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Constitución del 91, la promesa traicionada

Por: Guillermo Segovia  Politólogo, abogado y periodista 



Grandes fueron las expectativas desatadas por la promulgación, el 4 de julio de 1991, de la nueva Constitución colombiana, la “Carta de los Derechos”. Esto ocurría tras un siglo de vigencia del autoritario, centralista y teocrático ordenamiento establecido en 1886 —con el liderazgo de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro—, consagrado al estilo de las guerras civiles decimonónicas con el revés del liberalismo en la sangrienta Guerra de los Mil Días, despuntando el siglo XX.

Hace 30 años, un país hastiado y aterrorizado por el terrorismo de los carteles de la droga, la “guerra sucia” contra la Unión Patriótica —formación política surgida de un fracasado acuerdo de paz con las Farc—, el liderazgo popular y políticos progresistas, y con la “democracia restringida” impuesta por los arreglos del Frente Nacional —salida de los partidos tradicionales, Liberal y Conservador, para cerrar la era de violencia desatada con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948—, le daba la “bienvenida al futuro”.


Una movilización estudiantil propiciada desde universidades privadas, con la iniciativa de la “Séptima papeleta”, le abrió espacio político al gobierno liberal de Virgilio Barco para legitimar en las urnas la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente —bloqueada como mecanismo de reforma desde el plebiscito que prosiguió al derrocamiento del dictador Rojas Pinilla, en 1957, por liberales y conservadores que lo habían empoderado— que, según la publicidad convocante de su sucesor, César Gaviria, “era el camino”.


Durante seis meses, una asamblea pluralista de todo el espectro político: un tercio perteneciente a la Alianza Democrática M19 (grupo recién desmovilizado por acuerdo de paz), otro tanto al liberalismo, algo similar al conservatismo y la presencia minoritaria, pero no menos significativa, de representantes de las comunidades indígenas, además de otras agrupaciones insurgentes reinsertadas a la vida civil, acordaron el contenido del nuevo ordenamiento constitucional.


El también llamado “revolcón” por el Gobierno de entonces para evitar invocaciones revolucionarias, constituyó, en muchos aspectos, un cambio importante en la estructura institucional, social y cultural: hizo posible la creación de nuevas entidades, la inclusión —al menos formal— de sectores de la población invisibilizados hasta entonces (indígenas, afrodescendientes), y la ampliación y garantía de derechos, cuyo capítulo y el de los mecanismos de protección le dieron un indudable sello progresista a la nueva carta.


Quedó claro desde el comienzo, por el contrario, que los asuntos correspondientes a la fuerza pública, por conveniencias y concesiones de todos los actores en la asamblea y a pesar de los cuestionamientos, no serían tocados, dejando las aristas de la “Doctrina de Seguridad Nacional” contrainsurgente intactas. Si bien la vía del diálogo logró la desmovilización de varias de las guerrillas, las de más peso —las Farc y el ELN— se negaron a participar, con lo que se justificó el alzarse de hombros frente a la modernización de la doctrina militar y la reforma de las fuerzas armadas. Y si bien la Policía, como consecuencia de recurrentes escándalos, ha tenido modificaciones, han sido cosméticas.


De otro lado, y como con desfachatez lo manifestara tiempo después el ministro de Hacienda en ejercicio, Rudolf Hommes, el gobierno Gaviria entretuvo a la asamblea en la discusión de los máximos sociales, mientras aprovechaba para sacar adelante la “apertura económica”: aplicación por autopista sin obstáculos de las fórmulas del modelo neoliberal impuesto por los centros de poder mundial y sus organismos, que desmantelaron las economías subalternas a favor del acaparamiento de los multinacionales y que incidiría en la disminución de esos mismos derechos.


En lo social, mientras la nueva carta se deshacía en promesas de trabajo, salud, educación, pensión digna, servicios públicos y tierra para sectores campesinos necesitados, en la realidad el golpe a la economía agrícola, sometida a las importaciones, fue brutal y el campesinado sigue esperando. Con la reforma laboral se eliminaron o redujeron garantías a las personas trabajadoras, la jubilación se entregó como capital de riesgo a los inversionistas, alargando años de contribución y edad de salida, y la salud se privatizó en desmedro de los usuarios por costos y limitaciones. Si se ha avanzado en algunos aspectos de la realidad social ha sido más producto de ciclos de prosperidad económica ligados a la dependiente economía que a propósitos decididos de política pública.


Ante la magnitud del daño causado, no se sabe si por oportunismo o con sinceridad, años después Gaviria pidió perdón por la catástrofe, pero se mantiene firme en el modelo. El ponente de la ley laboral y de la ley de salud fue Álvaro Uribe, quien luego ocuparía la presidencia exigiendo “trabajar, trabajar y trabajar” y en el presente empujó la reducción de la jornada laboral en uno de sus tácticos gestos populistas ante una fanaticada que le comienza a ser esquiva, tras años de gloria, por sus múltiples líos judiciales y credo autoritario. La responsabilidad constitucional de los presidentes no existe.


