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Los sufrimientos de Federico Ríos, el mejor fotógrafo de Colombia

  • Foto del escritor: Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones
    Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones
  • hace 13 horas
  • 5 Min. de lectura

Por: Iván Gallo - Coordinador de Comunicaciones



Una de las pocas cosas buenas que pueden hacer los congresistas por los colombianos es exaltar las virtudes de algunos de ellos. El pasado 19 de junio, la Cámara de Representantes le entregó un reconocimiento especial a Federico Ríos por su labor como fotógrafo, como una forma de exaltar el poder de su mirada para mostrar los rostros del conflicto, la esperanza en medio del dolor y la dignidad de quienes habitan las orillas del país. No necesitamos, pues, que los padres de la patria reconfirmen la importancia de su trabajo, pero es alentador que un fotógrafo, un artista de sus quilates, navegue, por fin, en aguas tranquilas.


Porque pocos son los fotoperiodistas que se han llenado tanto las botas de barro como él.

De día, el calor es ardiente; de noche, el frío es helado. Hay trechos donde la luz del sol no entra. La selva es espesa, se ensopa, y es solo pantano. Hay que saber dónde pisar. Después de los pantanos, aparecen las subidas de la sierra. Es un lugar donde se baja, se sube, y el calor no amaina jamás, como lo describieron los cronistas de Indias, pero es el sitio más lluvioso del mundo.


Siempre hay barro. Siempre hay barro y vida: serpientes, felinos, mosquitos. Hay un mosquito que te deja una roncha que después se convierte en llaga. Si no se atiende a tiempo, aparece un olor mortecino; la podredumbre llega al hueso y entonces empieza el dolor.


Durante ocho días, los migrantes deben caminar por este lugar exuberante y maldito que es el Darién. Desde 2021, el fotógrafo Federico Ríos, los acompaña. Ríos estaba en Haití a mediados de julio de ese año. El país se caía a pedazos: el asesinato del presidente Jovenel Moïse acababa de ocurrir, y las heridas del terremoto de 2010 no se habían restañado. Allí, este fotógrafo paisa supo que muchos haitianos, en su búsqueda de un mejor futuro o solo para huir de la hecatombe social, emprendían su viaje a los Estados Unidos desde Colombia.


Para ese momento, Federico Ríos era un fotógrafo reconocido en The New York Times. Sus fotos resumían el fragor y la exigencia que tiene una profesión en desuso: el periodismo en tiempos de redes. En 2010, él mismo decidió ir a las comunas a fotografiar los combos y las pandillas que azotaban cada esquina, como un eco lejano de los tiempos de Pablo Escobar.


Sin guía, ni nadie que le abriera paso, se arriesgó: les dio su propia cámara a los niños de la comuna para que ellos tomaran fotos. Bajó a su casa en Medellín, reveló las fotos y se las llevó de vuelta. Los jefes de los combos le preguntaron quién era y él, sin dudarlo, les dijo que era fotógrafo. Por menos han matado a mucha gente en Colombia. Él, valiente, parado, consiguió quedarse y retrató como sólo lo podría hacer uno de sus maestros: Jesús Abad Colorado.

La notoriedad internacional la logró desde 2012, cuando, con la cámara en el pecho, y sin ocultar su oficio, Federico Ríos se logró meter en las filas de las Farc y consiguió retratos de guerrilleros que, hasta ese momento, eran uno de los secretos mejor guardados del periodismo nacional.


Desde entonces, fue uno de los descubrimientos de Paris Match, Leica, National Geographic y The New York Times.

 

Estuvo la noche del 2 de octubre de 2016 en un campamento de las Farc, en Caquetá. En un televisor donde la imagen se cuarteaba por la dificultad de la señal, vio el descontento de la ‘guerrillerada’ al conocer los resultados del No al Plebiscito. El mundo vio el rostro de la guerra gracias a sus fotos cotidianas y frescas de los guerrilleros siendo, en el fondo, lo que son: muchachos campesinos a los que les tocó escoger un bando en el país de la guerra sin fin.

