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GUSTAVO PETRO: ¿PRESIDENTE 2026-2030?

Por: Guillermo Linero Montes



Cuando se trata de hablar de constituciones políticas -las llamadas cartas magnas- hay que tener en cuenta que estas son consideradas inamovibles, casi sagradas; lo cual es natural si consideramos que las constituciones -mientras funcionen bien y no sean violentadas, ni modificadas en favor de intereses políticos individualistas- garantizan indefectiblemente la convivencia pacífica, la equidad y el progreso.


El carácter sagrado, implica que además de ser inalterables deben ser respetadas con especial exaltación jerárquica; porque al considerarlas sagradas no se les cuestiona ni se les toca, por ser creaciones de una entidad limpia y justa, y sólo este ser divino podría intervenirlas, y no los individuos ni los gobernantes. Pero, como en la realidad las constituciones son pura creación de los pueblos y no productos divinos; entonces, tampoco son los individuos ni los gobernantes, ni las divinidades, los llamados a modificarlas o remplazarlas; sino, única y estrictamente, el mismo pueblo; llamado “constituyente primario” precisamente por esta incuestionable potestad: hacer y mantener actualizadas las constituciones.


Basándose en leyes de autoridad y en normas de conduta social, la humanidad ha probado a lo largo de la historia distintos modelos de gobierno; desde las primigenias autarquías draconianas, con reyes que cortaban cabezas respaldados por códigos como el de Hamurabi, hasta los regímenes autoritarios y dictatoriales de nuestro tiempo, que han hecho lo propio respaldados por cartas constitucionales distorsionadas a su favor. Esos modelos de gobierno, nos permiten inferir que las constituciones, por cuenta de su sola existencia no garantizan las libertades, ni la equidad, ni el progreso social, y algunas de ellas ni siquiera garantizan la vida.

Por ejemplo, la constitución de los Estados Unidos, que cuenta con un modelo de gobierno democrático, valida el porte de armas y la pena de muerte, dos licencias negativas que anulan la posibilidad de la convivencia. Pese a ello, cuando el modelo de gobierno escogido es la democracia, parecieran surtirse con mayor viabilidad las tres necesidades más importantes de una sociedad: las libertades, la equidad y el progreso, que en el caso de nuestra carta política están explicitadas tácitamente en puntuales y numerosos artículos.


La democracia, entendida como la concentración del poder en el pueblo, y no en un solo individuo ni en una minoría selecta, ha sido una fórmula expedita para alcanzar esos propósitos de convivencia y progreso. Para ello se ha provisto de unas reglas de juego -digamos de una carta constitucional- que establecen inequívocamente, por ejemplo, que el presidente -como es el caso de Colombia- debe ser elegido por la mitad más uno de los votos, y que su periodo de mandato no debe sobrepasar los cuatro años. Dos reglas constitucionales que, igual a todas las demás de nuestra carta magna, debemos cumplir fielmente y guardarles un respeto rayano en lo sagrado.


Sin embargo, porque las constituciones no pueden ser perfectas eternamente, mientras las sociedades evolucionen al ritmo del espíritu cambiante de los seres humanos, y siendo estas un negocio jurídico-político, como lo explicó Rousseau en El Contrato Social, no sólo es posible renegociarlas, sino también podría aplicárseles la conversión -que es una figura del negocio jurídico- transformándolas completamente en otras distintas.


No obstante, si una constitución está funcionando bien, los pobladores, con o sin cultura política, lo percibirán fácilmente; y comprenderán que lo mejor para ellos es mantenerla y cuidarla, tal y como si en verdad fuera sagrada o impuesta por un dios. Y de ocurrir lo contrario -cuando una constitución está funcionando mal- la misma carta política prevé que esta puede ser intervenida o reemplazada siguiendo cualquiera de estos tres medios: por una Asamblea Constituyente, por el Congreso, o por un referendo. Ahora bien, como puede interpretarse de estos medios establecidos por la misma constitución, es el pueblo, y únicamente el pueblo, quien -directa o indirectamente- debe moverse para promoverla.


Por eso, y sabiendo que la personalidad del presidente Gustavo Petro es de un talante benévolo, reflexivo y sensato, debemos creerle cuando dice que no le interesa la reelección, lo que sólo podría conseguir, legalmente, si interviniera la constitución. Lo cierto es que, así como debemos creerle al presidente su desinterés por la reelección, también podríamos arriesgarnos a visualizar, que ante un levantamiento popular pidiéndole su continuidad en el gobierno, ese mismo talante -benévolo, reflexivo y sensato- sin duda lo inclinaría a dar un sí, y lo tendríamos gobernando de nuevo, con incuestionable legalidad, de 2026 a 2030.

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