Me cuesta creerlo. Leí a María Isabel Rueda citando a Pedro Medellín, quien revive la discusión sobre la vinculación del Estado y los paramilitares, y los dos dicen que es absurdo establecer este vínculo. Leí luego a opinadores y a varios activistas en redes sociales que apoyan la tesis. Leí después a Rodrigo Uprimny, quien pacientemente trata de explicarle a María Isabel la pertinencia del proyecto de acto legislativo que prohíbe el paramilitarismo como parte de los acuerdos entre las Farc y el gobierno nacional.
Estaba convencido de que esa discusión ya no existía. El Estado, en cabeza del presidente Santos, aceptó en La Habana la justicia especial para la paz que admite sin ambages que agentes del Estado y actores civiles deben concurrir a los tribunales de la JEP y a la Comisión de la Verdad, para confesar los delitos que cometieron en la lucha contrainsurgente.
Eso, precisamente eso, fue lo que permitió que las Farc aceptaran los secuestros, los graves ataques a la población civil, el narcotráfico, los crímenes de guerra, en fin, las múltiples violaciones al derecho internacional humanitario. Antes también mentían abiertamente o utilizaban otras denominaciones para referirse a estos delitos en una actitud que sonaba igualmente estúpida.
Es muy probable que Santos exministro de Defensa, Santos que conoce como nadie el poder por dentro, Santos que tiene especiales habilidades estratégicas sepa mil veces más que María Isabel Rueda, más que todos los opinadores ahora espontáneos defensores del Estado, y tenga en su cabeza que en 1965 y en 1968 mediante el Decreto 3398 y la Ley 48 se autorizó la defensa civil; que luego en 1994 en el Decreto Ley 356 se permitieron las Convivir que se transformaron en las Autodefensas Unidas de Colombia; que posteriormente, en 2003, el presidente Uribe llamó a la acción a miles de campesinos bajo la denominación de “soldados de mi pueblo” para labores de inteligencia y de apoyo a las Fuerzas Militares.
Digo esto solo para indicar algunas medidas legales que propiciaron la vinculación de civiles a la defensa del Estado y a la lucha contrainsurgente. Sin hablar de la aceptación tácita o de la legitimación pública que tuvieron esas fuerzas aún en el apogeo del horror, a finales de los años noventa y de los primeros años del siglo XXI, cuando Castaño y Mancuso se pavoneaban en las reuniones y en la prensa como salvadores del país.
Era tal su legitimación que cuando se produjo su desmovilización, el 90 por ciento de los jefes paramilitares no tenían procesos judiciales y la Fiscalía utilizó sus propias versiones libres en los tribunales de Justicia y Paz para incubarles las acusaciones y poderlos retener en las cárceles.
Rueda y Medellín tienen como argumento para escamotear la responsabilidad del Estado en la emergencia y proliferación de estas fuerzas ilegales, que sembraron el terror en el país y afectaron gravemente las instituciones democráticas, el que en algún momento los organismos de Justicia reaccionaron y llevaron a la cárcel a cerca de 600 líderes políticos –entre ellos 61 parlamentarios– y a miles de miembros de la fuerza pública por estas alianzas. Que además eran hechos individuales y aislados, la famosa teoría de las manzanas podridas.
Pero la politología norteamericana ha acuñado el nombre de “Estados híbridos” para estas situaciones; realidades donde una parte de las instituciones y de sus agentes respetan a cabalidad el Estado de derecho y otra parte de las instituciones y de sus agentes lo vulneran, otra parte ataca desde adentro a la democracia. Fuimos y somos un Estado híbrido donde instituciones enteras han caído en manos de los criminales. Tenemos que darnos la pela como sociedad, aceptar esta triste realidad y proceder a tomar todas las medidas legales y prácticas para que este termine y no vuelva a ocurrrir.
También en las negociaciones entre el gobierno y el ELN en Quito está candente el tema. La guerrilla insiste en volver transparente esa realidad y dar a conocer los manuales de operaciones y todas las directivas que prohijaron el involucramiento de civiles en el conflicto como víctimas o como aliados en la lucha contrainsurgente. Insiste en medidas prácticas para deshacer ahora mismo los silencios o la inacción o las complicidades de actores estatales con quienes están matando a los líderes sociales.
Esto no les hará daño a las Fuerzas Militares colombianas que han mostrado la mayor sensatez y compromiso en el proceso de paz con las Farc. Al contrario, los pondrá de cara a la justicia transicional que permitirá la salida de la cárcel de los militares hoy acusados o condenados, siempre y cuando confiesen sus desviaciones y delitos, y preparará a la fuerza pública para doblar esta página oscura de la historia de Colombia donde la guerra sucia se convirtió en un pan de cada día.
Implicaría, desde luego, una decisión inapelable en el ELN para comprometerse –en el marco de un cese bilateral al fuego y a las hostilidades– con el abandono del secuestro y la voladura de oleoductos; y para empezar, igualmente, a transitar el doloroso camino de reconocer crímenes como el de monseñor Jaramillo en Arauca y las diversas afectaciones a la población civil en los largos años de su alzamiento armado.
Columna de opinión publicada en Revista Semana
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