Federico no sabe cuándo es el próximo viaje. Desde 2021, ha hecho más de 20 al Darién. Su compañera en la odisea es la periodista Julie Turkewitz, con quien, hace un mes, volvió a ser portada de la edición dominical del periódico más importante del mundo, The New York Times. El negocio que se hace con los migrantes fue el tema principal.


Federico, como buen viajero, es hombre de ritos. El más importante de ellos es comprar un par de botas de caucho en el último pueblo donde haya comercio, antes de entrar a la manigua. Una vez termina el recorrido, que puede durar ocho días enteros, se las regala a quien las necesite. “Me gusta pensar que hay algo que yo usé, que le pueda servir a alguien”. Las cosas tienen vida. Duerme en hamaca porque quedarse dormido en el suelo en el Darién, entre su barro perpetuo, es correr el riesgo de que algo vivo se meta en el lugar donde está tendido. El aire da algo de garantía.


Su dieta en los días selváticos se compone de pan de semilla untado de mantequilla de maní y bocadillo. El agua en el Darién, si se sabe buscar, no es un problema. Para encontrar agua potable, hay que separarse unos metros del camino principal y buscar nacimientos para llenar las cantimploras. Si lo hace en el lugar donde la serpiente interminable de personas bebe, la disentería es una cosa segura.


A Federico lo han picado todo tipo de mosquitos y bichos, pero no le gusta extenderse mucho en sus pequeñas tragedias personales, sobre todo cuando está cubriendo una de las más aterradoras migraciones que hay en este momento en el planeta. Hasta septiembre de 2023, 330.000 personas de 97 nacionalidades habían cruzado esta selva.


En una ocasión, Federico Ríos le tomó una foto a un hombre de cejas pobladas y mirada profunda, cuya esposa iba cubierta con un velo. El hombre, al ver al fotógrafo, se acercó y le pidió que por favor no fuera a publicar esa foto. Él era afgano.


—Si el talibán llega a ver mi cara, mi familia en Afganistán podría ser asesinada.


Por el Darién pasan personas procedentes de Bangladesh, Nepal, Malí, Somalia, Venezuela y Chile. La razón por la que migran tantos chilenos es porque, después del terremoto de 2010, los haitianos que se quedaron sin nada buscaron a Chile como refugio. Allí tuvieron a sus hijos y obtuvieron la nacionalidad.


Ahora, rechazados en ese país, viajan a Estados Unidos buscando encontrar soluciones a sus necesidades. Viajan sabiendo que alguna serpiente podría cegar a los niños que llevan a cuestas, viajan sabiendo que muchos no volverán a ver a sus familias, algunos viajan sin piernas, sin brazos, sin un puto peso en el bolsillo. Viajan con el riesgo de que, si no los mata el río o la selva, los pueden matar en algunas de las ciudades por las que pasan. Por eso, Federico Ríos no habla de sufrimiento en su trabajo por más extenuante que sea. Los que sufren son los otros, los que él retrata.

 

En sus fotos, también está contada la esperanza. Lo que más le impresiona a Federico es cómo en esas condiciones extremas, las personas se solidarizan unas con otras, se ayudan, dejan cuerdas para que otros puedan pasar ríos furiosos como el Herminda o ayudan a cargar los ancianos cuyas rodillas se doblegan ante la fatiga.


Cuando regresa a la ciudad, tiene un ritual particular: invitar a sus amigos más cercanos a asados pantagruélicos. Todo lo que se privó en las caminatas larguísimas, lo puede saciar en una tarde. Es el que menos habla, pero muchas veces es quien tiene más cosas para contar. Mejor, guarda energía y prefiere escucharles los cuentos a Juan Mosquera o a Simón Posada, narradores excepcionales. Con ellos, ¡pa’qué radio!


Si se decidiera, si no tuviera amigos escritores, él haría un libro de crónicas sobre todo lo que ha podido ver y sufrir. Igual, no lo necesita. Sus fotos tienen la potencia de una historia. En sus fotos cabe el mundo.

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