Por: Germán Valencia
Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia
Históricamente, al departamento del Chocó se le ha mirado desde sus carencias. Se le ha señalado como el departamento con niveles más bajos en cobertura en salud y educación –el 20% de su población es analfabeta–; como el lugar donde –a pesar de que cae agua todos los días, durante todo el año– el 73% de la población no tiene servicio de agua potable; y como una de las economía colombianas más informal e ilegal.
Esta mirada sesgada –por cierto real e histórica– ha servido para que el Estado y los medios de comunicación, al escuchar sobre una nueva masacre, el asesinato de niñas y niños, o el desplazamiento de miles de personas, instalen una cortina de humo y escondan la realidad que se vive en Chocó, advirtiendo que para ellos la única explicación que tiene el conflicto es la pobreza –que, según el DANE, se evidencia en el 80% de la población con necesidades básicas insatisfechas–.
Pero el origen de los problemas actuales de este departamento no está en las carencias que tiene sino en las muchas riquezas que posee. Es uno de los territorios naturales más dotados del mundo. Como ecoregión, presenta la mayor pluviosidad del globo –cae del cielo vida, a razón de un litro por metro cuadrado al día– y está cubierto en un 77% por árboles, en su mayoría bosque virgen, que arropan el 25% de las especies endémicas de plantas y animales del mundo.
Además, geoestratégicamente es el único departamento de Colombia que posee dos costas –la única herencia que nos dejaron luego de quitarnos al departamento de Panamá hace 127 años–. Debido a sus caudalosos ríos –San Juan, Baudó, Bajo Atrato y Darién, verdaderas autopistas rápidas– este territorio es aprovechado para comunicar los océanos Atlántico y Pacífico, desde la región de Urabá hasta el sur del país.
Estas características biogeográficas lo han convertido en un festín que todos los actores –armados y no armados– quieren aprovecharse, en especial los empresarios ilegales, que se vienen convirtiendo en el cáncer que despedaza y reseca este territorio. La más importante y dañina actividad la constituye hoy el narcotráfico. En el norte hacen presencia las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o Clan del Golfo, que usan el territorio, tradicionalmente, para transportar en lanchas rápidas la droga, y más recientemente, como cocinas para producir el alcaloide. Y en el sur, comparten el territorio el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el cartel de los mexicanos quienes, igualmente, regulan el narcotráfico y compiten con su vecino del norte por este negocio.
A este cáncer del narcotráfico se le suma el de la minería, que, a pesar de ser legal en algunos sitios, daña todo el ecosistema chocoano. La minería es la actividad que desempeña la mayor parte de la población, la cual se da en el litoral del río San Juan. Allí se tiene la capital mundial del platino (Condoto), un metal que es aún más costoso que el oro, la plata y el cobre, de los que allí también se extrae, y que está provocando el daño irreversible de todo el ecosistema.
Le sigue, en menor medida, la producción de madera. Este territorio, rico en naturaleza silvestre, sirve para extraer el 60% de la madera aserrada que se utiliza en el país, lo que pone en riesgo los tres grandes parques naturales que allí se ubican: Los Katíos (parque binacional con el Parque Nacional Darién en Panamá), Ensenada de Utría y el Tatamá. Esta, se trata de extracción que se da de forma lenta –el 55% del bosque se mantiene intacto–, y que debido al conflicto armado y a la falta de vías demora varias décadas para destruir el lugar más biodiverso del mundo.
Y por si estos tres cánceres fueran poco, se le suma, en los últimos años, las rentas por el tráfico ilegal de personas. El Chocó, al ser límite natural con Panamá, se ha convertido en lugar de tránsito de personas que buscan los países del norte. Las selvas, por donde transitan los migrantes hacia Juradó y Bahía Solano, comienzan a convertirse en una especie de queso hoyado, donde miles de migrantes transitan por esta frontera –como ocurre con Venezuela–, dejando en los empresarios ilegales millones de dólares por el paso a Panamá.
Finalmente, existe la posibilidad de que muy pronto, a este cóctel macabro de actores, se le unan los empresarios legales. Desde hace décadas se ha mirado al Chocó como un territorio estratégico. Esto por dos razones: primero la construcción del restante tramo de la carretera Panamericana que unirá el sur del continente americano con el norte, desde la Patagonia hasta Alaska; y que hoy está paralizado, entre otras razones, por la presión de los ecologistas que se oponen a echarle maquinaria al Tapón del Darién.
Y segundo, por la posibilidad de avanzar en la construcción de un canal interoceánico, el cual usará el río Atrato y podría permitir el tránsito de barcos de mayor calado. Esto es un mito empresarial que muchos consideran una realidad para este río, y que ha llevado a pensar al Chocó como uno de los lugares que mayor potencial tiene para el comercio mundial y el tráfico marino entre los océanos del gran Pacífico y el Atlántico.
Pero el peor mal está ocurriendo con la destrucción de la riqueza social que allí habita. En el Chocó se encuentra la mayor población negra o afrocolombiana del país que, junto a comunidades indígenas ancestrales, población mestiza y pocos blancos (5,01% del total del departamento), conforman una riqueza cultural sin par en Colombia. Esta población sufre desde hace varias décadas todos los horrores de la guerra: asesinatos selectivos, amenazas a líderes y comunidades, violencia sexual, desplazamientos forzados individuales y masivos, limitación de la movilidad (confinamientos) y reclutamiento forzado.
Comunidades campesinas, que como la indígena, de manera constante tiene que desplazarse a ciudades como Medellín para no ser asesinada. A los jóvenes se les obliga a coger el arma y engancharse en los grupos armados; y a los pescadores, a que salgan a buscar los paquetes de cocaína que dejan abandonados en alta mar los traficantes cuando se sienten atrapados por las autoridades. En breve, se destruyen los ecosistemas de confianza poblacional, los tejidos culturales y comunitarios y el futuro de este territorio ancestral.
Un territorio que, en todo caso, clama por una acción humanitaria integral y la búsqueda de una solución política al conflicto armado, pues la típica solución militar, de llenar este territorio con la Fuerza Pública, lo que se haría es aumentar la violencia y, con ello, el miedo, el desplazamiento y la pérdida de vida. Por eso ellos piden que se les respete la vida y sus tradiciones culturales, a las autoridades étnicas y sus líderes y lideresas. Igualmente, que se proteja el patrimonio cultural y natural que se tiene en este territorio, que no es solo de Colombia; le pertenece también a la humanidad.
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