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Los violentos tras la máscara de la pandemia

Por: Germán Valencia  Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia 


La pandemia se ha convertido en Colombia en una máscara que sirve para ocultar la realidad violenta que vive el país. La crisis de la salud causada por el covid-19 le ha servido al Estado para tapar su inoperancia en el monopolio de seguridad pública, y a los grupos armados ilegales para evidenciar su expansión y, con ella, el incremento de la violencia que causan.


El aislamiento social preventivo también le ha servido a los actores armados para aislar las dinámicas de guerra que se desarrollan en la mayoría de los municipios del país. Este año atípico ha sido aprovechado por los grupos ilegales –que desde hace varios años se encontraban solapados en los territorios– para ampliar su presencia y ejercer mayor poder.


Desde antes de la pandemia, el país observaba cómo una ola de sangre se expandía por doquier. Entre 2018 y 2019 eran comunes actos violentos como las masacres y los asesinatos sistemáticos de líderes, lideresas y de firmantes de la paz. Los desplazamientos forzados, por ejemplo, pasaron de 149.425 a 195.381, los actos de terrorismo incrementaron de 152 a 209, y las masacres de 105 a 113 entre estos dos años.


Eso sin contar los múltiples escándalos e investigaciones en que estaba involucrada la fuerza pública y, en particular, las Fuerzas Militares, debido a las violaciones a los derechos humanos y graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario. En solo el primer semestre de 2020, este organismo vivió dos grandes escándalos: uno asociado a los falsos positivos y otro a los asesinatos de excombatientes de las FARC-EP.


Sin embargo, una vez iniciadas las medidas de aislamiento obligatorio, pareciera que la violencia se hubiese ido del país. Esta situación no es para nada cierta. Durante la pandemia no se ha reducido la violencia criminal. En el país continúan las masacres, los asesinatos selectivos, los desplazamientos forzados y las acciones violentas contra la población.


La historia de terror en Colombia continua. En abril de este año, el presidente de la Jurisdicción Especial para La Paz (JEP), Eduardo Cifuentes, mostró cómo, desde 2016 y hasta lo que llevábamos del 2021, han sido asesinadas y asesinados, por lo menos, 276 exmiembros de las FARC-EP y 904 líderes y lideresas sociales.


Un ejemplo de la dinámica expansiva del conflicto armado se presenta en los departamentos de Antioquia, Chocó y Córdoba. En estos territorios, de nuevo se observa cómo una diversidad de grupos armados compite por la presencia violenta en cada una de sus subregiones. Allí operan los Grupos Armados Organizados –en especial el Clan del Golfo y los Caparros–, la guerrilla del ELN y los Grupos PostFarc o Disidencias.


Con la salida de las FARC-EP del conflicto armado, en 2016, se pensó que la violencia se reduciría; sin embargo, esto significó simplemente una reconfiguración de los actores armados. Tan pronto las y los excombatientes se concentraron en las zonas veredales transitorias de normalización (ZVTN) y dejaron sus armas para iniciar los procesos de reincorporación colectiva en los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR), los otros grupos armados se expandieron.


A partir del 2016, otros grupos ilegales comenzaron su expansión y control territorial. Así lo hizo el ELN, que viene ampliando su número de miembros armados y fortaleciendo el apoyo con las redes de milicianos. Y también lo hizo el Clan del Golfo, que hace presencia, por lo menos, en 211 municipios en todo el país –en Antioquia son 52 municipios los afectados–.


Precisamente por esta situación de violencia de las estructuras herederas del paramilitarismo que operan en la región, por la debilidad estatal y por la falta de garantías hacia el cumplimiento de los acuerdos logrados con el Gobierno nacional, algunos exguerrilleros de las FARC-EP, que habían firmado la paz, volvieron a retomar las armas.


Este es el caso, por ejemplo, de los dirigentes de las disidencias de los frentes 5, 18 y 36, que siguieron operando de forma tímida en sus antiguos territorios de Antioquia –las subregiones del Norte, Occidente, Nordeste y Bajo Cauca–, pero que a partir de agosto de 2019 se han adherido a la llamada “Segunda Marquetalia” y hoy se han convertido en los Grupos PostFarc (GAPF) o Disidencias: actores que luchan por retomar el poder, por ampliarse y por consolidarse en los lugares donde históricamente tenían presencia.


Todos estos grupos armados ilegales utilizan los variados repertorios de violencia que poseen para causar desplazamientos forzados, confinamientos territoriales obligatorios y restricciones de movilidad –toques de queda y puestos de control–, además del reclutamiento de menores. Estos grupos cumplen la función de control y regulación de variadas actividades sociales, imponen normas y prohibiciones a la sociedad civil, ocupan el lugar del Estado.


Además, las disputas por el poder territorial entre grupos armados –por ejemplo, entre el Clan del Golfo y los GAPF– está llevado a una presencia territorial compartida y a la creación de nuevos frentes. Así ocurre en los límites entre Antioquia y Córdoba donde, en medio de la pandemia, se habla de un nuevo grupo armado organizado integrado por los antiguos frentes 18 y 52 de las FARC-EP.


Hoy en el país se observa cómo han vuelto los grafitis, los panfletos, las amenazas, la quema de vehículos, los cierres de vías y los ataques a bienes privados. Y cómo –por efecto de las confrontaciones entre agrupaciones– de nuevo se generan daños incalculables a la sociedad civil, volviendo el miedo y el terror a la población. Consecuencias nefastas que también padece la población reincorporada.

Así ocurrió en julio de 2020, donde debido a los hostigamientos y amenazas, las personas del ETCR Román Ruiz, en la vereda Santa Lucía, de Ituango, tuvieron que desplazarse colectivamente a Mutatá, en el Urabá antioqueño, con el objetivo de proteger la vida de los excombatientes y sus familias.


En síntesis, en el contexto de emergencia sanitaria por el covid-19 se observa una ola expansiva de los grupos armados ilegales en Colombia. Estas agrupaciones están luchando por obtener una soberanía hegemónica territorial y han aprovechado el confinamiento para desplegar su fuerza violenta. La pandemia se convirtió en una máscara, y la violencia en la realidad detrás de ella.


Estamos ante una realidad invisibilizada, tal como lo expresa Philip Abrams (1988) al estudiar el Estado. Pero en este caso, el Estado, en lugar de ejercer el poder hegemónico, ha dejado que otros actores armados ejerzan dominio y expandan su poder para establecer órdenes. Ahora, tras la máscara de la pandemia y en el mundo subterráneo de los grupos armados, son muchos los actores con capacidad para ejercer la violencia; y como siempre, nosotros y nosotras, las personas de la sociedad civil, en medio de ella, padeciéndola.


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