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El errar del padre

Por: María Victoria Ramírez. Columnista Pares.


Me conocía el Ágora, la fuente

Dircea y hasta el mismo olivo sacro,

no la ruta de polvo y de pedrisco

ni el cielo helado que muerde la nuca

y befa el rostro de los perseguidos.

Y ahora el viento que huele a pesebres,

a sudor y a resuello de ganados,

es el amante que bate mi cuello

y ofende mis espaldas con su grito.

Iban en el estío a desposarme,

iba mi pecho a amamantar gemelos

como Cástor y Pólux, y mi carne

iba a entrar en el templo triplicada

y a dar al dios los himnos y la ofrenda.

Yo era Antígona, brote de Edipo,

y Edipo era la gloria de la Grecia.

Caminamos los tres: el blanquecino

y una caña cascada que lo afirma

por apartarle el alacrán… la víbora,

y el filudo pedrisco por cubrirle

los gestos de las rocas malhadadas.

Viejo Rey, donde ya no puedas háblame.

Voy a acabar por despojarte un pino

y hacerte lecho de esas hierbas locas.

Olvida, olvida, olvida, Padre y Rey:

los dioses dan, como flores mellizas,

poder y ruina, memoria y olvido.

Si no logras dormir, puedo cargarte

el cuerpo nuevo que llevas ahora

y parece de infante malhadado.

Duerme, sí, duerme, duerme, duerme, viejo Edipo,

y no cobres el día ni la noche.

.

Poema Antígona de Gabriela Mistral.


Asistí hace algunos años a la inauguración del IV Encuentro de Mujeres en Escena: Margaritas y la Guerra, proyecto ejecutado por la Asociación Cultural Palo Q Sea de Risaralda, en concertación con el Ministerio de Cultura. El evento se inició con la presentación del libro El Errar del Padre de la filósofa y escritora feminista antioqueña, Marta Cecilia Vélez Saldarriaga.


Reconstruyendo las notas que hice en el evento y releyendo el texto para esta columna, no puede más que sobrecogerme. El libro nos ofrece una nueva interpretación, a la luz de la guerra interna que vivió Colombia (¿sigue viviendo?), de nuestra realidad, del mito de Edipo Rey, columna vertebral de la cultura de occidente y de su comprensión del deseo y de la muerte.


Nos dice Marta Cecilia que, con el holocausto nazi occidente mostró el cobre, es decir, develó su verdadero proyecto patriarcal y de guerra. La modernidad que prometía orden, equilibrio, seguridad y paz no logró romper el círculo de violencia. Colombia es un ejemplo desgarrador del fracaso de occidente como proyecto humanizante.


Llama la atención la autora, y con ello me vuelvo a estremecer, que las mujeres víctimas del conflicto son mujeres y niñas rotas, robadas como Antígona que es arrastrada por Edipo, su padre, al destierro al que ha sido condenado por haberse enamorado, sin saberlo, de su madre. Ella, Antígona, se convierte en su bastón, sus ojos, sus piernas. En una cultura en la que las mujeres no pueden decidir, es sobre los hombros de la niña Antígona que se descarga la responsabilidad de la suerte de su padre.

El libro es dedicado “a las mujeres colombianas quienes contra todas las formas de terror defienden la vida y la reclaman en la muerte misma”.


Los guerreros de las sombras, los señores de la guerra, como ella los llama, quieren imponer el olvido, el desarraigo y la muerte. Pero el concepto de ciudad (polis) como la conciben desde la antigüedad, se funda en la huerta y los cementerios, es decir en el ciclo de la vida: sembrar, crecer, morir y enterrar a los muertos. Por eso Antígona desafiando a los dioses entierra a su hermano.

Por eso hace un llamado, casi una exigencia, a que nuestros muertos y desaparecidos tienen que aparecer porque de lo contrario peligra la ciudad, es decir, peligra la civilización.


Pero la autora no nos deja en las tinieblas y nos propone una salida al horror. El rescate de la lengua, no del lenguaje. La lengua materna como tejido imantando que nos acerca por primera vez a otro cuerpo, no a otro amenazante, sino al otro que nos presenta la realidad.


En un país donde las mujeres sufren mayoritariamente el desplazamiento, la violencia sexual, la pobreza, la pérdida de sus hijos y compañeros, en medio de las múltiples guerras que se reciclan, han desarrollado formas inimaginables de resistencia, mecanismos simbólicos de sanación y, por qué no de maldición de la guerra.

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