Por: Guillermo Linero Montes
La bandera principal del actual gobierno es el cambio. El cambio total, porque el país ha estado maniatado y lo sigue estando mientras el poder lo mantengan un régimen y una clase política indolentes, que sin ser sepultureros, ni forenses, ni tampoco agentes de pompas fúnebres, fueron capaces de enriquecerse por cuenta de la muerte de indefensos connacionales.
Piensen, por ejemplo, en los políticos corruptos que raparon los dineros destinados para la alimentación infantil; o piensen en los empresarios de la salud que invirtieron el dinero destinado para curar a los enfermos, en sus negocios privados, sin importarles los miles de muertos ocasionados a la población. Piensen asimismo en la llamada narcocracia –una simbiosis entre políticos corruptos y criminales de la delincuencia organizada- productora de una cultura defectuosa, sin educación, sin pensamiento, sin arte, sin ética ni humanidad; la cultura traqueta: “Plata es plata y bala es lo que hay”.
La Constitución del 91, así la hayan diseñado miembros del M19 y políticos representativos de los partidos Liberal y Conservador, fue una respuesta natural de la misma ciudadanía al desbarajuste social de aquellos días, y en buena parte fue por causa de la falta de contemporaneidad de la constitución de 1886, que había traspasado los cien años de vigencia.
En efecto, la Constitución del 91 fue una decidida apertura política y social, y el soporte del derecho a la denominada “participación política”. Un principio connatural a la democracia, monopolizado en Colombia por dos partidos políticos de distinto color emblemático e idéntico color ideológico, que conformaban la yunta de la derecha excluyente. Aun así, 33 años después de establecida aquella carta constitucional, resulta normal -teniendo en cuenta su condición de herramienta política y económica de naturaleza inamovible- su actualización con reformas, máxime si la función de las constituciones es determinar el comportamiento de una sociedad de espíritu cambiante.
La constitución del 91, pese a su factura de nobles propósitos, pareciera en desuso, o tal vez inaplicable, porque las reformas que les han realizado la han convertido en algo que no merece respeto. Pese a ello, algunos politólogos y juristas, en una suerte de reflejo de su propia inercia, ven en las modificaciones y cambios a las constituciones, una dramática ruptura, una cruenta revolución, un desmerecido cambio de poder y, sobre todo, ven un modelo económico ajeno a las prácticas inescrupulosas que les son favorables; pero no ven la búsqueda del perfeccionamiento, ni perciben la decisión de una sociedad de volcarse al progreso.
Quienes se oponen a la modificación o cambio de las constituciones, olvidan que estas se congelan en el tiempo, pues no evolucionan por sí solas, como sí lo hacen las sociedades. Un día, quiérase o no, cualquiera que sea la constitución quedará para prestar servicios de valor historiográfico, como el estudio inequívoco de los momentos históricos –los hechos económicos, políticos y sociales- de las sociedades precedentes que, constitución tras constitución, nos han venido moldeando la conducta social.
En este comienzo del siglo presente, existen muchas diferencias en los modos y maneras con el final del siglo pasado y, como en pocos estadios de la historia, la sociedad ha empezado a vivir cambios valiosos, no sólo por los avances de las comunicaciones con la internet y sus redes sociales –de inefable importancia evolutiva- sino especialmente por el desarrollo de la autocrítica acerca de cómo debemos actuar en calidad de seres humanos habitantes de un planeta en riesgo.
Si bien, en Colombia la conciencia de la comunión, no sólo entre humanos sino además con el medio ambiente, proviene de los tiempos de la constitución del 91, es también cierto que apenas se devela como una conciencia colectiva; y a esa nueva visión de la vida, humanizada por ser una visión de espejo, habrá que reacomodarle las reglas de juego sociales, las reglas económicas y políticas o, más exactamente, habrá que diseñarle una nueva carta política constitucional que le case.
No en vano, la misma Constitución Política de Colombia, en su artículo 374, prevé que "podrá ser reformada por el Congreso, por una Asamblea Constituyente o por el pueblo mediante referendo". Empero, de las numerosas reformas que se han hecho a la constitución del 91, ninguna ha sido a través de una asamblea constituyente, una sola fue por medio del referendo, y más de 40 veces lo fue por medio del Congreso. Lo grave de esto último, y por ello el país se encuentra destruido, es que el congreso (políticos y ex presidentes) únicamente intervenían la constitución para evitarla en su esencia, quitándole aquello que les menguaba el poder y agregándole mecanismos legales que se los blindara.
Finalmente, cabe explicarle a quienes dicen que el presidente busca perpetuarse en el poder, que los tiempos establecidos para convocar a una asamblea nacional constituyente, los tiempos de su procedimiento, no caben en un período presidencial, al menos que haya sido un propósito previo de la campaña política de pre elección, como no fue el caso de la campaña de Gustavo Petro.
Convocar una asamblea Nacional Constituyente, estando próximo a la mitad de su periodo de gobierno, como lo ha hecho el presidente, devela su desinterés por una reelección y, al contrario, connota su coherencia en la misión de instaurar un modelo de Estado equitativo, que obligue a sus gobernantes a tener en cuenta a todas las personas y a buscar solución a los problemas que afectan, a la población connacional y a los cohabitantes del planeta entero. De modo que la respuesta a la pregunta que da título a esta nota, es muy proverbial: la constituyente del presidente Gustavo Petro, apunta hacia el futuro del progresismo y no hacia el futuro del petrismo.
Este mandadero de ideología caduca, frustrada, mandada a recoger hace siglos, sigue en su campaña política de desterrar el capitalismo rampante e imponer el comunismo miserable, de hambre, de odio, de miseria, de muerte, de desolación, de tristeza, de incertidumbre... estos intelectualoides, en su utopía y paranoia revolucionaria, no son más que alfiles de la muerte... que le apuestan a perder en vez de ganar... que viven en lujosas casas, viven como ricos, pero se aferran al discurso revolucionario, donde lógicamente --ni bobos que fueran-- los muertos ni la plata la ponen ellos... luego se van para Europa o para Estados Unidos --quién lo creyera y tanto que lo odian-- a vivir sabroso.