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León Valencia y la necesidad de no odiar a nadie

Por: Iván Gallo




León Valencia no tiene enemigos. Al menos procura no tenerlos. Sabe que la venganza, en un país como Colombia, donde todo es personal, es moneda corriente. A comienzos de este siglo Colombia tenía un señor en el norte, que era Carlos Castaño, que hacía mover su máquina de guerra esgrimiendo el resentimiento porque presuntamente a su papá lo mataron las guerrillas, en el centro estaba el presidente Uribe desarrollando su Seguridad Democrática, que en el fondo podría ser una forma de extremismo, mostrando ante la opinión pública esa herida que nunca pudo cicatrizar que fue el asesinato de su papá, y en el sur estaba Manuel Marulanda Vélez que se mostró siempre como un joven martirizado por los conservadores. Siempre hay una justificación para la violencia. León jamás ha respondido un improperio en la red social que una vez se llamó Twitter y tiene un dicho que es una verdad de a puño “No he odiado ni siquiera a quienes me han quitado mis novias”. Debe ser por eso que tiene una fe inquebrantable en que la Paz Total que propone Petro es el camino.


No sé qué pensará Petro al saber que León lo considera un vendedor de ilusiones. Lo podría interpretar como un insulto, pero viniendo de León no lo es. Para él la política es vender sueños. Debe ser porque Valencia es un poeta arrastrado por la marea del fragor político. Los primeros libros se los leyó su padre, un hombre que no podía pararse de su silla y que mataba el tedio creando clubes de lecturas en Pueblo Rico Antioquia. Antes de cumplir diez años ya había tenido contacto con dos de las obras que le enseñaron buena parte de lo que sería de grande: El club de los suicidas de Stevenson, y el Quijote. Nunca le he preguntado si no encontró a su padre una prefiguración de Funes, el personaje de Borges -otra de sus obsesiones literarias- al que la inmovilidad le dio un super poder: recordarlo todo. Pero la mayor influencia literaria y social fue el padre Ignacio Betancur quien le mostró el diario de Ernesto Guevara de la Serna, recién caído en Bolivia y los textos de Camilo Torres. Abrazó las causas campesinas con el fervor místico de un religioso.


Y también de un poeta. Hay relatos deslumbrantes sobre el descubrimiento del mar. El más impactante el de Vasco Núñez de Balboa cuando descubrió el Pacífico. Pero, en su libro, Años de guerra, León cuenta cómo pasó una noche entera, con los ojos vidriosos, viendo el undular de ese monstruo divino en Urabá. Tenía 19 años y la convicción de un anacoreta dispuesto a sacrificarlo todo por los demás. Y veía por primera vez el mar. Se estuvo sentado en esa piedra hasta que el sol rompió la noche.


Empezaban los años ochenta y a la ilusión que generaba en los jóvenes revolucionarios golpes certeros y simbólicos del M-19 como el robo de armas del Cantón Norte o la toma de la embajada de la República Dominicana, se contraponía el poder que Julio Cesar Turbay, entonces presidente, le había dado a sus generales y el auge de las mafias. Esta mezcla sería funesta para los movimientos barriales, las asociaciones campesinas, los grupos de estudiantes a los que no les quedó de otra que defenderse. O irse para el monte.


León estaba en la disyuntiva. Acababa de nacer su hija Catalina y todo el amor del mundo se concentraba en ella, pero también circulaban listas de defensores de derechos humanos que caerían a manos de los cada vez más evidentes y territoriales grupos paramilitares. El F2 decidió quitarse la máscara. Tenía que dejar atrás la ciudad, los amigos que ya iban cayendo. A veces se refugiaba de la angustia de tener el pico de la guadaña cerca a la nuca encerrado, en alguna tarde lluviosa en Bogotá, leyendo de cabo a rabo una novela triste de Kundera. Poco antes de que Álvaro Fayad muriera León tuvo una de las noches literarias más gloriosas de su vida. Hablaron de un libro en común, Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Mientras desocupaban una botella de whisky iban leyendo la novela a voz en grito. Pocos meses después caería Fayad, el 13 de marzo de 1986.


