La tarde en la que los curas dispararon, desde la Catedral, contra los bogotanos
- Redacción Pares
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Por: Redacción Pares

Hay momentos en la historia en donde todo se detiene, hasta los segunderos de los relojes. A la 1:05 de la tarde del 9 de abril, de 1948, Jorge Eliécer Gaitán salía del edificio Agustín Nieto, donde tenía su oficina, acompañado de cuatro amigos. Plinio Mendoza los había invitado a almorzar para celebrar el sonoro triunfo que Gaitán había tenido en la madrugada de ese día, había demostrado la inocencia del teniente Cortéz, a pesar de que se pensaba que era un juicio perdido. Las incidencias del pleito fueron transmitidas por radio a todo el país. El teniente Cortéz había asesinado a un periodista, y Gaitán, sin cobrar un peso —solo pidió que el ejército asumiera la transmisión del juicio— logró ganar, demostrando que era el mejor penalista y orador del país.
Esta jugada le sirvió para ganarse la confianza de los militares. Era casi seguro que ganaría la consulta liberal —su gran rival, Gabriel Turbay, había muerto de una enfermedad— y con toda certeza, sería presidente de Colombia en 1950. La violencia política exacerbada en el gobierno de Mariano Ospina Pérez se había cebado contra los liberales. Marchas como la de las antorchas o la del silencio habían demostrado el poder que tenía Gaitán con las masas. Pero tal y como le dijo Roa Sierra a un policía que intentó defenderlo en vano del linchamiento, en las que fueron sus últimas palabras “fuerzas oscuras que usted no puede entender” se interpusieron en lo que parecía el destino inamovible de la nación.
Plino Mendoza Neira le dijo a Jorge Eliécer que se adelantaran un momento al grupo que los acompañaba, que quería decirle algo en privado. Nunca pudo tener esa conversación. Justo cuando salió del edificio, se escucharon los tres disparos que acabaron con la vida de Gaitán. Sus amigos intentaron reanimarlo. Incluso con ellos estaba el doctor Del Vechio, quien afirma que a pesar de que escucharon a Gaitán quejarse y que lograron arrastrarlo a un taxi y conducirlo a la clínica, es casi seguro que los tres disparos acabaron con la vida del caudillo en el mismo lugar donde le dispararon. La gente que acudió al lugar, en la desesperación, empapaba sus camisas con la sangre de Gaitán, como si quisieran llevarse algo de eso que era tan parecido a una pócima mágica.
Entonces la turba señaló a Roa Sierra, aunque él no fue el único que disparó, como lo cuenta Arturo Alape en sus memorias del Bogotazo, el mejor libro que se ha escrito jamás sobre este estallido social. Es posible que los mismos hombres que participaron en el asesinato de Gaitán fueron los que señalaron a Roa Sierra, que efectivamente tenía un revólver, que fue detenido por dos policías, que fue metido en la droguería Granada, que quedaba justo frente al edificio Agustín Nieto, que ahí duró dos minutos ya que eran tantos los que, enfurecidos, querían matarlo, que destruyeron la reja de hierro que protegía a la droguería, lo sacaron de ahí y lo mataron dándole patadas, puños, ensartándole lapiceros, apuñalándolo, tirándole una zorra encima y cajones para embolar. Uno de los testigos afirma que lo elevaban a los aires como si fuera el Pelele de Goya. Aunque algunos líderes liberales intetaron infructuosamente organizar el estallido, entre los que estaban Darío Echandía —que dio un discurso que no escuchó nadie — o Julio César Turbay, quien se subió a un tranvía en la Jiménez con séptima pero nadie lo vio, que desde la radio nacional Jorge Zalamea intentaba dar un poquito de luces sobre lo que se tenía que hacer, esta fue una revuelta anárquica y sangrienta en donde la indignación y la rabia fue lo que movió a una turba que llegó hasta las puertas del Palacio de Nariño y estaban dispuesto a sacar a empellones a Mariano Ospina, a su esposa Bertha y al canciller Laureano Gómez, odiado por buena parte de los liberales.
Pero no pasó. Fidel Castro, quien era un joven estudiante de la FEU que llegó a Colombia atraído por la Conferencia Panamericana que se llevaba a cabo en Bogotá en el momento de los hechos, afirma que nunca hubo organización, que se contó con el apoyo de la policía y que se estimaba que el ejército, insuflado por la victoria de Gaitán en el caso del teniente Cortés, ayudaría al pueblo en su revuelta popular. Pero nada de esto ocurrió. Los tres tanques con los que se contaba en Bogotá empezaron a desfilar por toda la carrera Séptima y justo cuando llegaron a la Plaza de Bolívar, apuntaron sus cañones contra la multitud y, entonces, entendieron que el ejército estaba a favor del gobierno conservador.
Sin embargo, lo más traumático que recuerdan los testigos, los que estuvieron esa tarde, fue ver desde las cúpulas de la catedral a sacerdotes, vestidos con sotana, apostados desde ahí con sus rifles disparándoles a la multitud. Incluso, uno de esos testigos recuerda a un hombre caminar zigzagueante por la Séptima, tenia una herida de machete en el vientre y que venía diciéndole a todo el que lo viera: “Miren, esta herida es bendita, me la hizo un sacerdote”. Sobre las tres de la tarde, un aguacero demencial cayó sobre Bogotá. En la noche, el infierno siguió. Quemaron el tranvía, el edificio de El Siglo, propiedad de Laureano Gómez, y buena parte de la ciudad ardió. Se estima que esa tarde murieron 2.900 colombianos. Empezaba una nueva etapa de nuestra violencia. Una etapa que aún no ha terminado.