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El legado de dos grandes periodistas

Por: Guillermo Segovia Mora Politólogo, abogado y periodista

Con poca distancia se produjeron, en las últimas semanas, las muertes de Antonio Caballero Holguín y Germán Castro Caycedo, sin duda, dos de las más destacadas figuras del periodismo colombiano. Antonio, sin par en el género de opinión y un prosista superior por más de cuatro décadas, y Germán, un reportero único, magnifico investigador, precursor de la narrativa de no ficción y autor de grandes reportajes publicados en libros que, por su manejo literario y por la asombrosa realidad de nuestro país, parecían novelas.

Desde “Colombia amarga”, compilación de crónicas sobre la lacerante realidad nacional de siempre, Germán marcó con sello indeleble un estilo que, sin portar militancia alguna, le dio al periodismo la misión social que le corresponde de evidenciar la realidad desde su trinchera: la libreta de notas, la máquina de escribir y, en los últimos años, el computador.

Se destacó por un manejo de las letras preciso y precioso que, a pesar de los temas, la mayoría dolorosos, eran fascinantes y dejaban abierto el interrogante sobre las injusticias. “Enviado especial”, su programa de reportajes en televisión sobre la Colombia profunda (muchos de ellos verdaderas hazañas logísticas), al igual que sus textos en El Tiempo, son páginas cimeras de nuestro periodismo. Quien vuelva a leer o lea por primera vez “Perdido en el Amazonas”, “Mi alma se la dejo al diablo” o “El Karina” quedará atrapado, desde el comienzo, en una narración cinematográfica pletórica en minuciosas descripciones de personas, paisajes, entornos e increíbles sucesos: la exuberante y enigmática selva del Amazonas, un esqueleto recostado por años sobre una mesa en un cambuche y sus secretos, o un barco taqueado de armas para el M19 en Alemania hundido por la Armada en el Pacífico frente a la costa vallecaucana.

“Nuestra guerra ajena” acusa y condena la demencial guerra antidrogas impuesta por Estados Unidos y el papel del país de sirviente. En “El huracán” y “Huellas” evidencia la bestialidad de la invasión y colonización española. La abominable violencia y corrupción y los dolores de una guerra interna eterna se reflejan con tristes emociones en “Con las manos en alto”, “La tormenta”, “Sin tregua”, “Que la muerte espere”, “Más allá de la noche” y “La bruja”. En “El palacio sin máscara”, con testimonios contundentes y haciendo hablar los expedientes judiciales, levantó el velo sobre la masacre ejecutada por el Ejército tras la toma del Palacio de Justicia por el M19 en 1986.

El peso de su profesionalismo y su calidad ética y moral lo hicieron persona favorecida en su búsqueda de entrevistas o ambicionada por actores al margen de la ley para transmitir sus mensajes al país. Luego de ser raptado por un comando del entonces famoso Movimiento 19 de abril – M19 para dialogar con el comandante general de la organización, Jaime Bateman Cayón, la entrevista se convirtió en un éxito de ventas para el periódico El Siglo, del conservador Álvaro Gómez –quien luego sería secuestrado por esa guerrilla, su aliado en la Constituyente de 1991 y quien fue asesinado por las FARC, según estas reconocen y muchos dudan–, pues los demás medios sacaron el cuerpo por pánico o animadversión. En esa publicación, Bateman propuso el “Diálogo nacional” que años después sería la base de los acuerdos de paz con el M-19.

Las conversaciones de Castro con Pablo Escobar, donde el capo despliega su conocimiento y supersticiones sobre las pistolas, son de antología. Años después, en “Operación Pablo Escobar”, detallaría las andanzas del capo, la persecución de autoridades policiales y su final abaleado sobre un tejado. Junto con entrevistas al jefe del paramilitarismo Carlos Castaño (censurada en televisión) y al guerrillero disidente del ELN, Jaime Arenas –asesinado después por sus excompañeros–, las mencionadas de Bateman y Escobar fueron publicadas en el libro “En secreto”. Las de Bateman y Arenas ya lo habían sido en “Del ELN al M-19: once años de lucha guerrillera”.