Un año después León se fue al monte. Fue miembro del COCE, aprendió a colgar hamacas en lugares imposibles, se mojó los pies, temió morir ahogado, él que no sabía nadar, Marta le rompió el corazón, arrastró en caminatas de 18 horas por la selva el viejo y pesado tomo del Quijote al que tuvo que enterrar, protegido por el polvo mexana, en una caleta que nunca volvió a desenterrar, él, que no era gaseosero, extrañaba la coca-cola, la salsa, la conversación hasta la madrugada con los amigos y hasta andar en carro. Pero sobre todo a sus hijos, a Catalina y a Fernando. Sintiéndose un poco como esos guerreros cobardes que alguna vez describió Borges, dejó la batalla y la guerra por una razón que él describe en sus memorias: “Había dejado las filas guerrilleras porque había comprendido, mediante el dolor de saber a mis amigos muertos, mediante la angustia que trae la pérdida de seres entrañables, que la vida, la que nos ha tocado trasegar o presenciar, está por encima de todos los demás valores”.


Es difícil conocer a alguien que ame tanto la vida como León Valencia. En vez de revancha o venganza, después de dejar las armas, León se dedicó a buscar la verdad. Esa búsqueda lo llevó a crear, junto a otro de sus amigos más entrañables, Antonio López Herazo, la Corporación Nuevo Arco Iris, un semillero de investigadores de donde han salido figuras trascendentales para la política colombiana en este siglo como el senador Ariel Ávila, la ex alcaldesa de Bogotá Claudia López e investigadores del calibre de Laura Bonilla o Mauricio Romero. Su investigación sobre la influencia de los paramilitares en las elecciones legislativas del 2002 le dio origen a una palabra que hace parte de la historia universal de la infamia: La Parapolítica. Justamente la editorial Planeta conmemora este hecho trascendental para la política y la academia colombiana con un libro que recoge los efectos que ha tenido el haber destapado este escándalo y que será presentado en la próxima feria del libro el sábado 20 de abril a las 4:00 de la tarde en el Gran Salón C.


León se tuvo que enfrentar en ese momento a la ira santa de Uribe, quien lo llamó para reclamarle por lo que él consideraba una traición e incluso lo trató públicamente de “Ex matón”. Uno de los 86 congresistas condenados por haber colaborado con los paras fue Mario Uribe, primo del expresidente. Justamente Mario Uribe estuvo a punto de agredirlo físicamente en un juzgado. Durante el terremoto que causó la revelación de la parapolítica recibió una llamada de José Obdulio Gaviria, en esos años máximo jerarca del uribismo, ofreciéndole el ministerio de cultura. León dijo que no, y a cambio de esto una de sus investigadoras, Claudia López, y su mismo Centro de Pensamiento, recibieron un aguacero de insultos y calumnias que supo aguantar y que sólo contraatacó cuando la razón y los argumentos estaban de su lado.


Después de su paso por Nuevo Arco Iris, León creó la Fundación Paz y Reconciliación, un centro de pensamiento que ha ayudado a entender otro de los atentados a la democracia colombiana: los clanes políticos. Su capacidad de transformación le ha ayudado a entender los nuevos retos que afronta el país y la humanidad, la necesidad de no seguir explotando recursos naturales y de abrazarse a la Transición Energética es una de ellas.


Aunque ha logrado crear una base sólida de académicos liderados por Laura Bonilla, León jamás ha caído en la jerga que suelen usar los que están al frente de los Centros de Pensamientos. Sigue siendo directo y claro, de hablar pausado y decisiones firmes, capaz de entender a todo el mundo, sobre todo a los que no piensan como él. Y a pesar de haber leído todo lo que le han dado sus horas sigue siendo un niño, a la manera de Nietzsche, dispuesto a ver el mundo siempre con los ojos del asombro.


 A sus 68 años se da el lujo de no perder su ingenuidad, la de creer que algún día, en este país donde todo se toma personal, puede haber una Paz Total. Y está dispuesto a poner lo que tenga que poner para que esto se haga realidad. No tiene ningún inconveniente en morir en el intento.

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