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“Cagados y el agua lejos”



La encuesta bimestral de Gallup no deja títere con cabeza: los partidos tienen el 87 por ciento de imagen negativa, la justicia el 83, el Congreso el 80, el presidente Santos el 72 y el líder de la oposición de derechas el 50. Nadie se salva. Todas estas cosas vienen de atrás, pero en los últimos meses los escándalos de corrupción en las cumbres políticas y judiciales han empeorado el ambiente. Es una pavorosa ausencia de liderazgo y legitimidad.

Situaciones de este tipo en sociedades con mayores sensibilidades éticas, con electores más libres, desatarían una enorme crisis nacional y llevarían a un cambio en las élites políticas y a una profunda reforma institucional. Aquí no.

Varios analistas alertan sobre la posibilidad de que algún outsider, algún caudillo, aproveche la situación y montado en los hombros de una opinión asqueada por la podredumbre del régimen, se haga al poder y barra con los espacios democráticos que aún persisten. Dicen, cuidado, ahí está Petro o algún lider de la derecha extrema.

Otros más optimistas piensan que esta crisis de liderazgo es la gran oportunidad para generar un caudaloso movimiento ciudadano y una generosa coalición política que conduzcan el país hacia una democracia vigorosa y hacia una modernización económica y social.

No creo en estos escenarios. No habrá caudillo, ni salto democrático. Por una razón: aquí no hay, por el momento, indignación moral auténtica ni censura social y política. Aquí no hay ciudadanía para darle un vuelco a la competencia democrática y generar los cambios que para bien o para mal se han dado en toda la región suramericana en los últimos veinte años.

Mi escepticismo viene de experiencias que me han marcado con hierro. A principios de 2008 estuve en reuniones con grupos de parlamentarios en Londres, Bruselas y Estocolmo. He contado esto varias veces. Fuí a explicarles el fenómeno de la parapolítica. Les decía que, según las investigaciones académicas que habíamos hecho, 83 parlamentarios, 251 alcaldes y 9 gobernadores, en 2002 y en 2003, habían llegado al poder con ayuda de los paramilitares.

Me preguntaron en Londres: Señor Valencia, a qué partidos pertenecen esos parlamentarios y líderes políticos? Les conteste: el 95 por ciento participan de la coalición de gobierno y respaldan al presidente Uribe. Replicaron: ¿Entonces hay un gran crisis política y el gobierno se puede caer? Les dije que no, que al contrario, Uribe estaba en su segundo mandato con un enorme respaldo y los congresistas cuestionados, muchos de ellos procesados por la justicia, mantenían su caudal electoral a través de familiares o aliados políticos. Similares preguntas me hicieron en Bruselas y Estocolmo. Los miraba y veía en ellos una inocultable cara de desconcierto, no podían entender que acá no hubiese censura ciudadana para estos actos, que los electores no castigaran semejantes transgresiones a la democracia.

El trago fue muy amargo. De la comprobada alianza entre las fuerzas políticas que gobernaban el país y las organizaciones mafiosas no salimos con una reforma institucional y un cambio en las casas y clanes políticos que ostentaban el poder. Los herederos de la parapolítica continuaron ganando las elecciones.

Tanto que en 2014 repetimos el monitoreo electoral y concluimnos que setenta de los elegidos al congreso tenían serios cuestionamientos de financiación indebida o ilegal. Entre ellos estaban los ahora tristemente famosos Musa Besaile y Ñoño Elias que alcanzaron la segunda y la tercera votación al senado.

Los pactos entre clanes políticos y organizaciones mafiosas fueron poco a poco contaminando otras instancias fundamentales de la vida pública. De un momento a otro apareció el escándalo de Jorge Pretelt en la Corte Constitucional y el de Gustavo Moreno en la Fiscalía y ahora, como en un ajedrez perverso, saltan los nombres de Leonidas Bustos y Francisco Ricaurte en la Corte Suprema de Justicia. Pero si los lectores dedican unas horas a estudiar la trama de esta novela negra verán que las raíces de todo están allá a principios de siglo.

Bajo la influjo de estos escándalos y de los acuerdos de paz se ha hablado en estos dos años con insistencia de profundas reformas a la justicia y a los organismos electorales. Se propuso en su momento, con gran bombo, el Tribunal de Aforados para sustituir a la a Comisión de Acusaciones de la Cámara, el mismo que se vuelve a proponer ahora. Se juró que se cumpliría a cabalidad el pacto de acoger las recomendaciones de la comisión de expertos conformada por los compromisarios del gobierno y de las FARC en la Habana para transformar el Consejo Nacional Electoral, la Registraduría y la Comsión Quinta del Consejo de Estado. Todo quedó en agua de borrajas.

Ahora se tiene la mira puesta en las elecciones de 2018. La proliferación de candidatos presidenciales independientes, comprometidos en la lucha contra la corrupción y en la búsqueda de reformas está generando la ilusión del cambio. Esa esperanza durará hasta las elecciones parlamentarias.

Allí se verá como los herederos de Musa y del Ñoño y todos los clanes regionales aliados de las mafias bajo el amparo del Partido de la U, del Liberal, del Centro Democrático, de Cambio Radical y del Partido Conservador se alzaran con la victoria y determinarán la disputa presidencial. Entre tanto los candidatos independientes estarán dispersos y sin mayor fuerza parlamentaria. El cambio está muy lejos.


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