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La espada fue testigo

Por: Guillermo Segovia

Politólogo, abogado y periodista


Acaba de publicarse en Puerto Rico “Soy la espada y soy la herida”, una novela histórica del periodista y escritor Josean Ramos que, de forma fascinante, recorre parte de la historia de Colombia y Latinoamérica en los convulsos años 80 del siglo pasado; del insurgente Movimiento 19 de Abril, desde sus inicios hasta su desmovilización, previo acuerdo político que llevaría a la Asamblea Constituyente de 1991; y de una de las espadas -todas enigmáticas- del Libertador Simón Bolívar: la que dio bautizo público al M19 el 17 de enero de 1974, cuando la sustrajo de la quinta que Bolívar habitó, en las estribaciones de Monserrate, como gobernante de la Gran Colombia, y en la que convivió con su amante, “La Libertadora del Libertador”, Manuelita Sáenz.


Tal vez no haya en la historia nacional un hecho simbólico de tantas repercusiones como la acción mediante la cual el movimiento subversivo, confluencia de distintas vertientes rebeldes innovadoras, determinó salir a la luz reivindicando la victoria popular de 1970 esquilmada a Rojas Pinilla, pero, en el fondo, una coartada para darle un nuevo cariz a las motivaciones de la insurgencia en el país ante el anquilosamiento y la falta de empatía de la izquierda con las masas a las que pretendía concientizar y conducir.


El “operativo” lo narran con detalle sus protagonistas en el libro ya canónico de Olga Behar “Las guerras por la paz”, en particular, Álvaro Fayad, ‘El turco’, hijo y víctima de la violencia, amante de la cultura, al que le correspondió reventar el cristal y sustraer la espada, los espolines y los estribos de la urna en la que, por décadas, posaron para los visitantes del museo y sacarlos de allí a las carreras.


El Libertador había jurado: “No daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen”; y había prometido: “No envainaré jamás la espada mientras la Libertad de mi patria no esté completamente asegurada”. El M19 la “recuperaba” para gritar: “Bolívar, tu espada vuelve a la lucha”, frase de un comunicado publicado junto con una fotografía de Carlos Sánchez -conductor del carro del “operativo”- del filo de acero atravesando el mapa de Latinoamérica, precedido de una bandera del grupo, que daría la vuelta al mundo.


La espada “recuperada” sirve de excusa a Josean para narrar en paralelo la épica historia del M19 y la tragedia de la simulada democracia colombiana. De la expectativa purgante “Contra los parásitos ya viene…M19” al robo de la espada, el saqueo de la armería del Cantón Norte del Ejército, la toma de la embajada de República Dominicana, el buque Karina hundido en la costa pacífica (espléndidamente contado por Germán castro Caycedo) y el avión de Aereopesca acuatizado en el río Orteguaza, repletos de armas tras recorrido intercontinental y el accidente mortal en las selvas del Darién, de Jaime Bateman, “genio” de toda esa locura.


También las “tomas” de periódicos y el reparto de leche y juguetes bajados de camiones capturados y otros “operativos robinhoodescos”, la porfiada firma de la paz con Betancur entre muertos, las fiestas populares con fusiles en alto en El Hobo y Corinto, la batalla de Yarumales para contener a los militares en un último intento por la tregua acordada, las emboscadas mortales contra Iván Marino Ospina, Gustavo Arias y Álvaro Fayad, el atentado contra Antonio Navarro y sus compañeros en Cali, la toma y retoma del Palacio de Justicia con sus cien muertos -incluida parte de la plana mayor del eme- y el dolor nacional, “El batallón América” y la utopía de Carlos Pizarro de revivir al ejército libertador.


A la vez, la dictadura disimulada del binomio Turbay-Camacho Leyva, seguidilla de la dominación oligárquica del Frente Nacional en los nuevas esquemas de la doctrina de seguridad nacional para contener la oleada de rebeldía provocada por la miseria y la exclusión en Latinoamérica; la atolondrada represión del “Estatuto de Seguridad” que convirtió en subversivo cualquier reclamo de democracia y patentó la tortura; las tramposas concesiones de amnistía ante una insurgencia con prestigio creciente; los intentos de Belisario Betancur por lograr desarmar a los insurrectos, hechos cenizas en el Palacio de Justicia; y, tras el desconcierto del secuestro de Álvaro Gómez, la luz verde para negociar de Barco y Gaviria que permitió un acuerdo que, al asemejar para el M19 el “sancocho nacional” que prometió su más visible líder, ‘El flaco’ Bateman, posibilitó un arreglo para el desarme de esa guerrilla y la Constitución de 1991.


Entreverada en todo esto, la espada del Libertador “recuperada”, como protagonista y testigo. Lo que la distinguió de las otras que poseyó Bolívar (ellas, tal vez, con mayor recorrido guerrero, mayores lujos e incrustes de piedras preciosas o de más recordación para él por provenir de la gratitud), es que esta fue la de Bomboná, una batalla crucial para la independencia continental, y era la que estaba a mano. La historia de su procedencia y tránsito por varias manos hasta llegar a la quinta y salir de ella debajo de una ruana.


