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La Minga, camina de nuevo la palabra

Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.


Vuelven los pueblos indígenas a marchar juntos en la minga, tradicional forma de solidaridad de los las comunidades originarias y campesinas, ahora convertida en un mecanismo de expresión colectiva -caminar la palabra: dialogar, acordar y honrar los compromisos- para exigir el cumplimiento de acuerdos, la realización de derechos y buscar la concertación y negociación de reivindicaciones en torno a la democracia, la justicia social y a la paz, como integrantes de la nación colombiana y víctimas del conflicto, la exclusión, el marginamiento y condiciones de pobreza derivadas de la visión y los modelos de economía imperantes en el país.


Hasta la Constitución de 1991 que reconoció a Colombia como una nación multiétnica y pluricultural, con todo lo que ello significa y ciertas castas no han querido entender, las políticas gubernamentales hacia los pueblos indígenas se caracterizaron por un paternalismo discriminatorio que conllevó a su progresiva desaparición o reducción, mientras costosos libracos oficiales exhibían en las embajadas en el exterior exóticas fotografías de “nuestros nativos”. Tan de menor valor era el indígena que los autores de la masacre de “La Rubiera” se defendieron en el juicio argumentando, a finales de los 60, que no sabían que matar indios era delito.


Los pueblos indígenas han resistido desde el catastrófico encuentro con los españoles hace medio milenio, durante el largo periodo colonial y en más de dos siglos de vida republicana, a pesar del cruel sojuzgamiento al que estuvieron sometidos. Fruto de esa resistencia cada vez más consciente y reflexiva, en 1971, surgió el Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) un proceso organizativo cuyas características de autonomía e identidad, programa reivindicativo y formas de interpelación, lo han convertido en ejemplo mundial y objeto de estudio en el ámbito de los movimientos sociales contemporáneos.


Dejaron hablando solo a Álvaro Uribe, cuando micrófono en mano intentaba imponerles el orden de la “seguridad democrática” desde un puente peatonal en Cali, luego de llamarlos al “diálogo”, mientras ellos clamaban por la paz; se sentaron con gobierno Santos, reticente al inicio, y pactaron. Paralizaron el año pasado el suroccidente, ante la negativa de Duque de conversar frente a frente para ratificar lo convenido con sus subalternos y que se pudieran abordar temas de cara al país. Imagen: Cortesía.

Durante más de una década, el Cric condujo las luchas indígenas por recuperación de tierras, más allá del debate sobre que son sus dueños originales, con títulos legales adjudicados en la colonia y la naciente república, hábilmente ignorados por terratenientes y gamonales. Fueron grandes los sacrificios contra la represión y en vidas pero poco a poco el Estado tuvo que reconocer la validez de los reclamos y acceder a revertir o adjudicar tierras vitales para la supervivencia de estas poblaciones. La lucha por la madre tierra dio paso a una toma de conciencia y recuperación de valores vividos y pregonados por los mayores sobre la autonomía, la identidad, la cultura y la necesidad de la organización como medio de abrirse un lugar y ser tratados con dignidad.


Tras el ejemplo del Cric, otros pueblos indígenas sobrevivientes crearon sus respectivas organizaciones, conformaron la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic) e incidieron con inteligencia para que en la Constitución del 91 se consagrara el derecho a sus territorios, gobierno, cultura y justicia.


Se constituyeron en un actor protagónico de las luchas sociales en el país asumiendo, no sólo el reclamo de sus derechos, sino imbricándose en los retos mayores de los sectores populares en la búsqueda a la solución negociada al conflicto armado – confrontando a los actores armados por el respeto a su autonomía- y por cambios sociales, económicos y políticos que la proclamación de un Estado Social de Derecho en la Carta Magna reclama.


A esa tarea han dedicado el Cric, la Asociación de Cabildos del Norte del Cauca (Acin) y la Onic, con la autoridad moral de la Guardia Indígena y el apoyo de organizaciones de la comunidad afro y sociales del país, las últimas dos décadas, a través de las mingas que gobierno a gobierno han marchado hacia Cali o Bogotá para negociar sus pliegos propios y respaldar amplios reclamos populares.


Vistosas, sentidas y multitudinarias mingas y marchas indígenas exigieron la salida de los violentos de su tierra, la exclusión del conflicto, una solución pacífica a la guerra y rechazaron el TLC con EE.UU., apoyaron los acuerdos con las Farc, los planes integrales de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos y ahora respaldan el pliego del Paro Nacional iniciado el 21 de noviembre de 2019 que resurge tras la pandemia.


Así dejaron hablando solo a Álvaro Uribe, cuando micrófono en mano intentaba imponerles el orden de la “seguridad democrática” desde un puente peatonal en Cali, luego de llamarlos al “diálogo”, mientras ellos clamaban por la paz; se sentaron con gobierno Santos, reticente al inicio, y pactaron. Paralizaron el año pasado el suroccidente, ante la negativa de Duque de conversar frente a frente para ratificar lo convenido con sus subalternos y que se pudieran abordar temas de cara al país.


Vuelven ahora con la misma invitación, que el gobierno debería aceptar pues no obstante que, se debe reconocer, ha designado una delegación representativa y afirma estar al día en sus compromisos, constituiría un acto de reconocimiento y diálogo que aun sin acuerdos lo enaltecería pero mal aconsejado parece entender que está por encima.


No obstante, la legitimidad histórica y la justeza social de los reclamos indígenas, las diversas recomendaciones, programas y normativas de Naciones Unidas a través de OIT, Unesco y el PMA, entre otros, un sector de la sociedad colombiana, en particular el uribismo, insiste, a la vez que en desconocer la legitimidad de sus demandas, en desprestigiar para reprimir y debilitar, el vigoroso actor social en que se ha constituido el movimiento indígena por el respeto ganado, la autenticidad y seriedad de sus organizaciones y las innovadoras formas de exposición de sus reivindicaciones.

