Por: Guillermo Segovia Mora Abogado y politólogo
Si algún tema reclama con urgencia la atención de quienes aspiran a regir los destinos del país y de quienes —organizados o no— les apoyan, ese es, sin duda alguna, la administración de justicia: un asunto al que muy poca atención —salvo algunas salidas oportunistas— le han prestado la miríada de candidatos en lista.
Ni la izquierda agrupada en el Pacto Histórico, que busca electoralmente referenciarse como la opción por la vida, ni el centro ni la derecha plantean reformas fundamentales para rescatar la justicia de su desprestigio y, en el caso de la instrucción penal, de estar al servicio del Gobierno, sus causas y aliados.
En los 60 puntos que esbozó Alejandro Gaviria para oficializar su aspiración, la justicia, no como valor, sino como conjunto de normas, procedimientos e instituciones para garantizar la vida en convivencia y formas civilizadas de relación entre las personas bajo estándares de igualdad, transacciones éticas y consenso sobre conductas reprobables y penas consecuentes, en el marco de la garantía de derechos, está ausente.
En otra orilla, la última salida sobre el tema del expresidente, imputado penalmente, Álvaro Uribe Vélez, es de un cinismo pasmoso: aprovechar la coyuntura que ofrece una justicia transicional pactada entre partes negociantes para poner fin a un conflicto, y acotada en su alcance a los ámbitos del mismo, para sacar provecho, simulando pendientes judiciales propios con la preocupación por asimetrías que solo es posible deducir si se desconoce la fundamentación del Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las extintas FARC-EP.
La Fiscalía General de la Nación (novedad con la que los constituyentes de 1991 apuntaban a superar la impunidad tradicional, copiando a las malas el sistema penal acusatorio estadounidense) se convirtió en un fracaso al hacer depender la elección de su cabeza de los intereses presidenciales, al tener el Ejecutivo la facultad de ternar, ante la Corte Suprema, sus personas escogidas. Si no desde el comienzo, los últimos fiscales han demostrado estar al servicio del Gobierno o de los poderes que manejan el país.
El actual fiscal convirtió la entidad en una vitrina ególatra. Las últimas actuaciones del ente acusador muestran parcialidad, intenciones de obstruir otras instituciones de la justicia, propósitos políticos persecutorios o favorecimientos al servicio del partido de gobierno y de los intereses presidenciales. Lo demuestran, entre otros, los intentos torpes de judicializar a la alcaldesa de Bogotá y al candidato presidencial Gustavo Petro, o las polémicas imputaciones al también candidato Sergio Fajardo, el favorecimiento a Uribe o la solicitud de imputación de responsabilidad al general retirado Mario Montoya, excomandante del ejército en el Gobierno de Uribe, por los asesinatos de civiles, en detrimento de las competencias de la Jurisdicción Especial para la Paz.
Si bien la rama Judicial, en su cúpula, está integrada por magistrados postulados y cuotas de filiación partidista, históricamente, esta situación ha logrado solventarse al centrarse la discusión de los temas en principios y corrientes jurídicas, en un sano debate zanjado por votaciones mayoritarias y guiado por la Constitución. Pero el funcionamiento de la rama no está exento de casos de corrupción y de la compraventa de lealtades y puestos a cambio de favorabilidades. No pocas veces se aprecia falta de sindéresis, incongruencias perjudiciales a los ciudadanos y las ciudadanas de menores recursos, ductilidad en sus lineamientos éticos, e instrumentalización por los poderosos.
Dos casos recientes ilustran el descalabro al que ha conducido el peso del poder político, económico y mediático a la administración de justicia y a la credibilidad de la ciudadanía en su sistema judicial. Álvaro Uribe Vélez, enardecido por las acusaciones fundamentadas que en un debate parlamentario le hizo el senador Iván Cepeda, optó por llevar la rencilla a los estrados. Denunció al senador ante la Corte Suprema por manipulación de testigos y fraude procesal. Después de una ardua investigación, esa instancia concluyó que las cosas eran al revés y determinó la detención preventiva del expresidente. Uribe acudió a la misma Corte que fue espiada por orden de funcionarios de su Gobierno, razón por la cual los tribunales acaban de ratificarles condenas.
