Por: Laura Bonilla, Subdirectora
Viví en España cuando en 2011 un movimiento ciudadano movilizó a Madrid, golpeada por la crisis. Muchas personas nos volcamos a las calles en lo que creíamos era una primavera española, motivada por la crisis de representación del bipartidismo Partido Popular – PSOE y demandando cambios, obviamente impulsados por la profunda crisis económica que había golpeado al país. La revolución española, así lo llamaron muchos medios. Otros lo denominaron el 15-M. En síntesis, nos indignamos, como sugería Stéphane Hessel en su famoso manifiesto de la época.
De esa indignación nació Podemos. Un partido que después de las elecciones de ayer no tendrá ya lo que se necesita para siquiera volver a existir. Víctima del autosabotaje y de su propio invento de gobierno simbólico, pasó de ser la representación de la esperanza en una sociedad más justa e incluyente a una vergonzosa coalición de figuras públicas que son las grandes perdedoras de estas elecciones en España.
Podemos nació como el partido de los indignados, pero también como la opción política de una generación que no veía en un partido excesivamente burocrático como el PSOE la concreción de sus demandas, pero que tampoco le votaba a las opciones tradicionalmente “perdedoras” o “caducas” como Izquierda Unida. Así que el partido nació esencialmente como la agrupación colectiva y política de los millenials. En el apogeo de su primavera, Pablo Iglesias logró el apoyo popular de la indignación, ofreciendo símbolos: los de arriba y los de abajo, fue su frase favorita en campaña. Por supuesto, fue altamente exitosa en una postcrisis.
Los problemas de Podemos empezaron con las victorias. Y es que cuando se gobierna, los símbolos son importantes, pero no suficientes. Y el programa del partido era vacío en cuanto a cómo llevar a cabo las iniciativas de mayor envergadura como el mínimo vital y la reducción de los feminicidios. Cambiar el panorama político puede ser importante para quienes seguimos la política, pero no lo es de la misma forma para la ciudadanía de a pie. Si no hay resultados, poco a poco, como pasa con cualquier colectividad, la calle empieza a dar la espalda. Y también los votantes.
Una de las características de los partidos que nacen de la indignación es que no han tenido suficiente tiempo para entender las complejas burocracias estatales y las promesas de ampliación de derechos no se terminan viendo en la práctica. Pero, además, hay otro componente común a este tipo de agrupaciones y es que terminan replicando barreras de acceso a los liderazgos políticos emergentes, de mujeres o incluso populares. La razón es que los líderes más famosos, como en este caso Pablo Iglesias, terminan acumulando poder solamente por el hecho de “ser ellos mismos”. Y así, se crearon autocracias, nepotismos y demás comportamientos tóxicos que iniciaron la debacle del partido.
La suma de personalidades insoportables y simbolismos ineficientes, mas disputas internas que pudieron ahorrarse, agotaron a sus otrora votantes, que siguen indignados porque en realidad las cosas en su vida diaria han cambiado poco. Pero dentro de los partidos se crean coaliciones y tendencias bajo cada personalidad, igualmente vacías de contenido, pero profundamente públicas. Los trapos sucios de Podemos siempre se lavaron en Twitter y en las tertulias de televisión.
Pero hay algo más. El voto indignado es un voto frágil y temporal. Cuando prima la indignación, se tiende a juzgar al que gobierna con la misma vara que otrora juzgaron a otros en los mismos cargos. La ciudadanía del voto no orgánico o no organizado cambia con frecuencia de opinión. Y una cosa más: usualmente las ganancias o victorias se le atribuyen, como es esperable, a un individuo, generalmente al líder más carismático. Pero las derrotas son colectivas. Podemos no permitió construir una estructura sólida y hoy carece de ella para poder superar su propia crisis. Es más, la autofagia y el autosabotaje sustituyeron a la reflexión y al análisis.
Esta historia que va desde la primavera hasta el otoño de una coalición que nació de uno de los movimientos ciudadanos más importantes para España, tiene muchas lecciones para Colombia. Voy a proponer solo una: no es buena idea sobrevalorar los símbolos. Si los resultados no van en balance, no sirven para nada.
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