Por: Guillermo Linero Montes. Columnista Pares.
Al principio de la pandemia pensé que debíamos apoyar incondicionalmente al presidente Duque, en su conducción de la campaña contra el coronavirus. Lo creí así, basado en algo que para mí es de mucha importancia, como es el respeto por la investidura presidencial legítima o legitimada. Contaba para ello con el entendimiento de que sólo desde tal posición de poder, era posible llevar a cabo acciones tan complejas como las requeridas en una pandemia y, tratándose de un asunto de vida o muerte, realizarlas con eficacia y efectividad.
No obstante, hasta la fecha, y si nos atenemos a los efectos de su programa televisivo, la respuesta es una: Duque no lo ha pretendido así. Al reparar el bajo rating del mismo programa –que supongo ha de usar como termómetro para medir su eficiencia y eficacia- y al revisar el número cada vez más alto de personas muertas por covid, la conclusión es una sola: si ha pretendido ser eficaz y eficiente, no lo ha conseguido.
Hacia el mes de abril del 2020, cuando extendió la cuarentena hasta el mes de mayo, cuando prohibió el futbol a puertas cerradas y advirtió a los banqueros que él no permitiría irregularidades o abusos con los créditos, cuando anunciaba tener prevista y asegurada la compra de las vacunas, todo parecía funcionarle.
Aun así, por mi parte, comprendía que en calidad de mandatario de un país demócrata, Duque no estaba obligado a seguir sus propias ideas e imaginaciones, ni las de su partido ni las de su jefe; sino, por el contrario, debía abanderar las ideas manifestadas por la misma comunidad que lo eligió. De tal suerte, hacerle críticas al gobierno de Duque, menguándole su capacidad de trabajo, no lo veía coherente; e igual consideraba absurdo aplaudirlo antes de que trascurriera el evento de la pandemia. En cambio, sí veía consecuente hacerle saber las críticas ligadas a un espíritu colaborativo.
En efecto, al principio de la pandemia, al presidente Duque se le vio en permanente alerta y, tal vez, entre todas las críticas que se le hicieron en redes sociales, la más propagada fue decir, por ejemplo, que a la hora de tomar medidas para evitar la propagación de los contagios, siempre iba tras los pasos de Claudia López. Una crítica a una conducta acertada, como era seguir a la alcaldesa que en eso, y en aquellos días, estaba haciendo bien su tarea.
No obstante, la realidad es que no había manera de evitar que Duque siguiera a Claudia López; porque el presidente –contrario a las posibilidades de gobernabilidad de la alcaldesa- no puede expresarse ni decidir en tiempo real sobre lo que piensa; porque él actúa bajo la anuencia de numerosos grupos de presión. Grupos a los cuales debía consultar Duque o interpretarlos previamente. Para aquellos días, justo afloraban las reclamaciones del gremio de los empresarios; pues, haciendo a un lado la vida de los ciudadanos, estos consideraron que sus empresas eran las que más riesgo corrían.
No obstante, los empresarios eran conscientes de que la mayor parte de la población, si no toda, nunca respaldaría decisiones que implicaran la estabilidad de las empresas a costa del fallecimiento de sus familiares, amigos y vecinos. De hecho, ese ya había sido tema de debate en varios países –en México, Estados Unidos, Brasil,…- que tardaron en decidir entre apagar la economía o “sacrificar sagradamente” a un considerable número de pobladores.
Aquí en Colombia, las decisiones adoptadas finalmente fueron las peores; porque con los días sin IVA, con la apertura de los centros comerciales y con la realización de eventos como, entre otros, los partidos de futbol -todavía en plena actividad pandémica- se abonó el terreno para la delicada realidad que hoy nos preocupa.
