Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.
Hace diez años, el 12 de agosto de 2010, falleció Apolinar Díaz Callejas. Hoy ese nombre es un recuerdo grato para quienes estuvimos ligados a su vida y luchas y para muchos campesinos costeños pero es desconocido por las generaciones recientes, como lo es la historia de Colombia. De golpe algún estudiante inquieto se encuentra con el fondo que con lo que fuera su valiosa colección de libros se constituyó en la Biblioteca Nacional. Si es curioso, dará con una biografía apasionante de alguien que siempre tuvo fe y esperanza en que la juventud puede cambiar el país.
Miembro de una modesta familia sucreña, de Colosó, el joven Apolinar cursó Derecho en la Universidad de Cartagena, durmiendo a veces en las bancas de una iglesia para ahorrarse lo del alquiler de una pieza. A lo García Márquez, buscando futuro, llegó a Bogotá a guerrear contra el frío. De estirpe liberal se vinculó a Diego Montaña Cuéllar, otro personaje grande, en la defensa de sindicalistas encausados por protestar contra las multinacionales petroleras. En esas lo cogió en Barrancabermeja, puerto petrolero rebelde, el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán el 9 de Abril de 1948. Por su actitud frente al suceso fue nombrado miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno que declaró el Poder Popular. Diez días después tuvieron que claudicar porque los arreglos por arriba acordaron que no había pasado nada.
Se le reconoció por su fogoso discurso gremial, conocimiento de temas agrícolas y como defensor de la reforma agraria que los terratenientes impidieron en el gobierno transformador de Alfonso López Pumarejo en los años 30. Advertido de sus audacias, el presidente Carlos Lleras Restrepo, decidido a romper el modelo colonial de explotación rural, designó a Díaz Callejas gobernador del Departamento de Sucre en 1967 para que promoviera la organización campesina capaz de acompañar una política de entrega de tierras que tenía que confrontar a cientos de rentistas acomodados, muchos de ellos aportantes de la campaña presidencial.
Apolinar hizo la tarea y la gente la sobrepasó. De ahí nació la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc), la única organización popular que sin revolución tuvo poder y que por el radicalismo de la izquierda de entonces terminó dividida para satisfacción de los geófagos y se perdió una gran oportunidad. Era, es, esa Colombia rara en la que para acabar con la guerrilla los gobiernos agredían campesinos al tiempo que tenían como asesores en temas agrarios, sociales y sobre la violencia de los 50 a intelectuales de izquierda como Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña, el cura Guzmán Campos y el también sacerdote Camilo Torres Restrepo, muerto en la guerrilla desesperado ante la obstrucción a las reformas sociales.
Los poderosos gamonales, rabiosos ante las tomas de tierra que terminaban en titulaciones a favor de los cultivadores, sacaron al incómodo “patilimpio” de Apolinar de la gobernación y Lleras a la defensiva lo nombró viceministro de agricultura. En el gobierno siguiente, de Pastrana papá, los terratenientes, con el “Pacto de Chicoral”, cerraron la posibilidad de la democratización de la propiedad en el campo, con la erguida oposición y la denuncia de Apolinar desde el Senado de la República a donde llegó en 1970 por el Movimiento Popular de Unidad Liberal de Sucre (Mopul), curul que repitió en 1974.
Desde el Congreso se comprometió a fondo con las causas populares nuestras, las de América Latina y el mundo. Son recordados sus discursos de condena al golpe sangriento de Pinochet en Chile contra el gobierno de Salvador Allende en 1973. Alberto, uno de sus hijos, quedó atrapado en Santiago como militante de la Unidad Popular y con su activismo lo logró salvar como a decenas de jóvenes colombianos y chilenos por lo que años después, ya en democracia, fue condecorado con la máxima orden que otorga ese país a sus amigos.
