Eutanasia
- María del Rosario Laverde
- hace 2 días
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Por: María del Rosario Laverde

Cuando Luisa decidió recurrir a la eutanasia, buscó a dos personas de su confianza para que la acompañaran durante el procedimiento; una de ellas era yo.
Mientras el mundo atravesaba una pandemia, y yo acababa de perder a mi mamá, mi amiga poeta empezaba un segundo ciclo de quimioterapias que debía soportar sola, encerrada en un apartamento de Bogotá, sin nadie que la asistiera. Su decisión fue clara: no quería seguir.
El pánico que sentí ante tal petición me costó varias noches de insomnio y la consulta con algunas personas en busca de un consejo sabio; Gabriel, otro poeta, me dijo que yo ahora entraría a formar parte de un privilegiado grupo que sería testigo del momento exacto del paso entre la vida y la muerte, sumado a que, si mi amiga me pedía eso, era porque contaba conmigo. Sus palabras consiguieron darme algo de tranquilidad.
Ya había escrito sobre esta experiencia en el desaparecido Diario Criterio, lo hago de nuevo porque quiero renovar el recuerdo de Luisa para quienes no la conocieron, y porque me parece importante mantener viva la conversación sobre la eutanasia.
Luisa tenía una metástasis muy agresiva de pulmón y no estaba dispuesta a llevar un tratamiento encerrada y sola, sin saber qué vendría para el mundo con la pandemia. Lo que no nos imaginábamos es que varios meses después, yo viviría otra dura situación de salud y habría adorado su compañía.
La mañana de los hechos, estuve lista temprano y llegué a casa de Luisa antes de la hora prevista, mi compañera de tarea también llegó puntual, acompañada, pues no se había atrevido a llegar sola. Éramos cuatro mujeres celebrando la vida, mientras esperábamos la muerte.
Mi amiga me pidió que leyera para ella Corintios 13, acá un fragmento:
El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
Yo llevaba tantos años lejos del colegio y de la religión, que había olvidado cómo buscar en una biblia: mi voz y mis manos temblaban sin control mientras terminé de leer.
Luisa nos entregó varias hojas con sus instrucciones de a quién avisarle de su fallecimiento, qué hacer con su biblioteca, de la cual conservo una sección, y una última en la que nos liberaba de cualquier responsabilidad, sosteniendo que esta era una decisión suya.
El médico preparó todo y nos explicó el procedimiento con la misma calma que reflejaba el rostro de mi amiga. Cuando todo inició, ella y yo nos tomamos de las manos. Con una amplia sonrisa, me dijo que se iba tranquila porque yo la estaba acompañando. Me recomendó no dejar solo a Isaías, nuestro maestro y amigo común. Bastaron unos segundos para el fin: todo tranquilo, sin estridencia.
Qué sensación tan extraña, presenciar lo fácil que todo termina. Qué sensación tan extraña seguir sin mi amiga, sabiendo que después me iba a enfrentar, sin ella, a varios fines del mundo.
Comparto un poema de Luisa Fernanda Trujillo, para celebrar a la poeta, a la amiga, a la mujer que me enseñó de decisión y valentía:
Inmune
aserrado el viento empuño mis alas
libre de relojes que midan el tiempo
a la tierra inmune dejo mis ojos
los deseos de otras veces en que me creí vuelo
en ella siembro palabras
silencios ocultos entre los maderos
a ella mi memoria
suma interminable
de posibles
ahoras
Termino con un poema mío que escribí para ella:
Eutanasia
Elegimos tomarnos de las manos por primera vez en el día de tu partida.
Nunca antes había notado la pequeñez de tus dedos que tanto me costó soltar.
Todo pasó muy rápido, la vida entera.
Tu muerte duró una sonrisa y tu alivio una eternidad.
Un poco más vieja, vuelvo a casa esquivando abismos
en una ciudad que ya no es la misma sin ti.
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