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A puertas cerradas

Por: Guillermo Linero Montes. Columnista Pares.


La política de puertas cerradas, que implica la toma de decisiones -por cuenta de unos pocos y ocultos de otros muchos- a la luz de principios como la trasparencia es inaceptable en el mundo moderno; pero sobre todo, hoy resulta impráctica, pues el poder de las redes sociales pareciera atravesar paredes.


Cuando se trata de reuniones políticas, las puertas cerradas tampoco son de la aceptación de los representantes de las bases populares; pues en dichas sesiones hay espacio tan solo para los poderosos. Igual es inconsecuente con los periodistas, que bien pudieran registrar el desarrollo de unas conversaciones o discusiones políticas de interés público, sin desmedro de la autonomía de los reunidos y del respeto por sus decisiones particulares.


No en vano se dice que las puertas cerradas son el espacio ideal para la intransigencia; de hecho, tras ella los de afuera, los excluidos, nada pueden convenir. Cuando el Estado hace negocios y toma decisiones a puertas cerradas -pensemos en Duque y en el contrato de las vacunas- genera desconfianza y un ámbito propicio para la impunidad. Por ello las reuniones a puertas cerradas y las consultas oficiosas deben celebrarse sólo en casos muy excepcionales, como cuando un líder político se encuentra enfermo y no se le ha determinado la afección padecida.


Las puertas cerradas no conjugan con el ejercicio de lo público, incluida la política, pues ellas implican la privacidad, que no es un asunto de la democracia. La condición natural del concepto de puertas cerradas, es la exclusividad; y en tal suerte, en un mundo de tan pocos participantes, toma fuerza el narcisismo y el ambiente se torna en un verdadero infierno, semejante al ambiente de la pieza teatral de Sartre, titulada A Puerta Cerrada, que es precisamente la crítica a una sociedad donde la gente se guarda todo para sí, porque no se soporta a los otros: todos quieren ser Ubú Rey.

Por el contrario, las puertas abiertas son sinónimo de cultura y modernización. No es frívola esta invitación del influencer de innovación y tecnología Enrique Dans: “Si te gusta la política de intrigas palaciegas, de puertas cerradas, de despachos con lobbies y de ocultación o «dosificación» de la información a los ciudadanos, entonces tu sitio es el siglo pasado, no este”.


En Colombia estamos acostumbrados a los acuerdos de paz entre bandos violentos y el estado, que también es violento. Tales acuerdos son de claro interés general y su único fin es la paz. De modo que, por involucrar asuntos de seguridad nacional, es entendible que dichos acuerdos, en buena parte requieran ser llevados a cabo tras las puertas cerradas.


De la misma forma, porque nuestra cultura electoral es de alianzas politiqueras, también estamos acostumbrados a los pactos entre partidos y élites políticas, que son acuerdos de interés particular o de grupo, y su fin está centrado en expectativas de provecho electoral. Estos pactos, por la sola razón de ser particulares, se firman a puertas cerradas.


Normalmente dichos acuerdos –los de partidos y élites políticas- cuando ocurren a puertas cerradas dejan la sensación o el imaginario de que tal vez las partes firmantes estuvieran cuidándose de no ocasionar beneficios colaterales a sus copartidarios; y se encerraran, precisamente, para no compartir la almendra de sus expectativas, si llegaran a obtener las riendas del gobierno.


Por fortuna para la democracia, y gracias al auge y eficacia de las redes sociales, tras los sonados casos de corrupción en Colombia, por parte de los candidatos presidenciales oficialistas más recientes (me refiero a Andrés Felipe Arias, a Iván Zuloaga, a Juan Manuel Santos y a Iván Duque) nadie duda que las puertas cerradas y el silencio, se deben a la falta de honradez en los negocios políticos (casi todos cargados de coimas y traiciones).


Igualmente nadie, absolutamente nadie, piensa o imagina siquiera que las reuniones a puertas cerradas se deban a que estén preparando sorpresas para los pobres, como aumentarles el salario mínimo, crear subsidios para desempleados o implementar la educación pública gratuita.


En épocas preelectorales, cuando se calienta o dinamiza el juego político, unos partidos se compactan y otros se resquebrajan. La mayoría de ellos reorganizan con avaricia sus fuerzas y en dicha etapa excluyen el debate sobre las propuestas de programa, y se ocupan de las discusiones sobre la asignación de jerarquías de poder, que de llegar a gobernar tal o cual partido, se traducirían en definidas cuotas políticas.


De semejantes estrategias pre electorales han dado cuenta los estudiosos, pues no son una invención criolla los pactos y las componendas. La abogada e investigadora de ciencias políticas Ana Benito, en un estudio sobre “los pactos, las alianzas electorales y las trashumancias”, advirtió que “la capacidad de negociación no siempre se pone al servicio de la gobernabilidad democrática, sino que puede reforzar el proceso de institucionalización perversa”.


Es decir –eso explica también Benito- se promueve más el desarrollo del establishment político (el “cómo compiten» y sacan provecho de ello las élites políticas) en detrimento del establishment institucional (el «cómo colaboran» en beneficio de la colectividad).


Pero ¿de dónde viene la idea de convenir a puertas cerradas? Aunque esa es una conducta natural muy antigua, en el contexto de nuestro presente nacional tiene una causa y explicación puntual.

Los liberales y los conservadores, históricamente de esquinas opuestas y negados a transigir sus principios, cuando vieron acabado el Frente Nacional (acuerdo político que con saña criminal limitó la participación ciudadana para que en las contiendas políticas únicamente compitieran los partidos liberal y conservador) continuaron transando a puertas cerradas estrategias para mantener lo plantado de fondo en el mentado acuerdo, como era que la izquierda y las fuerzas políticas afines -que no el temor a un golpe militar como argumentaron sus promotores- carecieran de opciones legales para llegar al poder.


No obstante, pese al fin del Frente Nacional y a la nueva Constitución del 91 -dos hechos que viabilizan la participación ciudadana y la opción democrática en las contiendas electorales- la inercia en las costumbres políticas ha conducido a estos partidos al continuismo fundado en la exclusión. Y no otra cosa ha seguido haciendo sin tregua la derecha por intermedio de los gobiernos que ha promovido e impuesto, como este último de Duque, menos legítimo que legitimado. En fin, gobiernos de una alta fidelidad a las políticas de derecha, que son capaces, como ya lo hicieron con la Unión Patriótica, de eliminar por completo a un partido de izquierda.


Por lo anterior, es apenas lógico que tales pactos -habiendo perdido legalidad el Frente Nacional- se hayan tornado en “acuerdos cerrados explícitos” (de componendas) cuando no en “acuerdos cerrados implícitos” (de hipocresías).


Este último tipo de pactos, los implícitos, suelen ser los más peligrosos; pues no requieren firmas ni palabras, y sus puertas cerradas son invisibles. Sus protagonistas suelen actuar como ya ocurrió en las elecciones de 2018 cuando luego de la primera vuelta algunas fuerzas políticas, derrotadas en sus aspiraciones presidenciales, decidieron negarle el apoyo a Gustavo Petro en la segunda vuelta; y lo hicieron argumentando con lógica obtusa -o cargada de malsanía- que tal decisión no tendría por qué favorecer a Duque, como naturalmente lo favoreció.


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