Se prometió acceso universal a la educación básica y educación gratuita y de calidad en la universidad pública, presupuesto adecuado y libertad de enseñanza y cátedra. Los déficits permanentes corroboran el incumplimiento mientras se favorece el presupuesto de defensa e históricos centros educativos, con sus sedes en ruinas, muestran el falso compromiso de los gobernantes con la educación. Vigorosas movilizaciones estudiantiles han impedido la privatización de la formación universitaria y han obligado, al menos en el papel, a que los gobiernos atiendan la Constitución en cuanto a presupuesto, como en 2013 con Santos y en 2018 con Duque, ahora además con la promesa de gratuidad para estratos 1,2 y 3.


En cuanto al Estado y sus instituciones, los cambios enunciados parecían prometedores. La Carta y los derechos económicos, sociales, culturales y ecológicos tendrían en la Corte Constitucional un guardián; los derechos fundamentales quedaban bajo el ala difusora y protectora de la Defensoría del Pueblo; la Fiscalía General de la Nación, con el paso del sistema penal al modelo acusatorio, parecía ponerse a la altura de lo más avanzado del mundo en materia de persecución y juzgamiento de la criminalidad; y el Consejo Superior de la Judicatura garantizaría calidad, idoneidad y transparencia en la justicia.


La promesa de una revolución política que permitiera superar dos siglos de bipartidismo a través de un sistema de partidos abierto, mecanismos inéditos de participación ciudadana, renovación parlamentaria, legitimidad de la oposición, nuevos liderazgos, cambios en las autoridades electorales, entre otros, parecía dar visos de que por fin se impondría una democracia pluralista, de amplia participación y legitimidad, para superar la tradición clientelista que alimenta una democracia formal construida desde la base municipal por los intercambios de favores, la compra de votos, las canonjías y la corrupción.


A pesar de la permanencia de la violencia, incrementada después de la euforia constitucional por un nuevo ciclo de guerra entre guerrillas y grupos paramilitares fortalecidos, narcoterrorismo desatado y fuerzas armadas entrampadas en su baja capacidad, la primera década de vigencia de la Constitución del 91 fue destacada por haber generado un ambiente de posibilidad de reformas, algunos cambios importantes, apertura política y mantener el optimismo acerca de que apenas se estaba desarrollando su contenido innovador.


Resaltaba, por su efectividad protectora, la novísima Acción de Tutela: mecanismo eficaz para regatear el cumplimiento de derechos como la salud y la educación que, aun en sus limitaciones, son negados por los prestadores, y el libre desarrollo de la personalidad. Se convirtió en la espada justiciera de los desposeídos y sigue siendo apreciada, a pesar de que cada vez es más desvirtuada por los abusos de quienes intentan estirar su alcance a aspectos que no les corresponden y por las limitaciones que se le quieren imponer desde el establecimiento (Gobierno, empresariado) para eludir sus responsabilidades. Los embates por domesticarla son similares a los que quieren desvirtuar la consulta previa a comunidades indígenas y afrodescendientes, convirtiéndola de requisito fundamental en mera formalidad.


A la luz de la concepción de plurietnicidad, multiculturalidad y libre desarrollo de la personalidad de la Carta, las comunidades indígenas, afrodescendientes, palenqueras, raizales, room, LGBTIQ, niños, niñas, adolescentes, jóvenes y mujeres han logrado más autonomía, reconocimiento de derechos e inclusión a través de movilizaciones y luchas. Todo esto a pesar de la represión, maltrato y criminalidad en su contra, como lo evidencian informes recientes de organismos de derechos humanos, y las cifras de violencia del paro nacional iniciado el 28 de abril. En este punto sería injusto negar el papel vanguardista de la jurisprudencia emanada de las primeras nóminas de la Corte Constitucional, que ahora juega entre cumplir la Constitución o agradar al Gobierno, a pesar de que el machismo, el racismo y la discriminación tienen un carácter estructural en nuestra sociedad.


Pero volvamos a las instituciones que en teoría deben ser las garantes del Estado social de derecho, de la república unitaria —descentralizada con autonomía de sus entidades territoriales—, de la democracia participativa y pluralista consagrados como primer principio fundamental en la Constitución y de cuya valoración depende que estos sean apenas un enunciado, una promesa o un engaño.


Si bien la Constitución del 91 no afectó el rígido presidencialismo que impera en Colombia desde la Independencia, si se previó una relación armónica de las ramas del poder público, y organismos de control y electorales, así como un balance de pesos y contrapesos en garantía de un adecuado funcionamiento del aparato estatal. La creación de la Vicepresidencia fue un arete inútil que aún no encuentra oficio.


