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Cuentos chinos

Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.


Sorpresa han causado las declaraciones de la embajadora de Colombia ante Naciones Unidas, en una sesión de derechos humanos el pasado 15 de marzo, en donde alabó los avances de China comunista en materia de Derechos Humanos, en contravía de lo que denuncian organizaciones defensoras en todo el mundo. Más contradictorio aún, semejante condescendencia cuando el propio presidente Duque demandó -cuando era congresista- a Venezuela por violaciones a los Derechos Humanos y ha mantenido una política internacional basada en el liderazgo de la denuncia y la búsqueda del derrocamiento del régimen de Nicolás Maduro por desconocerlos.


Queda en evidencia en este, como en otros temas, el manejo oportunista, pragmático dirán sus admiradores, y la hipocresía que impera en las relaciones internacionales del país, caracterizadas, en el gobierno Duque, además de la incoherencia, por el clientelismo para la provisión de los cargos diplomáticos, muchos de los cuales por la impreparación o descaro de los funcionaros nos han hecho pasar vergüenzas continuas, de lo que dan cuenta a diario los medios, el última de las cuales una valija con droga para un funcionario de una embajada.


Haciendo eco de la política y retórica china en escenarios internacionales -que al uso de Estados Unidos decidió juzgar sin mirar sus culpas- , la embajadora de Colombia en la ONU afirmó ante el Consejo de Derechos Humanos que «Alcanzar los altos estándares de promoción, protección y garantía de todos los derechos humanos es un desafío que enfrentamos todos. Es por esto que encontramos mérito en las intervenciones sobre los avances en materia de derechos humanos, económicos y sociales en la República Popular de China».


Declaración que contrasta de manera deshonrosa con los informes periódicos de organizaciones no gubernamentales del peso de Amnistía Internacional y Human Rights Watch, entre otras, que advierten del sistemático desconocimiento de los derechos a la vida e integridad personal, debido proceso, información y comunicación, privacidad, habeas data y habeas corpus, libertad de pensamiento y religión, sexuales y reproductivos, opción sexual y de género, libre desarrollo de la personalidad en el país asiático.

En enero de 2020, al presentar el capítulo correspondiente a China del Informe Mundial de Human Rights Watch, frente a la política del gigante asiático de reinterpretar y limitar los derechos humanos a la realización de avances socioeconómicos y respeto a la soberanía –restricción que aplaude ahora Colombia- señaló que están en riesgo décadas de avances que han posibilitado que personas de todo el mundo hablen con libertad, vivan sin temor al encarcelamiento arbitrario y la tortura, y ejerzan otros derechos humanos.


“El gobierno chino ha creado un estado de vigilancia omnipresente con el fin de lograr un control social absoluto dentro del país. En la actualidad usa su influencia económica y diplomática para evadir acciones internacionales fuera de sus fronteras que reclaman que rinda cuentas por la represión. A fin de preservar el sistema internacional de derechos humanos como mecanismo efectivo para contrarrestar la represión, los gobiernos deberían cerrar filas ante los ataques de Pekín”.
“Las autoridades han clausurado organizaciones cívicas, silenciado al periodismo independiente y cercenado gravemente el diálogo en línea. Están avasallando significativamente las libertades limitadas de Hong Kong en el marco del concepto “un país, dos sistemas”. Y en Xinjiang, las autoridades han construido un sistema nefasto de vigilancia para controlar a millones de uigures y otros musulmanes túrquicos, incluida la detención de más de un millón de personas con fines de adoctrinamiento político forzoso”.
“Pekín ha empleado la tecnología como elemento central para la represión y lleva a cabo intromisiones masivas en la privacidad de las personas mediante herramientas como la obtención forzosa de muestras de ADN, para luego recurrir al análisis de megadatos y la inteligencia artificial para perfeccionar sus mecanismos de control. El objetivo es diseñar una sociedad en la que no haya disenso”.
“La situación de los derechos humanos siguió caracterizándose por la represión sistemática de la disidencia. El sistema de justicia seguía plagado de juicios injustos y casos de tortura y otros malos tratos bajo custodia. China continuó tratando como secreto de Estado toda información referente al uso generalizado de la pena de muerte en el país”.
“Siguieron aplicándose medidas de represión particularmente duras, disfrazadas de lucha “contra el separatismo” o “contra el terrorismo”, en la Región Autónoma Uigur de Sinkiang (Sinkiang) y en las zonas de población tibetana (Tíbet). Las autoridades sometieron a vigilancia invasiva, detención arbitraria y adoctrinamiento obligatorio a la población uigur, kazaja y de otros grupos étnicos predominantemente musulmanes”.
“Las personas LGBTI sufrían una discriminación y una estigmatización social generalizadas. Al no existir servicios médicos adecuados, se exponían a graves peligros cuando buscaban tratamientos de afirmación de género, que ni estaban regulados ni eran apropiados. Asimismo, eran víctimas de abusos en forma de “terapias de conversión”.
“El gobierno continuó intimidando, hostigando y enjuiciando a defensores y defensoras de los derechos humanos y a ONG independientes, irrumpiendo incluso en sus domicilios y oficinas. Además, la policía vigilaba, acosaba y detenía a familiares de defensores y defensoras, y también restringía su libertad de circulación”.

