Por: Guillermo Linero Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda
Cuando se habla de democracia se piensa enseguida en el régimen político perfecto. Sin embargo, también se escucha decir que la democracia no es perfecta. La primera apreciación es válida, por cuanto no existe ningún otro régimen político que asegure el pleno ejercicio de la soberanía; es decir, el concepto de que el poder reside en el pueblo. Y la segunda también es válida, porque, quiérase o no, son los representantes del pueblo –los políticos elegidos– quienes finalmente detentan y usan el poder.
Cuando la democracia exige la participación de todas las personas y privilegia las decisiones colectivas sobre las individuales, está siendo perfecta. Cuando considera que cualquier persona puede participar en ella y administrar el Estado, también es perfecta. Con todo, igual es corriente escuchar que la democracia es imperfecta, porque nació imperfecta. Desde esta posición, se alude con objetividad que en la Grecia de los siglos V y VI a.C. se descontaba la participación democrática de las mujeres, de las personas extranjeras y de las personas esclavas.
Un argumento que, a primera mano, resultaría imbatible, de no ser porque la democracia (desde que la idearon Solón, Pericles y otros contemporáneos suyos) partió del concepto –allende comprensible– de que esta forma de organización política solo era posible entre personas libres (siendo “libre” equivalente a ciudadano). En consecuencia ilógica, excluían a esclavos y esclavas a partir del criterio aberrante de que más que personas inútiles eran cosas útiles.
Excluían a las mujeres porque sus ocupaciones hogareñas eran ajenas a las actividades militares y políticas. Y excluían a personas extranjeras por su natural desconocimiento de las costumbres y tradiciones del grupo social raizal. En efecto, en Roma, por ejemplo, a los extranjeros se les excluía especialmente por carecer del llamado ius soli (derecho del suelo) por no haber nacido en territorio romano.
Con todo, pese a lo que hay entre aquellos siglos precristianos y el nuestro, vale decir cuánto hemos replicado dicho defecto de la democracia primigenia; porque las mujeres colombianas apenas votan desde hace 67 años, los esclavos (que hoy son la franja de quienes, haciendo parte del sistema de producción económico, se encuentran en la pobreza absoluta) no votan, y si lo hacen es por quien les diga su esclavista; y los extranjeros no pueden participar en política ni votar por carecer del ius soli, exceptuando a los extranjeros residentes que podrán hacerlo estrictamente en elecciones y consultas populares de orden distrital o municipal.
Hay quienes consideran que la imperfección de la democracia es precisamente su dificultad de ser democrática, ya que esta difícilmente puede ser directa: no todas las personas pueden sentarse en tan “pocas sillas”. Esa dificultad, debilitadora del principio definitorio de la democracia, bajo el cual todos tienen derecho a meter las manos, impidió su evolución y ocasionó su pausa como modelo replicable. En semejante contexto, la democracia acabó sepultada por los imperios y luego por las monarquías, que hicieron del racionamiento acerca de cómo escoger a los mandatarios una decisión basada en los temores inculcados a la sociedad por las religiones.
De hecho, los reyes eran postulados por decisión divina y los emperadores por su capacidad armamentística. Dos poderes irresistibles: el temor a las armas y el temor a Dios. Con esas dos herramientas de opresión –semejantes a la famosa teoría de las dos espadas–, la civilización occidental resistió hasta el siglo XVIII, cuando revivió la democracia gracias a las tesis de Jean-Jacques Rousseau y a su “contrato social”, que enfatiza el presupuesto esencial de toda democracia: la soberanía es del pueblo.
De manera que solo hasta el siglo XVIII, aunque bajo la comprensión de que la democracia no podría ser directa, se visualizó la figura de la designación, que dio paso, ya no a la democracia donde el pueblo entero decide, sino a la democracia representativa, donde unas pocas personas lo hacen por el conjunto de la sociedad. La nueva tesis, poscristiana, proveniente de las revoluciones francesa y norteamericana, sería entonces: las “pocas sillas” son para los elegidos.
Los defensores de la democracia encuentran en ella como ventaja su nexo condicional con el concepto de libertad. En una democracia perfecta, además de la libertad, es dable hablar del libre albedrío. La libertad como capacidad de uso de la voluntad –la voluntad, que es movida por un acto intelectual– y el libre albedrío, que es autonomía de elección. Dos cualidades que, de ser connaturales e incluso norma en todas las personas, permitirían el lucimiento de la democracia. Aun así, los detractores de la democracia advierten que ni un valor ni el otro garantizan que la ciudadanía pueda elegir bien o mal; y, por lo general, encuentran en ello una respuesta clarificadora y suprema: “para que las democracias funcionen perfectamente siempre habrá que recurrir a la ayuda de dios”.
