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El pueblo de Antioquia al que exterminaron los paramilitares por haber votado una alcaldesa de la UP

  • Foto del escritor: Redacción Pares
    Redacción Pares
  • hace 1 día
  • 4 Min. de lectura

Por: Redacción Pares



Lo que le sucedió a Miguel Uribe Turbay ha despertado viejos fantasmas en Colombia, uno de ellos es la violencia política. En los ochenta el país vivió capítulos sangrientos, el asesinato del líder de la UP Jaime Pardo Leal, en 1987, luego los magnicidios de tres candidatos presidenciales en medio año: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro, en 1989, extremaron una situación de caos y guerra en el país. Pero también se vivió el exterminio político de una idea, la de la Unión Patriótica. Cinco mil de sus miembros fueron exterminados por las fuerzas más oscuras de la derecha colombiana. Los paramilitares del Magdalena Medio cometieron, en 1988, una de las peores masacres políticas que recuerde país alguno. El grupo se llamaba Muerte a revolucionarios del nordeste, y había sido creado por Carlos Castaño, quien usó el asesinato de su papá en el caballito de batalla de su propia guerra contrainsurgente, que fue una excusa para apoderarse de tierras y fortunas de campesinos inocentes. Esta masacre ocurrió el 11 de noviembre de 1988, en Segovia, Antioquia. Este pueblo cometió lo que la extrema derecha consideró un pecado imperdonable: votar por la candidata de la Unión Patriótica, en marzo desde ese año.


Los sobrevivientes a la tragedia recuerdan que el ejército, desde que ganó la candidata de la UP, dejó simplemente de patrullar cerca al municipio, abandonándolos a la buena de Dios, dejándolos a merced de los violentos. El 11 de noviembre los paras, encabezados por quien era conocido como el Negro Vladimir, entraron y arrasaron con todo. Es bueno recordar quién era el Negro Vladimir.


El Bajo Cauca antioqueño lleva la maldición de la riqueza, como tantas otras regiones colombianas. La minería ha estado allí, desde la época de la conquista. Segovia tiene un corazón lleno de oro. Las multinacionales y los mineros artesanales han juntado su hambre para acabar no solo con su paisaje, sino con el tejido social. El 11 de noviembre de 1988 era un viernes. Los mineros copaban los bares del municipio celebrando la paga. Lo que entraba por un bolsillo se salía por el otro. Era la economía minera. Unos meses atrás, el pueblo había cometido un error: haber elegido un alcalde de la UP. Había que darles una lección. En esa época, estaba recién desembarcado en Colombia el temible mercenario israelí Yahir Klein, importado por el clan Castaño, con ayuda de Henry Pérez, amo y señor del Magdalena Medio, para entrenar paramilitares. La excusa fue contrarrestar el avance de la insurgencia. La razón era quedarse con las tierras. Con la riqueza de los campesinos.


Para esto, tenían sus propios perros de presa. Alonso de Jesús Baquero era uno de ellos. Le decían el Negro Vladimir, y si el genocidio de la UP tiene un rostro sería el de él. Nacido en el Magdalena Medio, paradójicamente Baquero fue miembro de las Juventudes Comunistas a los 13 años, luego se uniría a las FARC. Después se saldría de esa organización guerrillera, y en los ochenta, como tantos otros, cambiaría de bando por conveniencia económica. Sería paramilitar. El más encarnizado de todos. Cumplía varias funciones para la casa Castaño, era patrulla, guardia, conductor y coordinador de tortura. Le gustaba la sangre. Además de torturar, picaba cadáveres. A esta práctica él la bautizó como la picalesca. En una entrevista con el periodista Steven Dudley describió su oficio dentro de los paras:

 

“Cuando uno está con los paramilitares mata a mucha gente. Cada día traían cinco, diez, veinte personas al centro de detención que teníamos, dependiendo del lugar donde estuviéramos. Algunas de estas eran torturadas tan cruelmente que ni siquiera podían pensar, se enloquecían. Algunas tenían medio brazo, las rodillas convertidas en pedazos. A veces les hacía un favor cuando las mataba”.


Vladimir perpetró masacres terribles. Una de ellas acaba de cumplir el pasado 11 de noviembre 36 años: la de Segovia. Allí murieron, en ese viernes, 46 personas. Se suponía que Vladimir, quien estaba al mando de ese comando paramilitar, siempre recibiendo órdenes del clan Castaño, tenía lista en mano para aniquilar solo a los miembros de la Unión Patriótica. Pero nada de esto pasó. Las ráfagas no perdonaron ni a niños ni ancianos. Después vendrían otras masacres como la de la Rochela, Puerto Araújo y, además, 19 comerciantes. Pero se le atribuye el asesinato, con sus propias manos, de más de 100 miembros de la Unión Patriótica, el partido político creado en 1985 después de que Belisario Betancur y el secretariado de las FARC intentaran lograr un diálogo de paz. Se suponía que iba a ser la salida negociada al conflicto. Pero todo terminaría en una carnicería.


Yahir Klein vivía orgulloso del negro Vladimir. Decía que era su alumno más aventajado. Pero en una entrevista que le hizo la revista Semana en 2002 se muestra modesto y señala a alias Ponzoña y alias Henry, de quienes dijo Vladimir: “eran mejores que yo en el polígono”. Vladimir fue de los primeros paramilitares que reconoció la colaboración que tenían con las Fuerzas Armadas. Señaló, por ejemplo, al reconocido general Farouk Yanine quien, según su versión, les habría prestado colaboración a los paras en el Magdalena Medio. Sobre su relación con Díaz dijo en la citada entrevista con Semana:


“Él está diciendo mentiras porque sí nos conocimos personalmente. A él lo vi por primera vez en Bogotá en el Batallón de Artillería. Ese día yo les estaba dando una conferencia a unos subtenientes que hacían curso para tenientes efectivos. A mí me llevó el coronel Dionisio Vergara. En la charla les dije que el Ejército estaba equivocado en la forma como se desplazaba en las zonas campesinas y que por eso era por lo que caía tan fácilmente en las emboscadas. Después de eso, volví a ver al general Yanine en la escuela 01 cerca de Puerto Boyacá. Él fue personalmente con el coronel Dávila, comandante del Batallón Bárbula, y un sargento de apellido Campaz. De esa reunión con las autodefensas salió la instrucción de que debíamos pasar de la defensiva a la ofensiva. El mismo general Yanine llevó la iniciativa con el argumento de que nosotros debíamos hacer lo que el Ejército no podía hacer”.


Yanine negó lo anterior. El Negro Vladimir ha sido condenado varias veces por estas masacres. Su testimonio sería fundamental para saber aún más detalles sobre la estrecha colaboración entre fuerza pública y paramilitares. Es nuestro deber recordar a los caídos en la masacre de Segovia, una región que sigue sufriendo los rigores de la violencia.

 

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