Por su parte, Amnistía Internacional denuncia que “el presidente Xi Jinping incidió en que el sistema jurídico debía estar bajo el mando absoluto del Partido Comunista Chino”, algo parecido a lo que pretende el uribismo. “Tanto los organismos encargados de hacer cumplir la ley como el sistema judicial seguían en gran medida bajo el control del partido. China legalizó la detención arbitraria y secreta -como la llamada “vigilancia domiciliaria en un lugar designado”-, y autorizó también por ley el sistema extrajudicial de detención denominado liuzhi. Estos procedimientos permitían la detención en régimen de incomunicación durante periodos prolongados, y entrañaban mayor peligro de tortura.


“El gobierno restringió aún más el derecho a la libertad de expresión, asociación y reunión pacífica. Las autoridades sometieron a estricta censura a todos los medios y publicaciones, desde los medios de comunicación impresos hasta los juegos online. Con ayuda de empresas privadas de tecnología e Internet, el funcionariado dominaba técnicas de reconocimiento facial, sistemas de registro con nombre real y macrodatos para someter a la población a vigilancia y control masivos e indiscriminados”.


A finales del año pasado, una coalición mundial de 321 grupos de la sociedad civil, incluida Amnistía Internacional solicitó a las Naciones Unidas crear con urgencia un mecanismo internacional independiente para abordar las violaciones de derechos humanos del gobierno chino. La petición de estos grupos se hace eco de una declaración realizada por más de 50 expertos y expertas de la ONU que en junio de 2020 expusieron con detalle las graves violaciones de los derechos humanos perpetradas por las autoridades chinas y pidieron que se tomaran “medidas decisivas para proteger las libertades fundamentales en China”.


La República Popular China -Sina en griego y para efectos de estudios culturales (v.g.: el sinismo que estudian los sinólogos) a diferencia del cinismo de nuestra diplomacia- es un país autodeclarado comunista -el espanto del uribismo- , orientado por el marxismo leninismo maoísmo actualizado y reformado en lo político y por la economía de mercado en lo económico, simbiosis que ha dado como resultado su elevación a segunda potencia económica mundial -según proyecciones será la primera en un lustro- saltando del feudalismo al capitalismo de alta tecnología, poder industrial y cuantiosas inversiones en menos de un siglo.


En medio de esa pujanza sus expectativas de crecimiento, aparte del desarrollo interno centrado en poderosas urbes industriales, se basa en una agresiva política de expansión en la que en los últimos años América Latina ha sido objetivo de la inversión en sectores estratégicos como la infraestructura, los recursos naturales, la minería, los hidrocarburos, la alta tecnología y la adquisición de propiedades, tierras y marcas.


En ese interés viene figurando Colombia desde que en gobierno Santos suscribió con el gigante asiático, en 2012, el Acuerdo Bilateral para la Promoción y Protección de Inversiones entre China y Colombia -Appri- que en términos de los críticos es una alianza de un desbalance grotesco, como poner a competir un tigre con ratón, entregando sectores estratégicos de la economía sin contraprestación ni salvaguarda y con un acatamiento de las normas internas como la consulta previa y los derechos de las comunidades, muy favorable al inversionista extranjero. El Grupo Regional sobre Financiamiento e Infraestructura (GREFI), insiste por ello en revisar los marcos regulatorios en materia de derechos humanos y laborales de las empresas chinas en América Latina.


Con la mira puesta en los yuanes a cualquier precio, el gobierno Duque se montó en ese “tigre salvador”. Muestra de esa nueva era de las relaciones sino-colombianas fue la visita presidencial a Pekín, con homenaje al inclemente líder comunista Mao Tse Tung incluido, y el relanzamiento de las mismas con motivo de los 40 años de establecidas en el retardatario gobierno de Turbay Ayala. Los gestos de simpatía van y vienen. La potencia no se ha hecho esperar para proveernos de la vacuna Sinovac contra el Covid 19 y Colombia agradecida elogiando la totalitaria política de Pekín en materia de Derechos Humanos, en tanto enfrenta airada por lo mismo países vecinos.


La inversión directa de China en Colombia pasó de US$9,3 millones en 2019 a US$43,3 millones, hacia octubre 2020, según el Banco de la República, con inversiones clave como la construcción del Metro de Bogotá e importantes carreteras, US$400 millones en la vía estratégica que unirá a Medellín con Urabá, el tren de cercanías de la Sabana de Bogotá (Regiotram), la mina de oro más grande del país en Antioquia, el fondo de pensiones Old Mutual y el suministro por BYD de buses eléctricos a Bogotá y Medellín. Además de la participación que las firmas Sinuchen, China National Petroleum Company y Emerald Energy -cuestionada por temas ambientales, humanitarios y represión en el Caquetá- tienen en el sector de hidrocarburos.


Entre 2002 y 2019, China invirtió un total de US$240 millones en Colombia, mientras que ahora se tienen confirmados US$1.000 millones solo en proyectos energéticos. En la vía contraria Colombia envía aguacate Hass y comenzó a exportar banano, entre otros productos agropecuarios. La comparación es risible, nos avasallan. Para compensar la avalancha inversionista china, que de alguna manera hace menos destroza su gestión en números, el gobierno colombiano, ávido de recursos, no repara ni en derechos ni en soberanía ni en vergüenza. Aplaude la política de derechos humanos de China. Como dijo el líder comunista reformista Zhou Enlai y repitió años después Deng Xiaoping, “No importa el color del gato con tal de que cace ratones”. Y tenga plata.


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