Durante el gobierno Uribe se intentó afectar al Cric creándole una organización paralela gobiernista encargada de adelantar propaganda sucia en su contra en los medios y estrados judiciales.


A raíz de la Minga2020, desde el gobierno se apela al ya desgastado libreto de la infiltración subversiva de la marcha para, con el engaño de su supuesta protección, estigmatizar el movimiento a la vez que encontrar la excusa a cualquier incidente sobreviniente. Imagen: Pares.

En ese esfuerzo de tergiversación salta la posición del precandidato presidencial uribista Rafael Nieto Loaiza, quien, en reciente columna de opinión, fustiga al gobierno de su partido por dialogar con los indígenas, mientras califica las protestas de “acciones contra el Estado”, motivadas por el narcotráfico y los grupos armados ilegales.


La ministra del interior y otros representes gubernamentales reiteran de manera ignorante que la acción es política, pues presuponen que con ello la descalifican, cuando por el contrario, lo que hacen es reconocer que los indígenas tienen muy clara su propuesta, está en sus pliegos. Basta leer.

Cosa distinta es que esos sectores consideren que “esos indios se están pasando”, pues su condición es estar al margen de la sociedad, como era antes, cuando los hacendados mandaban y los “nativos” obedecían o los hacían obedecer. Incluso a sus seguidores indígenas sumisos, los partidos tradicionales les abrían cupo para que ocuparan curules en compensación por asegurarles votos a cambio de un pedazo de panela. ¡Eso sí era democracia!


En esa línea, Nieto, con total irrespeto y soberbia clasista, sindica la minga como una acción política, que lo es, “que en la mayoría de los casos está ligada a una izquierda que alienta el enfrentamiento”. De manera que ese actor social y político autónomo, sinérgico, resiliente y telúrico se convierte en un “idiota útil” de una fuerza política a la que estigmatiza y proscribe, en la obtusa visión de la derecha.


Se duele, que, según sus cifras, tras las tomas de la carretera Panamericana (40 desde 1986) los indígenas hayan pactado aumento de presupuestos, que en el paro de 2017 hubieran logrado el 1% del SGP, que en el Plan Plurianual de Inversiones del Presupuesto Nacional para este cuatrienio haya 10 billones de pesos para las poblaciones indígenas y que de la minga del año pasado obtuvieran $823.148 millones adicionales del Gobierno. Lo que demuestra que las peticiones son justas y la efectividad de la minga.


Insiste que es una minga política porque no se limita a un pliego acotado a sus fronteras y carencias m´nimas, “Tampoco es asunto de tierras. En el 2018, los indígenas controlaban el 27,6% del total de la tierra rural, más de 31,6 millones de hectáreas.


Son, de lejos, los grandes terratenientes en Colombia. Y siguen acaparando. Del paro del 2019 se llevaron $90.000 millones para compras de tierras.” De nuevo manipulando cifras se intenta refutar la necesidad de tierras para la subsistencia y desarrollo de las comunidades, sumándoles todos los parques nacionales naturales, excluidos de explotación, de los que son guardianas.


Y deja salir una tenebrosa advertencia, “Aún así, o tal vez precisamente porque aprendieron que sus delitos y las violaciones de los derechos de los demás quedan impunes y que, en cambio, las vías de hecho siempre les son premiadas, son cada vez más frecuentes las invasiones de fincas en el Cauca y en el sur del Valle.


Ahora quieren quedarse con el cerro del Morro, en Popayán, donde se encontraba la estatua de Belalcázar que derribaron ante la azarada quietud de las autoridades que, parece, no entienden su importancia estratégica.” Es posible que los policías azarados no entiendan la importancia estratégica de la estatua: muestra a alguien que manda. Por eso la tumbaron, porque los indígenas ya no aceptan amos.


Para asombro y vergüenza que deberían sentir no solo los colombianos sino los ministerios de Cultura y del Interior, el Instituto Colombiano de Antropología e Historia, las facultades de antropología y los antropólogos y científicos sociales, sostiene que:


“Tan buen negocio es hoy hacer parte de las poblaciones indígenas que cada vez más colombianos se ‘reconocen’ como tales. La población indígena pasó de 1.392.230 personas, en el 2005, a 1.905.617, en el 2018. Del 3,4% al 4,4% de todos los colombianos, un milagroso crecimiento del 36,8% en apenas 13 años. Las poblaciones indígenas se multiplican por arte de magia y ya no son 93 sino 115. Es buen negocio. A ver si de esta minga salen unos cuantos más.” Como si los grupos étnicos salieran de un soplo divino y no fuera una de los principales retos y motivo de orgullo de la humanidad evitar el etnocidio.

Claro que la minga es política, calificativo que es dable de una acción consciente, deliberada, organizada y con finalidades, la mejor y mayor expresión de democracia participativa y plebeya. Lo que en realidad quieren expresar quienes desbarran contra la organización indígena es que no soportan un actor potencial de las nuevas decisiones nacionales en disputa por el poder, pero eso ya es una realidad irreversible.


Las movilizaciones indígenas han obtenido logros importantes en un escenario de acción colectiva del altor riesgo a tal punto que en este año han sido asesinados más de 60 miembros y líderes de comunidades. No obstante perseveran. Son un sujeto político de importancia si se quiere concebir la democracia como un escenario de inclusión, agregación de demandas colectivas, representativo de todos los integrantes de la nación. Habrá más mingas. Los indígenas tienen la paciencia de los siglos, la digna fuerza de sus palabras y la irrenunciable esperanza de los pueblos.


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