Frustrado de hacer discursos profundos y vibrantes para un Congreso conformado por provincianos clientelistas a la espera del fin de semana para irse a cebar el rebaño que les mantuviera la vida sabrosa y al servicio del latifundio, se comprometió en la defensa de los derechos humanos, en un continente postrado por dictaduras sangrientas, la revolución cubana ante el cruel embargo gringo y las luchas en Centroamérica y Palestina por sacudirse del oprobio. En 1983, se apartó del liberalismo tras confrontar el gobierno represivo y clientelista de Turbay Ayala. Apoyó con entusiasmo la política de paz de Belisario Betancur a la vez que denunció la masacre del Palacio de Justicia en 1985 y la expansión del MAS, germen del paramilitarismo.
Como Diego Montaña Cuellar, Eduardo Umaña Luna, Orlando Fals Borda, Antonio García Nosa, Jaime Mejía Duque, Joaquín Molano Campuzano, Luis Carlos Pérez, Jorge Regueros, Gerardo Molina, Estanislao Zuleta y toda estirpe de rebeldes con causa, intelectuales y luchadores nacidos y vitales en el siglo XX, procuró el cambio de la estructura económico social del país hacia un modelo de equidad y democracia plural. Quería un país más humano, más justo, menos corrupto y asesino. Eso tuvo su costo, la amenaza de muerte de la Triple A -las águilas negras de entonces. Apoyó entusiasta la política de paz de Virgilio Barco y César Gaviria que condujo a los primeros acuerdos exitosos de desmovilización guerrillera (M-19, EPL, PRT, Quintín Lame, Patria Libre, CRS) y el pacto político que produjo la Constitución de 1991.
Ya retirado del agite proselitista se dedicó a revisar documentación histórica y desde su perspectiva, formada en clásicos políticos, lectura del marxismo y experiencia vital, se fajó una decena de libros de historia vista con criterio propio y de reivindicación de la reforma agraria, dignos de estudiar si se quiere saber de esta patria atormentada e indolente. Anticipó con claridad las líneas de un acuerdo de paz en el asunto agrario, que consideraba raíz de los males de la nación. De eso sabía Apolinar, escribió Alfredo Molano, ese otro gran ausente. Trabajó con compromiso, aún en la enfermedad que lo arrinconó y fue invencible a reveces como la muerte de Alberto, su hijo, devastado por el cáncer, hecho que lo sumió en una honda depresión.
Cuando más duro lo atacaron los achaques más combatió desde el computador, al que se asimiló con esfuerzo. Escribió aquí y allá para denunciar el autoritarismo neoliberal y guerrerista del uribato durante la primera década de este siglo. Entre amigos decíamos que no se moriría hasta que se fuera del poder Uribe -con detención domiciliaria diez años después. Y así fue. Dejó este mundo a los cinco días de que Juan Manuel Santos Calderón asumiera la presidencia, el 7 de agosto de 2010, soltando las amarras de su mentor y anunciando que la vía de la paz al conflicto armado no estaba cerrada.
Apolinar fue un comprometido promotor de la solución política negociada pues explicaba la guerra interna en las hondas injusticias sociales y exclusiones políticas agravadas con el tiempo, las que vivió, denunció y por la superación de las cuales agitó ideas y promovió alternativas hasta sus últimos momentos. Si estuviera vivo estaría luchando porque se cumplan los Acuerdos de La Habana con las Farc y en la denuncia de tanta muerte, como en su época, sentenciada en las tenebrosas estancias del poder y la riqueza mal habidos.
Su vida se detuvo pidiendo justicia para los pobladores del campo, clamor que sigue vigente como quedó demostrado el 31 de julio pasado en la ‘Audiencia pública por la tierra, el territorio y el campesinado’, promovida por la Procuraduría General de la Nación, donde se evidenció la exclusión política y económica de la Colombia rural. La reciente conceptualización académica social e institucional del campesinado y su inclusión en las estadísticas nacionales son aspectos positivos, no obstante que en la realidad, como dice Rodrigo Uprimny, “Ahora se cuenta pero no lo tienen en cuenta”. Por todo ello, seguirá Apolinar su vigilia porque algún haya tierra, justicia y paz para los labriegos de Los Montes de María.
Commentaires