En una maniobra a todas luces tramposa para zafarse de esa instancia, el senador Uribe renunció a su calidad de congresista, lo que (gracias a una argucia legislativa oportunamente aprobada a favor de los parlamentarios) posibilitó que el caso pase a la jurisdicción ordinaria con la Fiscalía como ente acusador. Mal ejemplo que han seguido otros de sus copartidarios o simpatizantes (Prada, Pulgar y recientemente Ballesteros). La maniobra se da justo en la circunstancia en que el fiscal General de la Nación es amigo del Presidente de la República —a la vez pupilo del imputado— y fue elegido bajo esa condición en un desliz complaciente y reprochable de la Corte.
El fiscal Francisco Barbosa, nominado por el presidente con subrayado, puso en manos de un subalterno uribista —el fiscal coordinador Gabriel Jaimes, ficha de la ultraderecha— el caso Uribe y, como era de esperarse, este solicitó que se archivara el proceso por falta de evidencia. Esto después de que la Corte mantuvo en detención domiciliaria al imputado por suficiente acerbo probatorio. El asunto no se ha concluido porque los juristas de la contraparte no renuncian ante semejante aberración disfrazada de garantismo y aupada por medios de comunicación partidistas.
Otro caso: el de la joven Daneidy Barrera, quien se hizo famosa con la expresión “Epa”, a través de las redes sociales, aprovechando una habilidad que no es común: la extroversión y el desafío como alternativa para lograrse un lugar de figuración. Mediante extravagancias y provocaciones lo logró, pero en su último intento de atraer la atención, en el marco de protestas ciudadanas en 2019, causó daño en bien público en forma deliberada y manifiesta, destruyendo elementos del sistema de TransMilenio en Bogotá y transmitiendo de manera provocadora su acto vandálico.
Al tratarse de un hecho de conocimiento público, la primera sanción judicial fue prohibir el uso de sus cuentas en redes y una pena menor —pero en el nivel jerárquico— ante una selección de acusación precipitada con indudables pretensiones efectistas de la Fiscalía —para mostrar, debido a los cuestionamientos a su eficiencia, drasticidad frente a las movilizaciones y protestas, la sanción fue agravada—. Recientemente, el Tribunal Superior de Bogotá determinó, para Daneidy Barrera, una multa elevada y una pena de prisión no excarcelable bajo la discutible y politizada sindicación adicional de terrorismo —es claro que lo de “Epa” era exhibicionismo publicitario—. El exabrupto puede enmendarse al resolverse el recurso presentado por los abogados de Barrera con la corrección de la calificación del delito y la desproporcionada pena impuesta.
En esta situación se hizo evidente la falta de coherencia del sistema judicial y de los dirigentes políticos y sus militancias, pues frente al hecho objetivo de una conducta violatoria sancionada por la ley, se permitieron la polémica partidista. Desde la Fiscalía y el Tribunal quisieron darle un mensaje a las “primeras líneas” de protesta (a las que no pertenece Barrera) de lo que les espera en el sistema judicial; y, desde cierto sector de izquierda que quiso atraerla, se pretendió hacer de la trasgresión un motivo de impugnación del aparato judicial por parcialidad clasista, desconociendo que, en los hechos, esta persona cometió conductas repudiables, previstas y sancionadas por el Código Penal.
Cuestión muy distinta a la planteada por el candidato presidencial Gustavo Petro frente a las acusaciones contra manifestantes judicializados por desmanes, que en su concepto no pueden calificarse de terrorismo por tratarse, esos sí, de “delitos con fines políticos”, dado que fueron cometidos en el marco de la protesta social.