De los lugares inimaginables donde se ocultó, Josean no solo rescata los nombres y vidas de sus cuidadores, sino que aprovecha para rendirles un homenaje emocionante como algunos de los principales cultores de las artes y las letras en nuestra patria que nosotros, sus compatriotas, no hemos sido capaces de ofrendarles.

La novela devela que los organismos de inteligencia y el ejército no estuvieron desencaminados cuando señalaron, provocaron, allanaron, detuvieron y torturaron a muchos intelectuales y artistas por la sospecha de estar comprometidos con el M19, en particular, luego de la “Operación Ballena Azul” (relatada en libro reportaje por Hollman Morris), en la que por un túnel que atravesaba una avenida en Usaquén, al norte de Bogotá, le sacaron 5 mil armas al depósito más custodiado del Ejército en el país -incluido el fúsil que portaba el cura Camilo Torres al caer acribillado en Patio Cemento- una madrugada de año nuevo.


La espada durmió meses en “El cuarto del búho”, la guarida de León De Greiff -del que se creía que era poeta porque tenía barba y fumaba-, embolatada entre miles de libros y discos amontonados, en una casa vieja del barrio Santafé que, después, una prostituta adecuó para ofrecer servicios pero guardó los arrumes del viejo por respeto, hasta que Hernando Cabarcas -reconocido con nombre propio en la novela con sobrados méritos- los recuperó del olvido. “Cambio mi vida, juego mi vida, de todas maneras la llevo perdida”, susurraba el bardo mirando la espada que le habían encomendado los de la eme.


Josean nos trae a León para que no se nos olvide el rebelde creador de palabras, de nombres y horizontes, muerto y hoy casi en el olvido. A quien, en voz de uno de sus alter ego, Gaspar Delanuit, describió así la dirigencia de esta provincia apocada:


(...) Toda aquésa gentuza verborrágica

trujamanes de feria, gansos del capitolio,

engibacaires, abderitanos, macuqueros,

casta inferior desglandulada de potencia,

casta inferior elocuenciada de impotencia-,

toda aquésa gentuza verborrágica me

causa hastío, bascas me suscita, gelasmo

me ocasiona (...)


Ante los embates de la represión, el arma guerrera pasó a manos de otro custodio, también poeta, de palabra subversiva, dado a quitar máscaras y a denunciar infamias, miserias e inequidades, comunista desde siempre -pero al contrario de los marxistas dogmáticos, bolivariano- y Premio Lenin de la Paz cuando ese era un reconocimiento de prestigio ante el mundo para los amantes de la paz, la justicia y el progreso.


Fue a parar a la casa del maestro Luis Vidales, padre de uno de los fundadores del M19, a quien una noche los militares se llevaron y mantuvieron varios días vendado y en calzoncillos a pesar de su edad para que traicionara su compromiso, y él prefirió el vejamen dándoles lecciones de solidaridad e internacionalismo proletario y declamándoles “Suenan timbres” y pasajes de “La obreriada”, sobre la insurrección por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, ahogada en sangre.


Cuenta Josean que de ahí el legendario objeto filoso pasó a manos de la pianista Teresita Gómez, humillada de niña por negra y hoy respetada por negra, quien de manera natural la escondió en el cajón de su piano y gozaba intensa con la vibración especial de las notas de las blancas y negras repercutidas por la vibra de la hoja de acero. Nada pudieron contra la férrea voluntad de esa música de ébano dulce e insumisa, los cercos y presiones castrenses.


La espada de Bolívar también llegó a manos de la irreverente y trasgresora Feliza Bursztyn quien la camufló en una escultura de retazos de hierro en homenaje a Macondo, que nunca advirtieron los soldados perdidos buscando el sable entre chatarras enmohecidas en el taller de la escultora, que moriría de tristeza meses después desgonzada en la mesa durante una cena con Gabriel García Márquez y Enrique Santos en París.


Según el relato, Feliza compartió tiempos de custodia del símbolo libertario con “El Gabo”, quien en su estudio, cerca al Museo Nacional en la novela, contemplaba la espada intuyendo los momentos finales de desgracia y abandono del Libertador en su viaje sin retorno y final a Santa Marta, que le servirían para ese retrato de desasosiego que es “El general en su laberinto”: “Vámonos, aquí ya nadie nos quiere”.


“Gabo” tuvo que salir de su casa en volandas a la embajada mexicana advertido por amigos que los esbirros de Turbay Ayala lo iban a poner preso por lo de las armas del Cantón. Luego Belisario Betancur lo reivindicaría como un hombre clave en las negociaciones de paz y Colombia entera lo venera como se merece por habernos hecho un poquito parte del universo.

El periplo de la espada se complica cuando por causa de la represión en Colombia los mandos del M19 deciden que hay que enviarla a Cuba y ponerla bajo custodia de Fidel Castro. En ese trance llega a Panamá en los momentos patrióticos con Omar Torrijos recuperando el canal. Éste la esconde en un paragüero pero un accidente aéreo -nunca bien aclarado- en el que el general patriota pierde la vida, pone el poder en manos del ambiguo general Manuel Noriega quien guarda el emblema libertario en su habitación, refundido en su colección de sapos.