Antonio Caballero, en cambio, siempre se declaró un hombre de izquierda y ejerció en periodismo de opinión y la caricatura en Inglaterra, Colombia y España desde esa posición, explícita en la experiencia de la revista Alternativa entre finales de los años 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado. Fue un referente de prensa militante alineada con la necesidad de un cambio revolucionario a la estructura económica social del país. Como muchas experiencias beligerantes, Alternativa terminó asfixiada entre falta de plata, el sabotaje a las ventas y los bombazos. Fue la plataforma del Movimiento Firmes, a través del cual el M-19 intentó aglutinar una izquierda con posibilidades de triunfo en la competencia electoral.

Tras el fracaso de la revista, entusiasmo rebelde de Enrique Santos Calderón, Daniel Samper Pizano, Roberto Pombo y el propio Caballero –fustigados como “los guerrilleros del Chicó” por su pertenencia a familias tradicionales cercanas al poder– retornaron a las páginas de “El Tiempo”, de adscripción partidaria liberal, pero denodado defensor del establecimiento, donde se destacaron en el ejercicio del periodismo por cerca de tres décadas. Caballero estableció su columna en El Espectador, siempre considerado como más crítico y paladín de la lucha contra el narcotráfico en los años 80 y 90.

Caballero, un hombre autodidacta de gran cultura, fino olfato, capacidad de análisis y carácter irreductible en posiciones y expresiones, pudo, desde tribunas de la prensa liberal como el periódico El Espectador y Semana –en época lúcida de la revista–, decir con claridad, sinceridad y contundencia lo que muchos callaron por miedo o conveniencia. Sus caricaturas en Alternativa (El policía y Macondo) y Semana eran de una ironía demoledora contra la represión, el clasismo y la oligarquía. Lo mejor de sus columnas fue recogido en “No es para aguarles la fiesta”, y sus opiniones en “Patadas de ahorcado”: dos libros rotundos sobre el desmadre de un país causado por quienes lo han gobernado.

En despliegue de erudición y curiosidad, para conmemorar la llegada del año dos mil, con ilustraciones del español Juan Ballesta, publicó “Y Occidente conquistó al mundo”, dando cuenta de episodios –algunos desconocidos– de la apropiación del planeta por Europa y EE.UU. y el cristianismo: hambre, guerra, plaga, muerte y “justicia divina”, “entre el gran pavor del año 1000 y el gran terror del año 2000”.

Por invitación de una familiar suya publicó por entregas, en la página web de la Biblioteca Nacional (entidad adscrita al Ministerio de Cultura), “Historia de las oligarquías en Colombia”, donde no deja títere con cabeza desde la llegada de los españoles hasta nuestros días. Luego este texto fue impreso con gran éxito. Su única novela, “Sin remedio”, es considerada pionera de la novelística urbana latinoamericana. También se ocupó con solvencia de los toros y de las artes.

Tres temas fueron motivo recurrente en sus columnas: la inútil y criminal guerra contra las drogas, el imperialismo, la violencia y la paz en el país. A los que, en cada final de período presidencial, o cada vez que moría un político ilustre, agregaba el perfil del caso para señalar la progresión del mal gobierno y la hipocresía como enfermedad nacional.

Jamás tuvo titubeo en condenar la abyección de la política antidrogas, la contribución advertida de ésta al desangre nacional, el enriquecimiento de ciertos sectores, el empobrecimiento de los campesinos, la guerra química contra los pobres y los ecosistemas y su irreversible fracaso: “Un plan contra Colombia” nombró una de sus columnas, recogiendo un titular de la revista “Solidaridad”, cuando el Gobierno de Andrés Pastrana firmó en inglés la versión del catastrófico “Plan Colombia”. Contra la política exterior de los Estados Unidos, su proclividad policial de gendarme del mundo y, en particular, de Latinoamérica y el Caribe, fue implacable. Los bombardeos con Napalm sobre los rebeldes en Vietnam siempre estuvieron presentes como antecedente. Sin rodeos, condenó la agresión a la Nicaragua sandinista a través de “Los contras”, mercenarios sostenidos y armados con plata del narcotráfico por la CIA y la DEA. Rechazó indignado la invasión a la isla caribeña de Granada justificada en mentiras y manipulaciones, como es tradicional.