Al principio de la pandemia, consideraba que la obligación de los ciudadanos consistía en estar atentos para contribuir en cuanto el gobierno los requiriera, empezando por seguir las recomendaciones de prevención y aislamiento. Sin embargo, Duque y sus copartidarios, por ejemplo, se molestaron de manera irracional cuando el senador Gustavo Petro hizo pública su gestión para conseguir –bajo la figura del asistencialismo social- vacunas gratuitas del gobierno español, cuando ellos -Duque y sus asesores- las estaban negociando al más alto precio del mercado, y bajo la figura del secretismo o la alta confidencialidad.
Desde tal entendimiento, es dable preguntarse en qué términos Duque y su gobierno han estado promoviendo y aplicando la llamada asistencia social. Al respecto, lo primero es reconocer que la asistencia social, o mejor, el asistencialismo -que es legítimo en un estado social de derecho- ocurre por medio de dos vías: una es la que se abre paso para enfrentar, por ejemplo, una enfermedad, una epidemia, una pandemia, una catástrofe, o los estragos de una guerra.
Esta vía, exceptuando los estragos de una guerra, no es anómala. Y la otra vía -sometida a muchas críticas y estudios serios que reconocen su anomalía y malevolencia- es la del asistencialismo por causa de la ambición de los poderosos, y consiste en preservar sus privilegios en cuanto puedan preservar la pobreza y, para garantizarse eso, dicho asistencialismo lo único que no acepta es ver morir de inanición a la fuerza de trabajo.
De ahí la necesidad de los gobiernos, siempre urgente, de implementar una brigada de asistencia social. En el caso de Colombia, el presidente Duque hizo un llamado a los empresarios para que mantuvieran los empleos y pidió a quienes pueden hacerlo voluntariamente, que aportaran soluciones de asistencia a la población vulnerable.
El asistencialismo, para decirlo mejor, como modelo de “solidaridad con los desamparados”, estuvo buena parte de la historia liderado por la iglesia y sus “instituciones de caridad”, a través de las cuales se administraba y profesaba la misericordia. Luego fue asumido directamente por los estados paternalistas y sus “programas institucionales de solidaridad” que buscaban, y siguen haciéndolo, regular la inequidad cuando esta se torna salvaje. Y en el presente, se han sumado al esfuerzo de los gobiernos y de algunas fundaciones de origen privado, las denominadas ONGs, que son organizaciones no gubernamentales.
Sin embargo, pese a esta tradición de aparente “amor al prójimo”, detrás de toda asistencia social hay siempre un interés discernible, que va desde su expresión más noble -inspirada en la solidaridad, en la misericordia y en la ayuda sincera a los demás- hasta su expresión más ignominiosa, como es sacar provecho sin compasión de la pena ajena.
En el caso de Duque, sus decisiones parecieron haber tomado la segunda de estas vías, por expresar con énfasis que su preocupación residía más en cómo proteger la economía, antes de pensar en cómo proteger la población. Eso de asegurar primero la bolsa y después la vida, le hizo perder credibilidad con respecto a qué estrategia implantar.
Son numerosas las críticas a su postura, dada a no pensar prioritariamente en la población, como lo develan estas líneas del investigador y educador Julián Alvarán, escritas tras la promulgación de los decretos presidenciales 417 y 444: “Favorecer al capital antes que a la gente. Como ya se mencionaba, estos decretos contemplan solo a la población que ya es considerada vulnerable y a quienes dependen del sistema financiero, en tal sentido los créditos o “ayudas” están dirigidas a personas y empresas que tributan al sistema financiero, lo que en últimas apunta a favorecer a los bancos”.
O, para decirlo en palabras contantes y sonantes con el senador Rodrigo Lara: “Mi reproche es que aquí repartimos 13 billones de pesos habiendo tanta escasez de recursos y en cuestión de 20 días los bancos se decretaron 8,5 billones de pesos de dividendos. Plata que sustraen del capital del Banco de la República y que va al patrimonio privado de los dueños”. Y sin embargo, hacen burla de la propuesta asistencialista del senador Gustavo Petro, consistente en imprimir billetes en semejante cantidad para aliviar las desgracias de los menoscabados por la pandemia.
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