Para no dejar duda sobre el despelote en que se ha convertido la justicia en manos de la politiquería, luego de un atraco del que su padre fue víctima, sin evidencia que pruebe relación con los hechos que le son imputados, la señora Barrera, en una hábil maniobra propagandística con el fin de lograr que la orden judicial en su contra quede engavetada, se reunió con el también imputado —y a punto de ser exculpado— expresidente Álvaro Uribe, según manifestó, “en busca de protección, amiga”. Es decir, acudió a rogar seguridad a un particular, reforzando en el imaginario colectivo la efectividad del poder de las influencias y la incapacidad del Estado de garantizar la tranquilidad de la ciudadanía.
El expresidente Uribe, conmovido por la visita de Daneidy y urgido por su caída de imagen y el derrumbe de su delegado en la Presidencia, elogia los propósitos de la emprendedora, evita responder por qué apoya una transgresión de la ley o la minimiza haciendo comparaciones amañadas —hay otros delincuentes mayores que ostentan una curul, dice— y tergiversando el sentido de la justicia transicional acordada con las FARC-EP. Además, propone una amnistía general, excepto para delitos de lesa humanidad y corrupción (todo no se puede), generalidad que encubre el objetivo de beneficiarse él y todas las personas involucradas en los delitos cometidos durante sus mandatos como gobernador y presidente (por lo conocido, más graves que la mayoría de los que serían amnistiados).
Los elogios del expresidente Uribe a la emprendedora por su tesón para salir adelante están inspirados en la meteórica carrera empresarial de sus hijos, horizonte que ilumina a la “influencer” también velozmente enriquecida a punta de keratina. El apoyo desde la Presidencia de su padre para que los jóvenes Uribe se enriquecieran en emprendimientos con ventaja es aleccionador, mas, las cifras y los hechos demuestran, difícil de repetir. Desde el poder se puede todo: cambiar el uso de tierras, ejecutar proyectos de reciclaje de origen oficial, exportar artesanías con promoción de entidades públicas, comerciar con chatarra y ajustar todo a la formalidad legal para sacar provecho fiscal, ser multimillonarios constructores y tributar por lo bajo.
De paso, hay que mencionar el escándalo de la contratación de Internet para zonas rurales por el MinTIC, develado por la acuciosa periodista Paola Herrera, en el que la ministra Abudinen, cuota del ´clan Char´ de Barranquilla, obligada a renunciar por la presión pública y el demoledor debate de moción de censura de la oposición, asumió una descarada defensa de un proceso a todas luces irregular en el que, si bien hasta ahora no se la puede acusar de apropiación de recursos, sí se le puede cuestionar por negligencia, impericia y falta de debido cuidado. Factores que favorecieron una red criminal con posibles anclajes políticos —como ilustró el congresista Germán Navas—. Este y los otros casos descritos demuestran las ventajas y los amplios márgenes de actuación frente a la justicia que permite el ejercicio pervertido del poder.
“De cuándo acá el funcionario tiene que responder más allá de la ley”, dijo el entonces ministro de Hacienda, Oscar Iván Zuluaga, ante los cuestionamientos éticos en contra de miembros del Gobierno en el debate por el favorecimiento a los hijos de Uribe en la zona franca de Mosquera.
Una reforma profunda al sector justicia clama el país. La elección del fiscal, las cabezas de los órganos de control y los magistrados de las altas cortes no pueden depender del presidente de la República y sus intereses. La rama Judicial debe recuperar su independencia y resguardarla con gente proba, exige modernización y garantizar ecuanimidad y pulcritud en sus actuaciones. La Fiscalía exige un replanteamiento total para que la investigación criminal no sea vista como un favor al Gobierno y sus amigos o una trampa contra los adversarios. La justicia debe estar libre de la politiquería. Los sectores alternativos tienen un gran desafío sobre qué van a plantearle al país al respecto. No más justicia a la medida del cliente, para los de ruana, ni según quien manda.
* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.
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