top of page
Foto del escritorLeón Valencia

Dos maneras de ver el fenómeno Trump



Entre muchas, hay dos maneras de ver el triunfo de Trump, lo acontecido en el brexit inglés, lo que pasó en el plebiscito sobre la paz en Colombia, la persistencia de Rajoy en España o el inusitado protagonismo de las Iglesias evangélicas en la vida pública brasileña y el escabroso ascenso de Michel Temer al poder en ese país: como un grave retroceso político o como una desesperada reacción ante los aires de cambio que se respiran en el mundo.

Para estas dos visiones hay argumentos de peso. Los que hablan de una vuelta atrás no necesitan hacer muchos esfuerzos para explicar su idea. Es fácil señalar que Estados Unidos había dado un salto hacia adelante al llevar a la Presidencia a un negro con una actitud más abierta y comprensiva frente a los migrantes, más inclinado a la solución pacífica de los conflictos, más preocupado por los derechos de las minorías y por los efectos del cambio climático. Con la victoria de Donald Trump todo eso está en cuestión.

Tampoco es difícil mostrar la salida de los ingleses de la Unión Europea como un duro golpe a la integración de un continente clave para los destinos de la humanidad. O la nueva investidura de Mariano Rajoy y la prolongación del gobierno del Partido Popular con el apoyo de los socialistas como un freno a los nuevos partidos y un congelamiento de la escena política española.

O el triunfo del No como la negación colombiana a entrar de una vez por todas a una era de paz y reformas. O la destitución de Dilma Rousseff como la utilización de hechos innegables de corrupción del Partido de los Trabajadores para cortar de un tajo el proceso de transformaciones económicas y sociales iniciado por esta fuerza política.

Más laborioso ponerse a descifrar los signos de ruptura que aterran a la sociedad en uno u otro lado del planeta y que dan pie a la emergencia de astutos demagogos que hacen eco de los miedos, de las incertidumbres, de los prejuicios y de los atavismos de grandes sectores de la población.

Vi en una madrugada madrileña el último debate entre Hillary Clinton y Donald Trump, y oí, entre admirado y temeroso, que temas nunca tratados, temas que antes no aparecían o solo se robaban alguna alusión marginal en la controversia, ahora eran el centro del gran debate político: el aborto, las minorías sexuales, los negros, los latinos, el acoso sexual de quienes ostentan algún poder, la mezcla entre lo público y lo privado, los derechos laborales de los recién llegados.

Todo eso sacudiendo, como un avión en una turbulencia, las emociones de los blancos, de los instalados, de los que nunca han dudado que el mundo es de ellos, solo de ellos, de los que siempre han tenido a la mano una creencia religiosa para explicar lo que les ocurre, estaba ahí servido en un solo plato, todo eso dando vueltas en la cabeza, todo eso para definirlo en la soledad de una urna, en la intimidad de la conciencia.

Había visto antes un hecho insólito, una ministra de Educación, Gina Parody, parada en un atril del Congreso de Colombia, hablando de su condición sexual y de su relación marital con otra ministra, Cecilia Álvarez, defendiendo su labor al frente del ministerio, su lucha contra la discriminación sexual, racial o política en las escuelas y colegios, desafiando la doble moral de los colombianos, buscando una sociedad más incluyente.

Y hace poco más de dos años había oído en una publicidad de la campaña presidencial de Juan Manuel Santos, un señor del corazón de las elites del país, increpando a quienes no prestaban sus hijos para la guerra y en cambio querían proseguir en el conflicto armado con los hijos de los otros.

También he visto en los últimos meses a una guerrilla –dura como el hierro, siempre afincada en la conciencia de una causa justa, siempre defendiendo a contrapelo de la realidad sus acciones– pidiéndole perdón a las víctimas de Bojayá, a las de la Chinita en Apartadó, a las familias de los diputados del Valle.

Algo muy serio se ha empezado a mover aquí y en el mundo, algo profundo, algo que toca al ser humano en toda su dimensión, hay una discusión más allá de la pobreza o de la equidad social, más allá de las relaciones económicas, hay una controversia sobre los valores, sobre la intimidad, sobre la condición humana.

De ahí las emociones como ríos desbordados, los jóvenes llorando en las calles de Londres o en las ciudades colombianas o brasileñas un día después de los plebiscitos o de la caída de sus líderes; de ahí el verbo ardiente de los caudillos echándole sal a la herida de los rencores, de los miedos, de la intolerancia para detener a un mundo que se les escapa; de ahí la angustiosa resistencia al cambio que encuentra en las urnas su desahogo.

Me inclino a pensar que no habrá vuelta atrás; que la ola de cambios se hará más grande con el paso de los días; que las derrotas serán temporales; que ni el llamado de la naturaleza, ni el grito desesperado de millones de personas que buscan un nuevo lugar en la tierra se podrán ignorar.

Columna de opinión publicada en Revista Semana


Comments


bottom of page