Con excepciones, el Congreso se convirtió en un club de gamonales regionales fletados por los gremios que llegó a estar dominado por el paramilitarismo, sin que los defensores a ultranza de la democracia formal se hayan coloreado; la justicia no ha podido satisfacer el mandato de acceso, eficiencia y celeridad y, en general, es injusta y parcial. Las reformas que se formulan al poder judicial son un hazmerreír por inocuas y estar formuladas para satisfacer la politiquería.

La imposición de la reelección presidencial en el primer gobierno de Álvaro Uribe (2002-2006), valido del “estado de opinión” generado por los éxitos en la lucha contrainsurgente en el marco de su política de “Seguridad Democrática”, a al cual, gracias al plebiscito promovido en su favor por los poderes reales del país y los medios, se le pasaron por alto prácticas violatorias de los derechos fundamentales, hizo trizas la autonomía de los poderes públicos y, con los mecanismos establecidos para la elección de magistrados de las cortes y cabezas de los órganos de control, desquició uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho, como lo es la separación y el control mutuo de poderes.


De ahí en adelante (tal vez también lo fue antes pero no de manera tan contundente), los presidentes arman mayorías en las cortes a su favor a través de la intervención en la designación de magistrados, se garantizan un fiscal cómodo y a su servicio, controlan la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo y alinean en su interés los votos necesarios a sus iniciativas o las de sus patrocinadores en el Congreso. Álvaro Uribe espió y persiguió a la Corte Suprema de Justicia por no hacerle juego a sus abusos de poder, y este alto tribunal sigue pagando el precio de aplicar justicia ante los desmanes del expresidente y no ha estado exenta de corrupción.


El clientelismo, contra el cual se levantó el clamor constituyente del 91, ha vuelto de manera grotesca en potes de “mermelada”, como denominó el expresidente Santos al hecho de justificar intercambios con el legislativo —“auxilios” con los que también negociaron Gaviria, Samper y Pastrana—, que él también aprovechó, y los cuales prometió eliminar el presidente Duque y terminó dándoselos en cucharones a los partidos que lo acompañan para aplastar a las minorías congresionales y a los cada vez más incidentes organismos no gubernamentales orientados a la defensa de los intereses ciudadanos.


Pero si por algo deben responder los gobiernos y las entidades del Estado frente a la que, con entusiasmo, se denominó la Constitución de los Derechos Humanos y la Paz, es por la realización de éstos como mandato superior. En atención al artículo 21 de la Constitución, “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, el gobierno Santos (2010-2018) negoció y logró un acuerdo para la desmovilización de las Farc, la guerrilla más fuerte, a pesar de los golpes que recibió en la administración Uribe, e inescindible de la historia de Colombia. Esa negociación trascendental se ha desdibujado en medio de la arremetida de las venganzas guerreristas y la decisión del uribismo de hacer trizas los acuerdos, en un abierto desafío del mandato constitucional.


De otra parte, los imperativos constitucionales de respeto a la vida y la integridad personal, prohibición de la tortura y tratos inhumanos, crueles o degradantes, desapariciones y crimines extrajudiciales, son letra muerta. Las cifras de asesinatos por prebendas a los miembros de las fuerzas armadas en el gobierno Uribe ascienden a por lo menos 6.402, documentados por la Justicia Especial de Paz; las desapariciones en las últimas décadas son cerca de cien mil, según registra la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas; 270 excombatientes de las Farc han sido asesinados y asesinadas desde la firma de la paz; más de 500 líderes sociales fueron ultimados en el mismo período; y en solo este año se han perpetrado más de 50 masacres. Son cifras recientes, no del total de la tragedia humanitaria de la última etapa de la guerra interna, que muestran un estado de cosas inconstitucional.


Lo mismo pasa con respecto a la igualdad de derechos y oportunidades que la Constitución proclama. La desigualdad es, de lejos, la principal y justa causa de inconformismo en la Colombia de hoy —uno de los países más desiguales del mundo—, gobernada por una élite indolente, insensible y retrógrada, en nada dispuesta a pensar un presente y un futuro con el concurso y en beneficio de todas las personas. Se creen sus dueños —en parte lo son— y piensan y actúan como tales. La Constitución en su acápite social es una disculpa, un adorno o un estorbo. Así la perciben y así la usan.


Millones de personas movilizadas en el “estallido social” de los dos últimos años y los miles de jóvenes que a diario protestan, se enfrentan y sufren la represión del Escuadrón Móvil Antidisturbios. Personas desesperadas por la falta de empleo, por el hambre, por el sufrimiento de sus familias ante las carencias, ilusionadas con que la educación resuelva lo que a lo mejor tampoco podrá, están gritando en las calles que el capítulo de derechos de la Constitución está en mora de ser cumplido y que en cuanto a democracia, instituciones y modelo económico es hora de una revisión profunda.


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