A expensas de “care piña", rezos de babalaos tratan de descifrar los misterios de la espada y concitar sus suertes, cuando la invasión estadounidense para sacarlo del poder lo obliga a entregarla a la embajada cubana. De allí sale en valija diplomática para La Habana, donde alguna vez Fidel la acarició. Momento para la imaginación porque no hay testigo.


Luego de 15 años de una lucha guerrillera frenética y sui géneris, en 1989, el M19 logró un acuerdo de paz definitivo con el gobierno de Virgilio Barco. Meses después, Carlos Pizarro, el comandante que lo lideró, fue asesinado como es costumbre en Colombia. El M19 siguió firme en su compromiso de reintegrase a la vida civil y logró un tercio de la asamblea constitucional que ofreció ilusiones a un país reventado de dolor.


Como parte del acuerdo, se le demandaba devolver la espada compromiso para cuyo cumplimiento se vio en ascuas, hasta que por avisos en clave en la prensa bogotana, ubicaron a sus custodios en Cuba.


El 31 de enero de 1991 la espada de Bolívar fue devuelta en un acto solemne de paz y compromiso en la Quinta de Bolívar, entre los cantos esperanzadores de un coro de niños. El gobierno determinó mantenerla en adelante en una bóveda de seguridad del Banco de la República. En enero de 2010 las Farc pretendieron hacer creer que tenían la espada en su poder, lo que resultó un fiasco.

Josean no alcanza a contar, a lo mejor no quiso por pudor, que, en julio de 2020, con las pretensiones de un ego subido e injustificado, el presidente Iván Duque se la llevó al Palacio de Nariño y nombró por decreto “Guardianes de la Espada” a los muchachos que prestan el servicio militar en la casa presidencial. La malicia no deja escapar que se trata de una imitación perversa y vana.


En su momento, el M19 instituyó “La orden de los guardianes de la espada” en reconocimiento a las luchas por la soberanía, la causa popular y la identidad bolivariana, de varias personalidades latinoamericanas a quienes homenajeó con una réplica en oro del símbolo libertario. Entre otros, según la novela, además de los custodios reales, al General Omar Torrijos de Panamá, los “obispos rojos” Sergio Méndez Arceo, de México, y Helder Cámara, de Brasil, el escritor uruguayo Eduardo Galeano, las Madres de la Plaza de Mayo de Argentina, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador, el Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua y Fidel Castro de Cuba.


El relato de Josean es apasionante y apasionado, es innegable su simpatía por las luchas del pueblo colombiano que destellan en episodios de la novela como las de los indígenas caucanos por su identidad, tierra y cultura y el asesinato canalla del sacerdote nasa Álvaro Ulcué, las recuperaciones de tierras de los campesinos de la costa, la expulsión de la comunidad capuchina por los arhuacos en la Sierra Nevada y los cientos de miles de colombianos pobres y líderes populares asesinados.

En medio de la narración de angustias, añoranzas y utopías, el narrador, como buen melómano que es, goza citando trozos de canciones de Daniel Santos, su paisano “portorriqueño-colombiano”, vallenatos de Escalona y la salsa del Grupo Niche de Jairo Varela, describiendo lugares paradisiacos, trazas de nuestras identidades regionales y apartes de nuestra frenética y apabullante historia.


La novela de Josean absorbe pero sería injusto no señalar que hace unos años, J. López “S” publicó la novela “Simón Bolívar y el ´Merlín´ 19 El secreto de la espada “una aventura espectacular de ficción basada, en parte, en los mismos hechos y personajes, alojada en la fantasía. Con la espada como motivo, sin relación directa con su recorrido y el robo, Juan Cadavid publicó “Bolívar de Quilichao y el enigma de la espada”, las andanzas locas de un grupo de jóvenes tras un símbolo de poder y los avatares y aspiraciones de su pueblo.


Josean escribió antes “Vengo a decirle adiós a los muchachos” un relato para vibrar entre nostalgias, recorrido triste, vívido y bohemio a los últimos años del gran Daniel Santos, de quien fuera periodista, ahora llevada al cine que ojalá no tarde en presentarse en Colombia. Es tanto el amor a lo que hace y le “encarreta” que, diez años después de la primea versión de esa biografía, Josean Ramos editó una nueva enriquecida con los cajones de documentos que la familia del “inquieto anacobero” puso a su disposición como reciprocidad por el retrato. Entre las reliquias encontradas una canción inédita de “El Jefe” a “Camilo, el cura guerrillero”.


En “Soy la espada y soy la herida”, una novela en la que trabajó durante un lustro, los sobrevivientes del M19 pusieron en manos de Josean sus secretos -está dedicada a Darío Villamizar, militante e historiador de esa guerrilla, y a la escritora Laura Restrepo, entre otras razones, en gratitud por la sugerencia del título-. Todos ellos y los lectores están compensados con páginas que dignifican las tristezas y alegrías de los que soñaron con la espada.

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