Se me ocurrió esta columna al recibir mensajes de Navidad y Año Nuevo de Iván Duque y Carlos Holmes Trujillo, precandidatos presidenciales del Centro Democrático. Me alegró mucho recibirlos. Me he encontrado con estos dos líderes políticos en debates y, a pesar de las duras controversias que he sostenido con su partido, han sido siempre respetuosos, siempre apegados a sus argumentos, sin estridencias verbales, sin ofensas, aunque
firmes, aunque recios. Ahora expresaban afecto y buenos deseos. No es el signo de la mayoría de los dirigentes de esa fuerza y tampoco lo es de líderes de otras agrupaciones. Estas actitudes serán de enorme importancia en la campaña política que se avecina. Es lo que necesita el país: debatir con carácter, con argumentos, con pasión, las profundas diferencias que tenemos, pero alejar el odio, alejar la rabia, de la discusión. Este propósito es muy distinto al de superar la polarización, resolver las diferencias, buscar un gran consenso nacional. Acabar con la polarización no es posible, pero tampoco es deseable.
Así hubiesen fructificado los esfuerzos que hicieron el papa Francisco, Kofi Annan, ex secretario general de Naciones Unidas, Bernie Aronson, delegado de Estados Unidos para las conversaciones entre el gobierno y las Farc, y no pocos líderes colombianos por acercar a Uribe y a Santos en torno a las negociaciones de paz, el país seguiría profundamente dividido.
Colombia ha entrado de lleno en los debates que sacuden al mundo. Es la disputa por los valores que regirán a la humanidad en el siglo XXI. La pregunta es qué haremos con nosotros, con nuestras inclinaciones sexuales, con nuestra diversidad racial, con la familia, con las transformaciones corporales y mentales que vendrán con los avances en la biotecnología, la nanotecnología y la ingeniería genética, con las modificaciones en el mundo del trabajo que traerá la robótica, con el cambio climático y la posibilidad del colapso de la vida humana.
Ya hemos visto las enormes tensiones que han generado las discusiones de género, la despenalización del aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo y la posibilidad de adopción de niños por este tipo de parejas, los derechos de los indígenas y los negros, las agresiones sexuales de personajes de las elites a menores humildes, el consumo de alucinógenos y psicoactivos, la segregación social que viven algunas poblaciones y los debates sobre las afectaciones ambientales de las industrias extractivas. Por supuesto la paz.
En la mayoría de estos temas hay arraigadas creencias, nociones que han sobrevivido miles de años en la memoria de la gente, ideas fijas que han acompañado al ser humano desde la cuna y no son fáciles de abandonar por más que la ciencia o la interacción humana muestren lo contrario.
Yuval Noah Harari en su reciente libro Homo Deus trae un ejemplo fabuloso sobre la resistencia a aceptar la teoría de la evolución, que tiene ya 150 años de enunciada y se ha enseñado persistentemente en colegios y universidades. Cita una encuesta de Gallup de 2012 donde solo el 15 por ciento de los estadounidenses cree que el Homo sapiens evolucionó únicamente por medio de la selección natural, al margen de toda intervención divina. La encuesta establece resultados por niveles educativos hasta llegar a los doctorados, y dice que allí apenas el 29 por ciento atribuye la creación de nuestra especie a la selección natural.
Harari señala la especial sensibilidad que despiertan algunos temas en la conciencia de los hombres, sobre todo aquellos que los tocan directamente, que remueven sus creencias, que les generan incertidumbres, que los muestran como seres cambiantes. Y ese va a ser el signo de los debates políticos de los próximos años y las próximas décadas en Colombia. No hay modo de que sean tranquilos, equilibrados, objetivos, no hay posibilidad de que se generen grandes consensos. Y es muy bueno que salgan a la luz. Que se conviertan en el alimento de las decisiones electorales, que se sometan al juego de la democracia.
Pero tenemos que lograr que estas disputas se alejen de la agresión, de la violencia, de las conspiraciones y la primera tarea en ese camino es superar el odio y la rabia en los debates. No es nada fácil. La guerra ha dejado muchas heridas, las prácticas políticas también. Es difícil pedirle a un dirigente político que le han asesinado a su padre o secuestrado o desaparecido a un familiar o que se ha sentido excluido y marginado toda la vida que disipe estos sentimientos en su espíritu, pero es una obligación inapelable con el futuro de nuestros hijos y del país.
No es imposible hacerlo. Martha Nussbaum en el libro Emociones políticas hace un largo recorrido por autores para demostrar que se pueden y se deben generar sensibilidades altruistas, emocionalidades más comprensivas de los otros, actitudes civilizatorias, en la vida pública. No hay que acudir solo a la razón. Es menester que los líderes políticos actúen con responsabilidad en ambientes crispados como el nuestro y vigilen también la expresión de sus sentimientos.
No se puede repetir el espectáculo de las elecciones presidenciales de 2014 y tampoco lo ocurrido en el plebiscito por la paz. Se desbordaron la guerra sucia, las agresiones verbales y las conspiraciones.
Columna de opinión publicada en Revista Semana
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