Por Attila Lenti.
En la entrevista que Vicky Dávila le hizo al Ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, la primera confesó que no sabía cuánto valía una libra de arroz o una docena de huevos, mientras que el segundo estimó que la docena podía valer unos $1.800. La afirmación generó tanto indignación como burla en las redes y eso que no es la primera vez que se evidencia la distancia abismal que hay entre nuestra clase dirigente y el país real.
De todos modos, yo no entiendo del todo la indignación. ¿Por qué el ministro debería saber el precio de los huevos si “la muchacha” del servicio le hace todas las compras? En Colombia el rico no tiene por qué mezclarse, ni con la masa de súbditos pobres, ni con su miserable cotidianidad. Hay todo un sistema de obstáculos físicos y simbólicos para que sea casi imposible mudarse de un mundo al otro. Todos lo sabemos.
¡Ah, que es el Ministro de Hacienda! ¿Un dirigente que por profesión debería saber en qué país está parado?, Queridos y queridas, es que él se graduó en la Universidad de los Andes en el año 1983, luego hizo doctorado en los Estados Unidos y después volvió a los Andes. De cara a Monserrate y de espaldas al país.
En ningún momento tuvo que ir a comprar huevos al barrio Las Cruces. Ni siquiera a Kennedy. Ir a estos lugares le habría costado un viaje interplanetario. Chocó les queda más lejos que Nueva York. Además, estudió economía, obviamente no toda, pura escuela neoclásica, con un marco confiable de ideología neoliberal. La misma receta para todo sin necesidad de pensar tanto.
La historia de comentarios desubicados por parte de políticos y economistas con privilegios es larga y todos recordamos algunos. En el año 2011, Alejandro Gaviria en una etapa menos avanzada de su desarrollo humanista alcanzó a tildar de “populismo barato” las afirmaciones de Angelino Garzón cuando éste criticó la metodología adoptada por el Gobierno para medir la pobreza en Colombia.
El vicepresidente de aquel entonces, sostuvo que 190 mil pesos mensuales para una persona no eran suficientes para salir de la pobreza. Alejado del mundo de los supermercados, al actual rector Uniandino le pareció suficiente argumentar su posición mostrando una comparación latinoamericana de líneas de pobreza, pensando quizás que los colombianos pueden reemplazar el desayuno con sus gráficos. Cabe agregar que las personas cambian. El apoyo de Angelino al populismo resultó ser una profecía, mientras que Alejandro Gaviria ha sido promotor de obras muy positivas para el país, especialmente como rector.
Ahora, para Iván Duque el empleado de una pastelería colombiana gana 2 millones de pesos. Más perdido que “Kike Peñalosa” en los Cerros Orientales. Pero ya basta, no me gusta derrochar demasiados caracteres en ese actor de segunda que el uribismo montó como presidente.
Las afirmaciones desatinadas son síntomas de una enfermedad grave: la desigualdad social y económica que viene carcomiendo a Colombia. El país año tras año se encuentra entre los 20 países más desiguales del mundo. Nuestros gobiernos, una clase política tradicional con una clara agenda para favorecer intereses privados, han hecho un esfuerzo coherente para que no haya mejoras en este sentido. Podría decirse que el fomento de la desigualdad es una verdadera política del Estado que trasciende todos los gobiernos. Una de las pocas existentes. Más allá de todas las medidas políticas y económicas para mantener la acumulación de riquezas y privilegios, lo que más preocupa es el arraigo cultural y la aceptación social naturalizada de la desigualdad.
Al extranjero que nada sabe de Colombia y llega a estas tierras, le pueden llamar la atención varios fenómenos antes no vistos: las fronteras invisibles entre barrios ricos y pobres, los porteros en los edificios y la excesiva cantidad de muros, cámaras y rejas. Por mucho que le fascine la amabilidad bella de los colombianos, su música, la biodiversidad y los paisajes majestuosos, nunca olvidará estos monumentos a la segregación. El contraste entre la Casa de Nariño y algunos barrios cercanos bien podría ser uno de los símbolos visibles de Colombia. Así como la división de Cartagena entre la ciudad amurallada y la Cartagena “detrás de la muralla”.
Las murallas de la antigüedad (como la Gran Muralla china) o de la serie Game of Thrones, se construyeron para detener a los “pueblos bárbaros” externos. Una separación entre nuestro mundo seguro de comodidades, y lo foráneo, lo desconocido, lo temido. Nosotros y ellos. Los muros de los conjuntos residenciales cumplen una función parecida.
La inseguridad que tanto temen los privilegiados es la otra cara de sus privilegios: una creación propia producto de siglos de codicia, exclusión, desprecio y represión violenta. Quizás el verdadero miedo ni siquiera es a la criminalidad, sino a la propia consciencia, para no ver la pobreza a la que condenaron a un pueblo lleno de riqueza cultural, merecedor de una mejor vida.
El “cuarto de empleada” en los apartamentos aquí no es una remembranza curiosa de otras épocas feudales, sino un espacio en uso. Lo cual por si no sería del todo raro, si realmente se tratara tan solo de una profesión y no de una práctica de servidumbre. En Colombia no hay nada más descomunal que tratar de igual a estas personas. En las familias pudientes ellas comen en una mesa apartada, es más, sentarlas a la mesa principal puede constituir un insulto a los invitados. Tienen unos cubiertos aparte que no son los mismos que usan en la casa. El maltrato permanente las marca tanto que ellas piensan que el trato amistoso es anormal, una extraña burla.
Los imaginarios de movilidad social en Colombia no se basan en la idea de una clase media amplia donde caben todos por igual, sino en la idea de subir de estrato con un esfuerzo sobrenatural. O sea, no se trata de construir una sociedad sana con el protagonismo del Estado, sino que la movilidad social es un logro individual, asunto y responsabilidad exclusiva de cada uno. Se dice: “son pobres porque quieren” o “se llega lejos con sacrificio”.
Mientras que muchos colombianos de a pie se quiebran emocionalmente y se auto explotan en un país sin oportunidades para tener lo básico, pensando que la culpa siempre es de ellos, nadie les enseña que llegarían adelante más fácil votando bien. Que la política es determinante para sus vidas. Que tienen que poner al Estado de su lado con servicios amplios y de calidad. Que las posibilidades del país y el mismo sentido de la palabra “economía” van más allá de la pobre imaginación de una élite mediocre que no es ejemplo de nada. Que el crecimiento para ellos no es bienestar para todos. Que reclamar derechos no es comunismo. Que sí pueden cambiar a los parásitos por líderes de carne y hueso que saben cuánto cuesta una docena de huevos. Que los apellidos por si no tienen valor, solo si se lo atribuimos nosotros. Que no hay doctores sin doctorado.
La desigualdad social no solo es un problema ético. Es un veneno que hace que la democracia sea disfuncional, la economía débil, la justicia parcializada; hace que los derechos laborales se desaparezcan, la inseguridad crezca y las enfermedades psicológicas proliferen.
En todos los países progresistas del mundo, incluidos los Estados Unidos, los gobiernos hoy contrarrestan los efectos económicos de COVID con paquetes generosos de ayuda e inversión pública. En Colombia pasa lo contrario. Donde los dirigentes de derecha no entienden algo tan sencillo como que una clase media fuerte es funcional a sus intereses y a su propia vida tranquila, no se debe esperar nada. En 2022 la sociedad los aterrizará.
PS: Le pido disculpas a mi alma mater. Su clasismo es tan divertido como trágico, pero se aprecia cada giro que ese pecho viene dando hacia el país. La educación como derecho es una nota, huevón.
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