Cuestionando la dictadura bananera del General Noriega en Panamá, no dejó de repudiar la sangrienta ocupación de 1989. Y frente a Venezuela, si bien fue crítico del chavismo, también denunció las maniobras injerencistas para acabar con el régimen, incluyendo la mofa al papel cipayo del Gobierno Duque. Fue solidario con la causa palestina y agudo al señalar las falsedades de Occidente para encubrir sus guerras por el petróleo en Medio Oriente y las invasiones a Irak y Afganistán.

Como estudioso y analista de la violencia, señaló la responsabilidad de los partidos tradicionales (Liberal y Conservador) en la matanza de los años 50 y del “Frente Nacional” –coalición de los mismos para frenar el desangre y manejar el país tras el derrocamiento de la dictadura de Rojas Pinilla–. Fue entusiasta defensor de una solución política negociada al conflicto interno. Con ojos de periodista visitó “Casa verde”, la sede del secretariado de las FARC en La Uribe, Meta, en el Gobierno Betancur, durante el primer intento de negociación, y la zona de despeje del Caguán, en la nueva apuesta de Andrés Pastrana.

De sus diálogos con ‘Manuel Marulanda’ (‘Tirofijo’) y de las andanzas de las FARC, finalizando el siglo XX, concluyó la inviabilidad de la lucha armada y la necesidad de acuerdos de paz que apoyó al lograse en el Gobierno de Juan Manuel Santos, advirtiendo la imperiosa necesidad de proteger a los firmantes so pena de un nuevo ciclo de violencia. En esas estamos.

Desde el Gobierno de Andrés Pastrana, Caballero asumió e hizo pública su convicción de que en Colombia cada nuevo Gobierno es peor que el anterior. Cada fin de mandato, en irónicas columnas, lo constató: “El proceso 8.000” que sepultó a Samper, “El Plan Colombia” que deshonró a Pastrana, “La seguridad democrática” que inculpa a Uribe con 6.402 “falsos positivos”, “El caso Odebretch” que mancha a Santos –y al Centro Democrático de Uribe– y “la presidencia por encargo de Duque”.

A todos los Gobiernos del último medio siglo, desde Alfonso López, pasando por la Constituyente de César Gaviria, les increpó la adopción del modelo neoliberal –atenuado en el Gobierno Samper–, responsable de la pobreza, la oprobiosa concentración de la riqueza, la ruina del campo, de la industria y de los ecosistemas y, junto con las nuevas formas de criminalidad, de la violencia que sacude el país.

Dos cosas nunca entendí o compartí de las posiciones de Caballero: primero, la defensa de la traición del Arzobispo Caballero y Góngora a las Capitulaciones de Zipaquirá que, mediante negociación, pusieron fin al movimiento comunero de 1781 en Santa Fe, colonia de España. Solo explicable en el hecho de que el arzobispo es su antepasado más remoto en estas tierras y, paradójicamente, parte de la “historia de las oligarquías”.

Tampoco comprendí su animadversión visceral hacia Gustavo Petro, la que no pudo explicar más allá de que no le generaba confianza. En una entrevista que le hicimos (Antonio Caballero, María Elvira Samper y quien esto escribe) al entonces alcalde de Bogotá, al referirse Petro al cambio climático, Caballero reviró agrio: “Solo porque usted lo dice”. A lo que comenté: “Lo acaba de decir el Papa”. Antonio asintió resignado.

Si queremos conocer a Colombia para acertar en los remedios para sus males, si queremos que nuestros hijos la amen con la pasión que llama a curar sus heridas, nada más apropiado que el relato vivencial, exquisito, comprometido y apasionado de Germán Castro Caycedo y las opiniones contundentes, drásticas, reveladoras, incisivas y soberbiamente bien escritas de Antonio Caballero.

* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.



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