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93,99% de impunidad en Colombia

Por: Guillermo Linero Montes

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda


La Secretaría de Trasparencia de la Presidencia de la República dio a conocer lo que todos los colombianos advertidos sabíamos: que la impunidad es la cara reinante de la justicia en nuestro país. El informe revelado precisa, con respecto a denuncias contra la corrupción administrativa, que “hay en total 57.582, entre los años 2010 y 2023, de las cuales el 93,99% no tienen condena; el 89,7% sin captura, y el 77,15% están en indagación”. Unas cifras que en una sociedad elementalmente cívica desenvolverían sentimientos de fracaso y vergüenza; pero principalmente de rabia e impotencia.


Pese a ello, pareciera que estamos acostumbrados a consentirlo así, aunque la impunidad sea la prueba máxima de que un Estado pasa por un momento político de barbarie. El derecho a cometer delitos –como el derecho de pernada en la Edad Media– es un asunto tan degradante como en desuso. En el presente, en los regímenes políticos limpiamente democráticos, la impunidad ha sido desmontada de los sistemas de derecho positivo (el conjunto de normas jurídicas escritas) y ya ni siquiera se le comprende como una licenciosa interpretación de la justicia, sino como la ausencia de ésta.


La impunidad –que es resultado de un acto delincuencial llevado a cabo por quienes administran la justicia– siempre pareciera ocurrir por cuenta absoluta de la omisión o la acción de funcionarios judiciales (por culpa de los magistrados de la corporaciones judiciales, de los jueces de la república y especialmente por culpa de los fiscales, pues estos constituyen el resorte de la investigación). No obstante, abiertamente se tiene por cierto que la mayoría de las veces estas acciones u omisiones delictuosas, en una suerte de concierto para delinquir, van por cuenta de algunos poderosos –por cuenta de gobernantes o de personas injustamente privilegiadas– que se han apropiado del poder político, de las armas y de las instituciones del Estado.


Cuando eso ocurre, cuando la rama ejecutiva maneja a su antojo la rama judicial o, lo que es peor, cuando lo hacen fuerzas oscuras que le sobreviven a gobiernos corruptos anteriores; entonces comienza la degradación de la democracia y en consecuencia –eso ya lo hemos vivido en Colombia– se desata un festín criminal contra la población y se validan –ética, moral y legalmente– las violaciones a los derechos humanos.


En Colombia la impunidad no es nada nuevo, siempre hemos escuchado, por ejemplo, que la justicia es para los de ruana, aludiendo precisamente a la falta de juzgamientos y castigos, a las conductas antijurídicas realizadas por miembros de una aristocracia criolla conformada por familias que, tradicional y consanguíneamente, han detentado el poder. Y, por supuesto, la justicia tampoco es para los hechos punibles cometidos por los émulos de estos círculos sociales –los miembros de los clanes políticos y de las bandas criminales– y, al parecer, la justicia se cubre los ojos para ignorar los delitos cometidos por la autodenominada “gente de bien”; es decir, por ricos ambiciosos.


En consecuencia, buena parte de la ciudadanía confunde la impunidad con la inimputabilidad; piensan que la impunidad es un escudo natural de algunas personas por su condición de especiales, más allá de estar desprovistos de madurez sicológica –como los niños– y más allá de ser personas adultas fuera de sus cabales. En efecto, a la impunidad la confunden con la inimputabilidad que en materia penal ha sido concebida estrictamente para aquellas personas que no pueden comprender la ilicitud de su conducta. Son tan diferentes la impunidad y la inimputabilidad, que a los impunes no se les aplica la justicia en ninguna proporción, mientras que a los inimputables se les imponen medidas de seguridad (de corriente son recluidos en centros especializados de curación y rehabilitación).


En el peor de los casos, a la impunidad la confunden incluso con la inmunidad, creyendo que esta es un derecho de los poderosos, de esos sujetos ordinarios a quienes el pueblo teme o venera: me refiero a los gobernantes, a los parlamentarios, a los altos mandos del ejército y de la policía, y me refiero a los jerarcas de la iglesia y a los grandes capos de la droga.


Distinta a la inmunidad y a la inimputabilidad, la impunidad es una sola cosa: una estrategia anómala usada por un sujeto para evitar ser judicializado. Una estrategia cuya existencia está condicionada por el querer de los administradores de la misma justicia, bien sea presionada por un gobernante sin escrúpulos o por togados que la venden al mejor postor (el cartel de la toga es prueba palmaria). Pero, ¿a quiénes venden la impunidad? Casi siempre a políticos con nexos con la delincuencia organizada; no en vano a la impunidad se le relaciona con la existencia de un sistema político corrupto, con un grupo social –léase también delincuencial– con la suficiente riqueza para corromper y debilitar al sistema de justicia.


Con todo, aunque lo ideal sea que en una sociedad ningún ciudadano tenga que ser juzgado y recibir castigos, la realidad es que no hacerlo tras la comisión de un hecho delictivo produce esencialmente estas precisas consecuencias: primero, se pierde la reparación a las víctimas; segundo, no se corrige la conducta del delincuente –lo que se consigue en las cárceles, cuya función es la rehabilitación de los condenados– y, tercero, no aprende la sociedad, perdiéndose el carácter teleológico del derecho[1].


[1]Fuente: "Impunidad". Autor: Equipo editorial, Etecé. De: Argentina. Para: Concepto.de. Disponible en: https://concepto.de/impunidad/. Última edición: 5 de agosto de 2021. En: https://concepto.de/impunidad/#ixzz87jpnygsw


 

*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.

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