus presentaciones. Las diseñaron a la medida de sus audiencias para fijarlas en la mente de los ciudadanos.


Los tres se dirigieron a las audiencias usando el mecanismo del mundo publicitario, donde al consumidor le presentan unas premisas emocionales que lo impulsan a comprar un producto. En la publicidad nadie busca validar si es verdad o mentira lo que anuncian. Se trata de percibir, a través de emociones, que es un producto que debe consumir. Con esta lógica publicitaria procedieron los comparecientes.


Mancuso se esforzó en confirmar que fue un instrumento de las fuerzas del Estado, que fue usado como parte de un engranaje mayor que después lo demolió. No explica por qué creyó en que la alianza paramilitares-narcotraficantes-fuerza pública-políticos sería triunfadora. Como si el fenómeno hubiera brotado de la tierra sin semilla ni cultivador: el cansancio con la guerrilla los unió, estructuró y armó para ir a un conflicto armado a cometer atropellos que no querían cometer.


Con esa lógica, los tres camuflaron la responsabilidad de sus acciones. Si las FARC destruían un pueblo era porque la fuerza pública estaba ubicada en medio de la población civil, aunque esté prohibido por el DIH. Como ellos necesitaban atacar a sus enemigos, era inevitable acabar con los poblados, por pobres que fueran. Igual, cuando las autodefensas masacraban a un grupo de civiles era porque se trataba de guerril