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Con Piedad Córdoba en una comunidad Zulú

Por: León Valencia - Director PARES



En esta tarde triste en que oigo que murió Piedad tengo un recuerdo. Fuimos a Durban, la legendaria ciudad a orillas del índico, para asistir a un congreso mundial sobre el estado de la democracia. Corría febrero de 2004. Partí de Montevideo donde vivía uno de mis exilios, pasé por Sao Paulo y llegué a Durban al declinar el día. Caía sobre el Índico una lluvia menuda y, en un horizonte borroso, se dibujaban unas nubes de mal presagio. Me dormí pronto en el hotel de playa que nos habían asignado. Me desperté pensando que me esperaba un día turbio, pero al mirar a través de los resquicios de las cortinas de una ventana que daba al mar, vi un haz de luz, reflejo de un sol que había matado las nubes de la noche.

 

Al entrar al restaurante del hotel me encontré con Piedad Córdoba. Lucía un turbante y un vestido de abigarrados colores que trasmitían alegría y entonces desaparecieron por completo las sombras que habían rondado mi primer sueño en el misterioso Índico.

 

Durante tres días oímos hablar de los problemas de la democracia en el mundo y les contamos a los asistentes nuestras propias desgracias. Luego nos fuimos a visitar a una comunidad Zulú. Habíamos estado muy cerca a lo largo del congreso. Me contó que ella sentía su origen Zulú. Era apenas una intuición que la había asaltado mirando imágenes zulúes y leyendo algunos episodios de la forzosa marcha que llevó a los negros del África a las tierras de América. Pues vamos a darle argumentos a esa intuición, le dije.

 

En los días salíamos con los locales a mirar sus ríos, sus montañas y su asombrosa fauna y en las noches nos metíamos en sus bailes y celebraciones. Miraba a Piedad comiendo con un placer extraño sus platos y la veía danzar al lado del fuego tomada de la mano de mujeres tan parecidas a ella en sus cuerpos y en sus movimientos, que me dije y le dije ¡No hay duda tu origen es Zulú y solo Zulú! Fue uno de esos juegos en que los colombianos buscamos con fruición nuestra identidad perdida en la bruma de un pasado sin gloria.  

 

Pero aprovechamos para hablar de otras cosas. Me contó que había ido a Durban con la ilusión de ver la ciudad donde Mahatma Ghandi hizo sus primeras experiencias de resistencia al lado de indios y negros discriminados y vejados por los ingleses en el ignominioso apartheid. El apóstol de la no violencia vivió 20 años en esas tierras y dejó una huella imborrable que fue seguida por Nelson Mandela en camino a la libertad de Sudáfrica.

 

Le conté que había ido con la ilusión de ver la ciudad donde Fernando Pessoa había vivido su niñez y su adolescencia y había escrito sus primeros poemas en un inglés aprendido de los blancos que ocupaban ese territorio ajeno. Le recité fragmentos de un poema de Pessoa sobre Jesucristo que había leído en los días en que bebía apasionadamente las ideas de la teología de la liberación, decía así:

 

 

Un medio día de final de primavera

Tuve un sueño como una fotografía

Vi a Jesucristo bajar a la tierra

 

Venía por la ladera de un monte

Hecho niño de nuevo,

Corriendo y revolcándose por la hierba

Y arrancando flores para después tirarlas

Y riéndose para que se le oyera lejos

 

Había huido del cielo.

Era demasiado nuestro como para fingirse

La segunda persona de la trinidad.

En el cielo todo es falso, todo está en desacuerdo

Con flores y árboles y piedras

En el cielo hay que estar siempre serio

Y de vez en cuando volverse hombre de nuevo

Y subir a la cruz y estar siempre muriendo

Con una corona alrededor toda de espinas

Y enclavados los pies con un clavo trabal

……

 

De estas cosas hablábamos lejos de nuestra patria al lado de negros que evocaban a nuestros negros y de imágenes que hablaban de los paisajes que llevaron a nuestra memoria la selva de nuestro chocó olvidado. 

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