Pero, bueno, si consideramos la máxima de que la democracia tiene como punto de partida las libertades, un Gobierno sería democrático si, por ejemplo, garantiza las libertades de expresión, opinión y pensamiento (reconocidas en nuestra Constitución política en su artículo 20) y, entre otras libertades, la de asociación (consignada en el artículo 38 de la Constitución).
Pese a ello, lo cual es una singularidad, algunos Gobiernos llamados democráticos –en Colombia todos–, por el solo hecho de realizar elecciones populares, descuentan las otras libertades civiles y actúan siguiendo al pie de la letra los vicios y falacias de los Gobiernos plegados a la hoy renombrada Illiberal democracy: una suerte de cuasi democracia, donde los ciudadanos y las ciudadanas que eligieron a un presidente bajo unas promesas, un programa y unas ideas políticas específicas, terminan siendo gobernados bajo otras ideas y por personas que terminan decidiendo y haciendo cosas distintas al programa ofrecido inicialmente. Para tal propósito niegan o crean falsas informaciones acerca de cuanto ocurre en la administración del Estado. A estos países se les denomina, con acierto, antidemocráticos o países no libres, pues la libertad, como he venido diciéndolo, es condición inamovible en la estructura del modelo democrático.
Pero, finalmente ¿cómo se controlaría a los Gobiernos elegidos popularmente que se comportan antidemocráticamente? La respuesta parece ser la eliminación de los representantes y volver a la utopía de la democracia directa, pues son precisamente las élites (los clanes políticos y las familias herederas del poder político), así como el dinero (no importando su proveniencia ni quien lo porte), los factores que determinan el resultado final de las elecciones.
No obstante, esta realidad resulta común a muchos países autodenominados democráticos o que tienen una democracia consolidada en el tiempo. Pienso ahora en un artículo que leí, en la revista SWI (Perspectivas suizas), acerca de una investigación realizada por Maxime Mellina y Aurèle Dupuis, dos jóvenes politólogos que, apoyados por el Fondo Nacional para la Investigación Científica de la Universidad de Lausana, realizaron estudios para sopesar hasta qué punto son realmente democráticas las elecciones. Todo esto en el contexto del país suizo[1]. En los orígenes de la democracia, en Atenas, los representantes eran elegidos por sorteo. El concepto recobra actualidad, como lo demuestra el estudio realizado por estos jóvenes investigadores que analizaron el papel del azar en la política, y la posibilidad de regresar al sorteo como método empleado para designar a los representantes populares (es decir, a quienes sin pertenecer a élites ni con contar con dinero ni popularidad, pretendían cargos o magistraturas).
Efectivamente, en su afán por hacer de la democracia un sistema o régimen político eficaz, la civilización ateniense reservaba un número de sillas (cargos de administración pública) para quienes, siendo personas comunes y corrientes, hacían parte de los sectores excluidos (bien por no pertenecer a las élites o bien por carencia de riquezas). Eso daba un elemento agregado a los representantes: la conectividad con las necesidades de las personas representadas. Algo tan simple como saber de primera mano lo que quiere y necesita el pueblo.
Ese ejercicio (que los politólogos suizos denominaron “laboratorio para la democracia”) basado en el sorteo como mecanismo de elección popular, y cuyo objetivo consiste en erradicar las élites y el dinero como determinadores de los gobernantes y beneficiarios de los cargos públicos, es a todas luces algo muy coincidente con la estrategia de los partidos y las fuerzas políticas de nuestro país, pues en sus convocatorias para las listas al Congreso, la preferencia es para los nuevos nombres –los desligados de las élites o de las riquezas– en un claro cambio de agujas que apunta hacia las formas de la democracia primigenia.
PD: aviso a los lectores que, también en un ejercicio o práctica de laboratorio para la democracia, se me ocurrió… (en complicidad con quien fuera mi profesor de derecho constitucional, el doctor Luis Manuel Escobar Medina, y a propósito de una investigación que realizamos en conjunto para un libro sobre el tema en cuestión)… postular mi nombre al Senado en varias de esas fuerzas y partidos políticos para probar si, en efecto, son tenidos en cuenta, como sucedía en la antigua Grecia, los ciudadanos y las ciudadanas comunes y corrientes, no importando si por la vía azarosa del sorteo. Lo cierto es que hasta la fecha y ya pasados suficientes días, como esperábamos, no hemos recibido una sola respuesta y el ejercicio de laboratorio para la democracia continúa viento en popa.
* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.
[1] Michele Andina. El sorteo, el mejor sistema de elección. https://www.swissinfo.ch/spa/laboratorio-de-la-democracia
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