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No me aguanto esta alegría. Debo gritar que desde cuando era adolescente he esperado el fin del bloqueo a Cuba y el reconocimiento del Estado palestino. Después, mucho después, me di a la tarea de esperar un cese definitivo al fuego y a las hostilidades de parte de la guerrilla. Todo esto ha dado un salto milagroso esta semana.
Hay cosas que lo marcan a uno eternamente. Entre los estudiantes de Medellín que iban a mi pueblo, en el suroeste de Antioquia, a promover la rebeldía cuando empezaban los años setenta del siglo pasado, había uno obsesionado con los temas internacionales y en sus charlas nunca faltaban Cuba y Palestina. Decía una y otra vez que había dos naciones pequeñas desafiando a gigantes y tomaba ese ejemplo para mostrar que la revolución era posible.
Decía que tarde o temprano Cuba tendría la solidaridad de todo el continente y Estados Unidos se vería obligado a respetar el camino elegido por la isla. Repetía que los palestinos no se rendirían jamás y el mundo tendría que darles la tierra, la patria y el Estado. Eso no ha ocurrido totalmente esta semana, pero las posibilidades de que ocurra han crecido de manera exponencial con la decisión del presidente Obama de normalizar las relaciones con La Habana y con el reconocimiento que el Parlamento Europeo le ha dado el Estado palestino.
Aquel estudiante apasionado murió en la guerrilla no muchos años después y el recuerdo de sus palabras me ha perseguido toda la vida. En cada tensión entre Cuba y Estados Unidos y en cada tragedia del pueblo palestino a manos de Israel ha venido a mi memoria su reivindicación. Las cosas no han ocurrido como él las pensaba. Los cambios no están llegando de la mano de revoluciones violentas. La historia está girando hacia un periodo de transacciones y acuerdos entre fuerzas enfrentadas. Mejor digo yo, mucho mejor digo yo, que tuve la suerte de salir vivo de la aventura armada.
Así mismo he esperado con una ansiedad de loco el final de la guerra y he tejido en mi cabeza diez o 100 posibilidades de iniciar el camino hacia este final. Las Farc han elegido un escenario quizás controvertido, quizás riesgoso, pero en todo caso audaz y esperanzador. Han dicho que cesarán de manera indefinida el fuego y las hostilidades y solo romperán esta promesa si son atacados. Es una rosa con espinas, pero antes eran solo espinas.
Habrían podido decir que suspenderían de manera indefinida sus acciones ofensivas y hostiles, como señaló en un trino Juan Rubbini. Así no suscitarían confusiones innecesarias. Pero aun con el lenguaje utilizado, las Farc han mostrado que quieren acelerar el proceso y lo han hecho después de tener a un general en sus manos y de incursionar en la Gorgona, acontecimientos que en otra situación envalentonarían las filas guerrilleras.
La valentía de Juan Fernando Cristo
Si alguien es símbolo de reconciliación en el gobierno de Santos, ese es el ministro del Interior. Lleva en el alma el dolor del asesinato de su padre a manos del ELN, una herida muy difícil de sanar; pero en los meses que lleva en la cartera se ha dedicado a tejer con cada palabra y con cada acción la paz, el posconflicto y el reencuentro de los colombianos. Quiero destacar su trabajo en este final de año. Quiero decirles a los lectores que posiciones como la de Cristo avizoran un nuevo país.
Tiene una especial preocupación por políticas que tradicionalmente no son taquilleras, no tienen gran registro en la opinión: la formulación de una política para la población LGTBI, de unas estrategias para enfrentar la trata de personas, de unas medidas para mejorar la aplicación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras en los departamentos y municipios contando con los gobernadores y alcaldes. Está empeñado en preparar el posconflicto en los territorios.
No es fácil llegar a una posición comprometida desde la afectación y el dolor. Lo lógico es que personas golpeadas por la ignominia de la guerra sean convocadas a las dignidades políticas para representar la dureza. Ese fue el gobierno de Uribe. Víctima él y cinco de sus ministros de hechos dolorosísimos producidos por las Farc que servían de acicate para un día tras otro invitar a la salida militar. Hoy ese expediente se utiliza en el Centro Democrático para invocar la cárcel y la exclusión política de los jefes guerrilleros. Tiene, desde luego, argumentos legítimos de justicia, pero también un sabor a venganza.
Columna de opinión tomada de Semana.com
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